Por Victoria Ugartemendia. Nuestro país está cerca de invertir el 1% del PBI en ciencia y tecnología. A pesar del presupuesto creciente para el área, esto no se ha traducido directamente en soluciones a problemas estructurales de nuestro pueblo. El mito de la cadena virtuosa y los intereses detrás de la ciencia.
Es frecuente escuchar que la inversión en ciencia conduce a un bienestar general de la población. Expresión de esto son las afirmaciones de parte del Poder Ejecutivo Nacional, de los poderes provinciales, así como en la prensa en sus distintas manifestaciones. El Ministro de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva (Mincyt), Dr. José Lino Barañao, sostuvo en el “Plan Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación 2012-2015” que “El conocimiento es un factor fundamental de los procesos que llevan a la creación de riqueza para los países y a la mejora de la calidad de vida de las sociedades. Es por ello que resulta imprescindible contar con políticas públicas que potencien las actividades de ciencia, tecnología e innovación y las orienten hacia la consecución de objetivos nacionales de desarrollo social y productivo.”
Se plantea de este modo una cadena virtuosa entre el aumento de la inversión en ciencia y el aumento del bienestar social. Esta cadena lineal ha sido cuestionada por estudiosos de la política científica y la sociología de la ciencia, ya que existen eslabones entre esos dos elementos que muestran una relación compleja, que lejos está de ser lineal, y lejos está de concluir siempre en mejoras sociales.
Los datos oficiales muestran una constante alza de la inversión en Ciencia y Tecnología (CyT) en los últimos años en nuestro país: si se compara el año 2008 con el año 2011 se observa un crecimiento de la inversión en las Actividades Científicas y Tecnológicas (% sobre el Producto Bruto Interno): mientras que en 2003 era del 0,46%, en 2011 alcanzó el 0,73%, según datos del Mincyt. Esta inversión se destinó principalmente a los salarios y al financiamiento de las investigaciones del personal científico, al personal técnico y en los últimos años de la infraestructura (o los llamados gastos de capital: inmuebles, equipamiento y rodados).
Con el nivel de crecimiento de la inversión en CyT, Argentina está cercana a alcanzar el 1% del PBI aconsejado por los organismos internacionales. Sin embargo, esta inversión no se ha traducido en la disminución de los problemas sociales más severos.
En primer lugar, debemos señalar que actualmente los hacedores de política científica de los países más desarrollados son conscientes de que la inversión en ciencia básica no conduce necesariamente al desarrollo tecnológico de un país. El desarrollo de la microbiología en el siglo XIX a partir de Luis Pasteur en Francia muestra que los descubrimientos fundamentales en la temática surgieron de motivaciones prácticas, como era la transmisión de enfermedades infeccionas como el cólera o la enfermedad que hacía bajar la producción de los gusanos de seda en el sur de Francia. Es decir, el deseo de resolver problemas locales llevó a descubrimientos fundamentales para posteriores desarrollos tecnológicos y el mejoramiento de las condiciones de vida de la población, y no fue el aumento de la inversión en ciencia básica la causa de los desarrollos tecnológicos.
Nuestro país y toda América Latina (con excepción de Brasil) son un ejemplo de que no hay tal relación lineal “más inversión en ciencia básica, más desarrollo tecnológico”. La excepción es el desarrollo de la energía nuclear, protegida por los distintos gobiernos militares por considerarla un asunto estratégico –ya que en otros ámbitos varias dictaduras desinvirtieron-, la cual representa hoy la única exportación de tecnología de punta de nuestro país. En las otras áreas, Argentina muestra una fuerte dependencia tecnológica respecto de los países centrales.
En segundo lugar, en nuestro sistema económico son las empresas las que transforman a los conocimientos científicos en tecnología, en función de la búsqueda de un interés económico, no del bienestar social general (este puede darse como un resultado posterior, como una consecuencia no buscada). El Estado participa de manera marginal en estos procesos, como queda en evidencia en los países capitalistas más avanzados: mientras en Estados Unidos la inversión de las empresas en CyT es del 70%, en Europa es de un 60%, en contraste con nuestro país donde los datos más optimistas hablan de un 26% (Mincyt, 2011). Estos datos significan que en 2011 la mayor inversión en ciencia provino del sector estatal y no del empresarial, que es el que es capaz de transformar el conocimiento científico básico en tecnología.
Una encuesta del Ministerio de Trabajo muestra que sobre 1218 filiales transnacionales encuestadas, sólo el 5% consideró que las relaciones con los organismos científicos locales son de elevada calidad. Si bien el 45% de esas empresas transnacionales declara tener algún vínculo con las universidades y centros tecnológicos, sólo el 1% considera de elevada calidad el conocimiento que se les brinda y el 10% que ese conocimiento es de nivel medio.
En tercer lugar, nos encontramos con el problema de la transformación de la tecnología en bienestar social. Si bien la Inversión en Ciencia y tecnología ha crecido en 27 puntos porcentuales entre el 2003 y el 2011, esta inversión no se ha traducido en una solución a los problemas más acuciantes de nuestra sociedad.
Grafiquemos el problema anteriormente planteado con el caso de la enfermedad de Chagas. Según datos de la Organización Mundial de la Salud esta enfermedad afecta a alrededor de dieciocho millones de personas en América latina (OMS, 2000). A pesar deque desde la década de 1940 se viene investigando sobre la enfermedad, las dificultades para encontrar una solución no radican en que se invierta poco dinero, sino en que la ciencia que se produce no sirve para resolver estos problemas, ya que no puede ser industrializada. En los hechos, el desarrollo de estas nuevas drogas tendría que estar a cargo de laboratorios farmacéuticos quienes no manifiestan ningún interés por el tema (entre otras cosas, por tratarse una enfermedad de la pobreza).
La cadena virtuosa oculta que detrás de “la ciencia” hay personas, intereses, Estados, industrias que transforman el conocimiento en tecnologías y productos, modos de hacer ciencia aprendidos por nuestros científicos en los países centrales, y que para que la ciencia concluya en bienestar social los ciudadanos debemos involucrarnos y participar activamente en el debate sobre a quién le sirve la ciencia, exigir ser tomados en cuenta a la hora de definirse qué temas se van a investigar y en la evaluación de los resultados de las actividades científicas.