Por Ailen Barbagallo y Romina Fernández. Cada 1° de mayo los trabajadores del mundo recordamos aquellos días en los que Chicago fue escenario de la primera gran rebelión obrera y la historia de sus ocho mártires.
El 11 de noviembre de 1887, en medio de la multitud que presenciaba la muerte de cuatro anarquistas en la horca, con lápiz y papel en mano, estaba José Martí. La crónica de lo que sus ojos vieron ese día llegaba a nuestro país a través de las páginas del diario La Nación. Mezcla de poesía desgarradora con realidad pura, Martí describe el sentimiento de duelo que brotaba aquel día, el arrepentimiento de los compañeros vivos que seguían en silencio, salvo tres de ellos que se animaron a pronunciar su desacuerdo públicamente; también la aprobación de la patronal y sus cómplices, las habladurías del periodismo y las artimañas de una justicia injusta.
Detrás de esa jornada de luto está la historia de todo un pueblo obrero en lucha y la de ocho hombres anarquistas cuyos nombres y rostros se eternizaron como aquellos que encabezaron las primeras revueltas proletarias.
Hace más de un centenar de años, no había obrero que no trabajara menos de 12 horas al día, algunos incluso llegaban a cubrir una jornada laboral de 17. No había tiempo para el ocio, ni para la familia, ni para el buen descanso. Las condiciones laborales eran paupérrimas, y los niños eran obligados a trabajar para mitigar, un poquito al menos, la pobreza del hogar. Era de público conocimiento que se había pronunciado una ley que declaraba la reducción de la jornada laboral a 8 hs, sin embargo ningún dueño de fábrica cumplía con lo dictaminado.
El descontento se sentía. Los escasos síntomas de enojo que expresaban los obreros eran rápidamente apagados por la patronal represora, que daba y quitaba trabajo a su antojo, o directamente hacia entrar en acción a las fuerzas policiales. La rabia se acumulaba.
Llegando mayo, el reclamo se hacía más firme, asomaban las gargantas que se animaban a ponerle voz al descontento masivo. En su mayoría, eran voces anarquistas, que hablaban de derechos laborales, del derecho al descanso y de acabar con la miseria a la que los condenaba el sistema capitalista. Los oyentes, primero actuaban con miedo, vergüenza, rechazo a la palabra rebelión. Pero después se van encontrando en cada grito y rodean de a poco a los oradores de turno.
En Chicago, se gestó la primera jugada obrera. El 1° de mayo de 1886 los sindicatos de la ciudad norteamericana, en su mayoría anarquistas, llamaron a una huelga general con un reclamo claro: hacer cumplir la reducción de la jornada laboral a 8 horas. Era simple: había un tiempo para trabajar, un tiempo para descansar y un tiempo para disfrutar.
Los días siguientes, fueron agitados. Las fábricas en su mayoría permanecían con sus máquinas en silencio, todo el ruido y el esfuerzo se trasladó a las calles, donde la Policía no tardó en llegar con sus palos y balas. También hicieron los suyo los rompehuelgas. Los infiltrados de siempre que pagados por la patronal se encargaron de desvirtuar el reclamo.
La revuelta terminó con obreros y policías muertos. Por supuesto, en un número y una relevancia para la prensa de la época y el gobierno totalmente desigual. Por la muerte de los obreros no hubo más que el lamento de sus familiares y compañeros. Pero por la muerte de un policía, hubo un numeroso grupo de trabajadores encarcelados, de los cuales ocho, fueron condenados a juicio acusados de arrojar en medio de una manifestación la bomba que dio muerte al uniformado, hecho que nunca pudo comprobarse.
En un juicio injusto y manipulado por la justicia y por los medios de comunicación, en el que participaron pruebas falsas y testigos comprados, el jornalero Samuel Fielden y el encuadernador Michael Schwad fueron condenados a cadena perpetua, Oscar Neebe, trabajador particular a 15 años de trabajo forzado, el tipógrafo Adolf Fischer, el carpintero Louis Lingg, los impresores August Vincent Spies, George Engel, y Albert Parson fueron condenados a la pena de muerte en la horca. Eran todos hombres del anarquismo, con sus reuniones secretas y poco concurridas, con sus periódicos y sus discursos de pie que hablaban de la libertad y de la Revolución Social. En este proceso no se juzgo el hecho por el cual eran acusados, para eso no había demasiado pruebas, lo que no cabía duda es que estos trabajadores tenían ideas revolucionarias y eso era necesario condenar. Ante esto los abogados defensores nada pudieron hacer, un luchador nunca niega sus ideales, los enaltece, los defiende y los legitima ante las leyes burguesas.
Ese 11 de noviembre de 1887 que presenció Martí, fueron cuatro los anarquistas que dieron el último respiro frente a los rostros conformes de quienes repudiaban la revuelta proletaria, uno de ellos, Lingg se suicidó en su celda con una bomba que llevaba escondida entre su cabello.
En su crónica Martí relataba como un hombre entre el público, ante la triste escena del funeral, demandó a todos los trabajadores de Chicago el abandono para con los compañeros muertos.
Tiempo después, las patronales comenzaron de a poco a cumplir con la reducción de la jornada laboral a 8 horas de trabajo y los obreros empezaron a vencer cada vez más el miedo a las represalias.
La sangre de cada uno de los trabajadores caídos en 1886 y de los asesinados en 1887, está presente en esa conquista que hoy celebramos en su nombre cada 1ro de mayo desde 1889, cuando la Segunda Internacional en el Congreso Obrero Socialista de Paris decretó esa fecha como el Día Internacional del Trabajador.
Esa sangre individual devenida en sangre social late, resiste, explota cuando hoy 127 años después en Argentina y el mundo, millones de trabajadores y trabajadoras siguen siendo sometidos a once, doce o incluso más horas de trabajo. La esclavitud en el siglo XXI se sigue presentando como moneda corriente. Está en el zapato de la salada, en la remera más cara del negocio de moda, en la labor campesina de la tierra ajena, en las horas extras realizadas por los obreros en las fábricas, donde la posibilidad de elegir entre hacerlas o no, se reduce a: seguís trabajando o te quedas en la calle.
La lucha por las sagradas horas 8 horas de trabajo encierra nada más y ni nada menos que la lucha por la dignidad humana, por el derecho a elegir qué hacer con el tiempo propio, a fin de cuentas, a ser libre.
Los anarquistas murieron sin saber que luego su demanda iba a ser conquista mundial de los trabajadores, ni que la justicia estadounidense cien años después iba reconocer lo injusto de la condena. Sin embargo en sus acciones, en sus discursos antes de ser fusilados muestran la convicción de que en cada lucha esta la semilla de la futura revolución.
Esa es la convicción que debe cargar nuestro presente de lucha para futuros más dignos y libres como fueron marcando el camino los mártires de Chicago.