Por Mariano Skliar y Javier Lombardo. Las contradicciones del modelo kirchnerista, la emergencia de los nuevos conflictos laborales y los desafíos de la izquierda frente a ellos. Modelo para armar, fin de ciclo.
Si hay algo a lo que se puede llamar “modelo”, es a la estructura productiva de un país. El modelo económico argentino no se ha modificado estructuralmente durante la década kirchnerista, sino que sigue siendo una economía basada principalmente en la producción primaria, con una industria (liviana) muy poco representativa. Se trata de una matriz altamente dependiente de la venta de comoddities agrarias al mercado internacional principalmente a Brasil y a China, lo que la hace vulnerable no sólo como matriz productiva que no produce bienes de capital, sino también frente a los vaivenes financieros internacionales.
Algunas de las medidas neodesarrollistas han volcado hacia los sectores populares y asalariados parte de los enormes caudales que ingresaron en los años de bonanza íntimamente vinculados a la situación del mercado mundial. Pero no mucho más que eso. Las políticas neo-desarrollistas tuvieron luego de la década neoliberal, la necesidad de relanzar una fase local de acumulación de capital sobre la base de la ampliación del consumo interno; para esto necesitaron restituir la relación salarial en amplios sectores de la población que habían quedado como población excluída o “sobrante para el capital” que además le habían generado grandes inconvenientes a partir de su auto-organización como “movimientos piqueteros”. El relanzamiento implicó, asimismo, la necesidad de un empresariado que pueda tomar su parte en la generación de empleos, pero que no se hizo sin costos para el Estado: el empresariado argentino –como en todo el mundo- no invierte sin ganar, y para generar ganancias se necesita una mano de obra barata por abajo y subsidios desde el Estado por arriba. O dicho de otro modo: una clase trabajadora con bajos salarios, precarizada o en negro por un lado, y por el otro, subsidios que pueden venir o bien de las retenciones, o como en la actualidad de la caja de jubilaciones, que no es más que otro impuesto diferido a la clase trabajadora. La década ganada para el kichnerismo no se trata más que de otra estrategia del capital local frente a la debacle que fue el 2001. Una estrategia que no igual a la de los años noventa, claro está, pero que además repuso, aunque en un nivel más complejo, la lucha entre capital-trabajo.
El paso previo al desarrollo de la política neo-desarrollista, es la gran devaluación impulsada en el bienio 2001 2002 por Duhalde y Lavagna: tanto uno como el otro sabían que era necesario tirar más abajo el precio del salario argentino, que en ese entonces era aún más “caro” que los salarios asiáticos y brasileros. La economía política no está escindida en compartimentos académicos, y las medidas fueron coherentes: La devaluación y la represión realizada por el Gobierno de Duhalde hacia el movimiento piquetero –que no dejaba de enseñarle a todo el mundo métodos de lucha-, fueron el puntapié inicial para el crecimiento a tasas chinas que posteriormente impulsara Néstor Kirchner.
Desde el 2003 en adelante, con el desarrollo de la política de mercado interno, y de la mano del desarrollo de una industria liviana siempre atada al mercado internacional, la clase trabajadora pasó de ser un actor desvalorizado, a ser uno de relevancia. Junto a su crecimiento, un crecimiento que no obstante es heterogéneo, fragmentado, precarizado, etc., comenzaron las luchas por salario y contra la precarización laboral, hasta el día de hoy. Las medidas progresistas adoptadas por los gobiernos de Néstor Kirchner o de CFK, deben inscribirse en un escenario histórico en el que el Estado necesitó y necesita desplegar mecanismos hegemónicos que le permitieran no sólo dar respuesta parcial a las demandas populares, sino anticiparse a ellas; para de esta manera seguir manteniendo los márgenes de dominación o, lo que es lo mismo decir, mantener la reproducción ampliada del capital. Pero estos mecanismos comenzaron a agotarse.
¿El salario “ganado”?
Más allá de algunos niveles de “recuperación” salarial en la última década, que peligran con la devaluación de enero y los ritmos inflacionarios, la cruda realidad de que más de un tercio de los asalariados argentinos estén hoy precarizados, hace indisimulables los límites del tan mencionado “modelo k” para dar respuesta a las necesidades de los trabajadores. En la vida cotidiana esto se traduce en que millones de trabajadores no alcanzan siquiera la canasta básica con sus sueldos y terminan sobre-empleados con dos o tres trabajos, con el noble objetivo de llegar a fin de mes. Millones de trabajadores no han cobrado jamás un aguinaldo aunque hace años que trabajan, padres y madres laburantes no perciben salario familiar ni asignación por hijo por sus niños, entre otras pérdidas de derechos.
La supuesta intención del Gobierno nacional de combatir la precarización, no puede tomarse en serio cuando se cuentan por miles y miles los trabajadores precarizados en todas y cuada una de la reparticiones del propio Estado. Más allá de alguna medida de corte heterodoxo con la marca “joven” de Kicillof, el esquema vigente tiene todos los condimentos de un ajuste: devaluación del peso, aumento de tarifas de los servicios públicos y los combustibles, techos a las paritarias promovidos desde el Gobierno. Los periódicos del establishment –esos que realmente le hablan a los empresarios y que no pueden confundirse con los periódicos de la derecha burda y caricaturesca- festejaron como pocos el “enfriamiento” de la economía y el “leve giro ortodoxo” de Kicillof. La presentación del Gobierno norteamericano como “amicus curae” en los tribunales de ese mismo país, acompañando la demanda Argentina contra los fondos buitres, el alza de los títulos de la deuda argentina en las bolsas de los países centrales internacionales, la búsqueda de financiamiento en organismos internacionales, el pacto casi a ciegas con los pulpos multinacionales como Chevron y las mega-mineras depredadoras de la tierra y la vida, son una muestra de que “el modelo” sigue siendo la reproducción ampliada del capital.
Como elemento político, el fin del ciclo kichnerista, que en las últimas semanas tuvo que reconocer el propio plantel del programa televisivo 678, se combina con movimientos hacia la derecha que hacen aplaudir hasta a los referentes del PRO. Como ejemplos más palmarios de esto es el proyecto anti piquete presentado por el parlamentario Kunkel o la idea de volver al servicio militar obligatorio “para los jóvenes que no estudian ni trabajan” por parte del intendente de José C. Paz, Mario Ishii.
Desde Abajo, organizando y creando poder popular
En la izquierda siempre es un lugar común evaluar el desempeño de las organizaciones como teniendo un desarrollo endógeno, externo, y no “condicionado” por el desarrollo objetivo y subjetivo del sujeto que en general dice representar, la clase trabajadora. Lo cierto es que el crecimiento cuantitativo y cualitativo de la izquierda post dictadura se ha dado mal o bien, en paralelo con el crecimiento de la clase trabajadora; así mismo las organizaciones no son homogéneas, como tampoco lo es la clase trabajadora. A pesar de ello, el pueblo trabajador sigue luchando: movimientos piqueteros, fabricas recuperadas, aumento salarial, contra la precarización laboral, por la igualdad en la remuneración a las mujeres, por apertura de paritarias, etc. En cada uno de esos conflictos vislumbramos el accionar de las diversas expresiones de las izquierdas, en principio acompañando y otras veces dirigiendo los distintos conflictos suscitados.
Sobre la base de esta presencia que durante mucho tiempo fue marginal y en la soledad más absoluta los sectores populares, que dieron su voto tanto en lo parlamentario como en lo gremial a las organizaciones tradicionales y patronales como el PJ, la UCR o sus distintas variantes, comenzaron a ver en esta presencia una trayectoria de coherencia: entendemos que en este punto deben basarse los análisis de los buenos resultados electorales de la izquierda, pero eso sólo no alcanza.
La izquierda todavía debe posicionarse en un papel de dirigente histórico con vocación hegemónica, como decía Gramsci. No sólo como dirigente de conflictos puntuales, sino como “dirección social del conjunto”. La izquierda que llamamos tradicional hasta ahora ha demostrado que puede ser un importante referente, tanto en luchas sindicales como en lo parlamentario, pero su tendencia a desvalorizar la construcción de “poder popular” real en los barrios, en los sectores laborales, en las escuelas y universidades, hacen dudar de su capacidad real para referenciar nuevos bloques históricos.
La Nueva izquierda, por su lado, posee construcciones organizativas de las más diversas: aquellas que se asientan en lo estudiantil, en lo territorial o en lo sindical. Sin lugar a dudas sus diversas procedencias no pueden ser valorizadas bajo la misma lupa, hacer un signo igual entre todas las organizaciones, como hasta hace poco lo hacían algunos referentes, es taparse los ojos y patear para adelante el necesario debate estratégico y táctico sobre las diferencias y sobre cómo construir poder popular y para qué.
La llegada de un nuevo 1° de mayo, debe encontrarnos con la perspectiva de una unidad seria, que no deje de lado las diferencias, pero que, en el entendimiento de la necesidad de constituir un nuevo bloque histórico, que tenga como horizonte la lucha por el socialismo, esté dispuesto no sólo a consolidar las construcciones propias, sino además, a transitar en el camino del debate solidario, colectivo y pluralista que permita desarrollar y orientar luchas y conquistas, ya no sólo en términos de emancipación política, sino en términos de una emancipación social. La memoria de miles de luchas y de compañeros caídos demuestran hoy como ayer, que esa tarea nunca es en vano y como un viejo topo de la historia, va a volver para consumarse.