Por Florencia Prego*. A partir de la prisión domiciliaria que se le otorgara recientemente a un genocida, un análisis sobre la inequidad de un sistema que sigue siendo benevolente con dictadores e injusto con los presos políticos y militantes sociales.
Si hay algo que ya no puede sorprender es el accionar del Poder Judicial. Arrogándose un ejercicio absoluto, incuestionable y sacralizado, lo aplica de forma discrecional sobre criterios que pueden flexibilizarse de acuerdo con sus intereses (y los de su clase). Así fue como en estos días volvió a ser noticia una definición de la Corte Suprema de Justicia, que le otorgó el beneficio de la prisión domiciliaria al genocida Roque Pappalardo condenado a cárcel común por crímenes de lesa humanidad.
Su avanzada edad y un mínimo problema cardíaco fueron razones suficientes para que la CSJ diera el visto bueno, debido a que, según la Ley 24.660, los jueces pueden –sin obligación– conceder prisión domiciliaria a los detenidos mayores de 70 años, o que padecen una enfermedad incurable, o cuando la privación de la libertad les impide tratar su dolencia (también se extiende a las embarazadas, discapacitados y madres de menores de cinco años). Sin dar mayores explicaciones, sujetos a la Ley de Ejecución Penal, le otorgaron este privilegio, so pretexto de garantizar sus derechos individuales.
Los juicios por crímenes de lesa humanidad iniciados contra los genocidas sentaron un precedente histórico en la historia de nuestro país y de nuestra región: los responsables máximos de la última dictadura militar están siendo juzgados y condenados, en general, a reclusión perpetua en cárceles comunes. Pero su cercanía con los sectores del poder y la complicidad que aún les rinden miembros de la corporación judicial, conlleva a que puedan acceder a privilegios y beneficios, que morigeran una condena que no solo fue impartida por un Tribunal, sino por la sociedad civil misma.
Mientras tanto, observamos cómo desde los medios masivos de comunicación se busca construir consenso para (re)legitimar los derechos de los genocidas. Por ejemplo, el caso de los editoriales del diario La Nación, medio predilecto de los intelectuales orgánicos de la derecha, donde apelan a discursos que no hacen más que preparar el terreno para la revancha neoconservadora que algunos sectores de la sociedad ya comienzan a elucubrar con pretensiones de hacer tabla rasa del pasado.
Condenados de lesa humanidad: todo preso no es un preso “común”
El debate habilita una discusión de carácter filosófico respecto del crimen que cometieron los genocidas y al castigo que deben recibir por tratarse de crímenes de lesa humanidad. En Núremberg se juzgó a los nazis y se los condenó a la pena de muerte, mientras en otros casos (en otros países y en disímiles momentos históricos), los genocidas ni siquiera fueron condenados. El caso argentino tal vez sea el único en el que se recluyó a genocidas a cárceles pensadas para delitos comunes. Pero, ¿puede equiparse un crimen común con uno de lesa humanidad? ¿Pueden recibir el mismo tratamiento, estar sujetos a las mismas leyes y a los mismos estatutos?
El espíritu de la Ley de Ejecución penal busca emprender un proceso de “reinserción social” de los presos comunes. Aplicarlo de igual manera a los genocidas no hace más que consagrar su impunidad ¿O acaso creemos que tienen que estar sujetos a este proceso de “reinserción”? Las deudas con la sociedad son otras. Ni el más atroz de los crímenes comunes puede compararse con el genocidio; por lo tanto, ni las condenas ni las condiciones de cumplimiento pueden homologarse. La cárcel a los genocidas tiene que estar directamente relacionada con el castigo, y esto va en contra de la filosofía de la Ley 24660.
Lo que aquí se plantea no implica animalizarnos como ellos sí fueron capaces de hacerlo, pero sí que pueda pensarse en apelar a otras condiciones para su confinamiento. Es necesario atender la criminalidad intrínseca en la moral de estos sujetos. Imaginémonos que sucedería si se les comenzara a otorgar la prisión domiciliaria ¿Cuántos crímenes podrían organizar desde su casa sin ningún control? Baste como ejemplo concreto que Miguel Etchecolatz, como preso común, haya sido capaz de organizar la desaparición de Jorge Julio López desde un calabozo del Penal de Máxima Seguridad de Marcos Paz.
¿Y los presos políticos?
Por otro lado, tenemos el caso de Fernando Esteche y Raúl Lescano, presos políticos en plena democracia, juzgados y condenados a cuatro años de prisión por un escrache.
Uno de los jueces que compone el Tribunal Oral Federal N°3 que los condenó, es Guillermo Gordo, hijo del General Gordo (vaciador de SOMISA). Este juez se negó de manera recurrente a juzgar a los genocidas porque eran amigos de su padre. Es decir, mientras una o otra vez se excusó de juzgar crímenes de lesa humanidad, con sorprendente celeridad impuso una condena alevosa y se interesó por saber que las condiciones de detención a la que eran sometidos a Esteche y a Lescano fueran lo más estrictas posibles.
Cuando detuvieron a Raúl Boli Lescano, su estado de salud era más que delicado, por lo que la defensa solicitó al TOF N°3 que se le otorgara la prisión domiciliaria y el pedido fue negado. La negligencia y el ensañamiento de este Tribunal desembocaron en un ACV cuando ya se encontraba detenido en el penal de Ezeiza. Sin embargo, pese a la gravedad del cuadro, la “justicia” demoró tres meses en otorgarle la prisión domiciliaria.
Una por una se sortearon las innumerables trabas burocráticas del poder judicial, y aun así en algunos casos, con un discurso atravesado por una burda reminiscencia de la teoría de los dos demonios, solo que aggiornada a la situación política actual. Así, administradores del poder en su perverso discurso pretendían equiparar lo incomparable. Muy livianos en sus palabras, como si la historia no les pesara, argumentaban que la domiciliaria del Boli podía sentar precedente para que los genocidas accedieran a ella, en un claro acto de provocación y de subestimación ideológica. Esta prisión injusta e infame nada tiene que ver con la justa y necesaria condena a los genocidas en nuestro país; y posiblemente, así como nuestra libertad –la de los militantes sociales– está sujeta en última instancia a una decisión política, también lo esté la continuidad en prisión de los genocidas y el coto a la arbitrariedad judicial.
* Militante de Quebracho MPR