Por Ulises Bosia. La presidenta aseguró el viernes que las armas para luchar contra la inflación están en manos de usuarios y consumidores y que “obligar y acordar no sirve”. ¿Cuál sería el rol del Estado entonces?
Ya de regreso de la gira por los Emiratos Arabes Unidos, Indonesia y Vietnam, en el medio de un acto de entrega de viviendas, la Presidenta se refirió al tema de la inflación, algo muy poco frecuente. En su discurso no trató sobre la justeza de las discutidas cifras oficiales ni tampoco negó que existiera una tendencia al aumento generalizado de precios sino que dando por sentada su existencia se refirió al modo de enfrentar el problema: “hay que comenzar a manejar nuestro poder de usuarios y consumidores”, aseguró. Y acto seguido agregó, “yo no voy a emplear la palabra boicot porque se armó un lío bárbaro cuando Néstor le hizo boicot a una empresa, digamos hacerle el vacío, para que se den cuenta.”
Llamaron la atención sus palabras, teniendo en cuenta que en la prédica presidencial se destaca permanentemente la defensa del accionar estatal como instrumento para regular las reglas salvajes del mercado. Sin embargo en este caso la Presidenta más bien sinceró que en este terreno las políticas públicas están ausentes y más bien habría que apelar a la ley de la oferta y la demanda para protegerse de los empresarios inescrupulosos. “Si no te defendés vos no te defiende nadie”, aseguró, haciendo toda una confesión de parte de quien dirige la política económica del Estado.
Hay que recordar que distintas ramas del mercado fundamentales para las compras de millones de argentinos y argentinas presentan un fuerte grado de concentración. En ellas rigen oligopolios, es decir, una situación en la que son pocos los actores económicos que controlan ese mercado y por lo tanto están en perfectas condiciones de establecer los precios a su antojo. La política de la Secretaría de Comercio Interior, dirigida por Guillermo Moreno, se basó hasta ahora en este hecho para intentar controlar a través de una negociación personalizada con estos actores económicos sus precios. Algo parecido puede pensarse respecto de los servicios públicos y el transporte, que sin embargo en los últimos meses vienen mostrando un aumento controlado de precios.
Otro elemento de la inflación, usualmente menos mencionado, es el mercado inmobiliario. Los alquileres en las grandes ciudades de nuestro país se encuentran desregulados y en un área tan sensible de la economía de toda familia se pueden encontrar sin mucho esfuerzo abusos de todo tipo por parte de los dueños de las viviendas y de las inmobiliarias que se enriquecen haciendo el papel de intermediarias.
Por otro lado, considerando que la inflación es especialmente dañina en las mercancías de primera necesidad, como puede ser la ropa y los alimentos, se sobreentiende que sus principales víctimas son quienes están desempleados, trabajan en negro o sufren algún tipo de flexibilización laboral. Es que esa condición les impide beneficiarse de las negociaciones sindicales que años tras año intentan seguir el paso de la inflación. Además distintos planes sociales como el Argentina Trabaja no tienen prevista una fórmula de actualización automática que les permita evitar una pérdida sensible del poder de compra a sus beneficiarios.
Pero la Presidenta dijo algo más el viernes pasado. Aseguró que “está demostrado por el paso de la historia que obligar, acordar, esas cosas no sirven, es el propio usuario y consumidor el que tiene que hacer valer sus derechos”. Con lo cual puede pensarse sin forzar sus palabras que el incansable seguimiento de Moreno a los empresarios no tendría mucho sentido, ni mucho menos pensar una política estatal de control de precios más agresiva.
En la vereda de enfrente, distintos voceros de la derecha política reafirman por estos días una y otra vez los mitos de los economistas neoliberales según los cuales por un lado la inflación es el resultado de la emisión monetaria y por otro lado es la consecuencia de los pedidos salariales irracionales de los gremios en las paritarias. Ambas explicaciones, desde luego, no esclarecen que quienes aumentan los precios no son los trabajadores ni el Estado sino los empresarios. Que existe una lógica según la cual ante los aumentos salariales, es más rentable y seguro para el empresario aumentar los precios que invertir sus ganancias para ganar en productividad a través de la mejora del proceso de producción. Estos operadores políticos intentan presionar para forzar una fuerte devaluación del peso, de manera de transferir como en el 2002 una enorme masa de riqueza social desde la clase trabajadora hacia los grandes empresarios. El mismo Domingo Cavallo se atrevió a aconsejarle a la Presidenta que recurra al servicio de economistas con experiencia en los años 80 y 90 como Lavagna, Blejer o González Fraga.
Ante esta situación, si la política oficial no aspira a profundizar el accionar estatal y los economistas del establishment económico sólo quieren imponer planes antipopulares, se hace imprescindible pensar en el diseño de propuestas alternativas.
Junto con la actualización del monto de los planes sociales y el apoyo a los distintos gremios para alcanzar acuerdos beneficiosos para la clase trabajadora, la participación de las organizaciones sociales representa una solución en los barrios más humildes de nuestro país. ¿Por qué el Estado nacional no puede organizar una red de establecimientos que vendan productos de primera necesidad a los precios del Mercado Central? Así podría eliminarse la intermediación de los grandes formadores de precios y podría aprovecharse la capacidad de centenares de organizaciones sociales para ponerla en práctica. ¿Cuánto deberemos esperar para que los alquileres estén regulados por el Estado? ¿No es acaso la vivienda un área estructural de la economía argentina? Finalmente, es imprescindible proyectar una reforma tributaria. ¿Por qué no disminuir el IVA para los productos de primera necesidad estableciendo mayores impuestos para las grandes riquezas de la Argentina?