Por Juan Manuel Mannarino
Cuando se cumplen dos años de las inundaciones en las ciudades de La Plata, Ensenada y Berisso, en las que hubo por lo menos 89 muertos, un relato de uno de los miles inundados a los que el agua se les coló en la casa y en su vidas, para siempre.
El 2 de abril de 2013 marcó a La Plata para siempre: desde las muertes que no terminan de contarse nunca, los patrimonios destruidos (edificios, obras de arte, libros, etc.), una solidaridad inmensa que brotó a la par del agua y la firme convicción de sus habitantes (y los que miramos desde afuera) en no volver a creer en palabras (y acciones o inacciones) oficiales.
A dos años de aquel día, reproducimos un fragmento del relato “Dura el agua negra que sube”, que pertenece al libro Agua en la cabeza. La obra fue compuesta por un grupo de 60 escritores y dibujantes que decidieron transformar el espanto en arte.
“La vida después de la inundación es rápida y lenta. Hay, en realidad, dos vidas: la que llevabas antes, la que llevás después del agua. Y ninguna es la otra: se mezclan, se confunden. Es que, ahora, vivís una doble vida: es agotador, es excitante, es enloquecedor, es desconcertante.
Tirar, tirar, tirar. Todo el mundo te lo dice: para seguir viviendo, hay que tirar todo lo que el agua no arruinó. Te aferrás a lo poco que aún resiste: un sillón desvencijado, los libros y las libretas de anotaciones que están en terapia intensiva. Preferís derrochar el tiempo en abrirlos todos los días, página a página, hoja a hoja y dejar que el sol los seque. A la tardecita, los apilás en el living triste y vacío. Es una rutina que te inventás para no pensar en nada: sacar las cosas afuera, ventilarlas, abrir las ventanas, fregar las paredes con lavandina. Hay una sola lucha: la de ahuyentar el olor rancio a humedad.
La vida rápida: los días corren veloces, no te alcanzan las horas para reacomodarte, te abruma esa sensación de mudanza forzada porque eso es lo que ocurre: te estás mudando a un lugar del que nunca te fuiste. Y es horrible: te paseás como un fantasma por espacios sin brillo. Has perdido un estilo, una manera de estar en el mundo. La vida lenta: los días son pesados, pareciera que la inundación ocurrió hace mil años, te jode que los demás te pregunten cuándo vas a cortar el pasto, cuándo vas a arreglar las puertas, cuándo vas a hacer los trámites de los papeles que perdiste. Qué venga alguien del municipio a dar soluciones. Minga: nadie aparece. Querés dormir. Y querés dormir dejando que el caos se imponga a tu alrededor. No querés poner la casa bonita.
Te acechan las ruinas pero pensás: “es peor si me rajo a la mierda, tengo que romper un contrato y buscar otro lugar. No. Eso sería demoledor”. Soñás poco, pero cuando lo hacés hay veces que soñás con familiares que se ahogan, con que el agua sube a tu cama mientras dormís, con los ojos rasgados de tu perro. Te agarra insomnio: mirás el techo, pensás en que necesitás un viaje, deseás sentirte anónimo en otra parte. Hacer la plancha, flotar liviano en un mar, mirar el cielo limpio, oler a sal. Eso es lo que deseás. Estar tranquilo en el agua.
El polvillo del piso no desaparece. El olor a pescado podrido, tampoco.
Te vestís con ropa que te dieron otros, te amueblás y cocinás en vajillas que también te regalaron y no te gustan. Te sentís un topo que inverna de sí mismo en un limbo que aploma.
Aprendiste el manual del pequeño inundado. Un inundado debe (o debió o deberá): ventilar, limpiar, tirar; vivir en tránsito en otras casas; hacer el duelo de los objetos perdidos; visitar mecánicos, compañías de seguros; esperar la visita de electricistas, gasistas, plomeros; vacunarse; comerse colas de cuatro horas para pagar impuestos y tramitar certificados y préstamos; recibir indicaciones de expertos sobre cómo recuperar las cosas post temporal; odiar a las inmobiliarias y querer vengarse de los vecinos que no ayudaron; resignarse, al principio, a comer lo que te dan, que no pasa de los fideos, arroz, polenta y huevos; ver cómo crece la panza ante los hidratos de carbono digeridos; seguir tranquilizando a amigos y conocidos sobre que todo irá bien, que lo peor ya pasó; contentarse de que, como inundado, hay vecinos que te sonríen y que personas que no te conocen demasiado están dispuestas a ofrecerse por vos, o al menos eso es lo que dicen; rezar si el pronóstico anuncia tormentas; rajar del departamento cuando llueve; hacer memoria de quiénes se llevaron las cosas que no se arruinaron y tardar años en recuperarlas.
Y pasan las horas, los días, las semanas y los meses y hay algo que extrañás. Te gustaba ser un inundado: que el mundo pensara en vos, que te regalaran cosas. Te sentías un nene mimado. El centro del universo. Era una forma de escapar de la locura, de esa voz que un día te decía que te marches, que no vuelvas más, que todo irá peor: que te vayas a otro barrio, a otra ciudad, a otro país. Y otro día te decía que te quedes y te hagas amigo. Que permanezcas, que todo estará bien, que vendrán las mejores épocas.
***
A un año de la inundación, la certeza de seguir en el mismo lugar, en el mismo barrio y en la misma ciudad es un falso consuelo: la estabilidad se quebranta casi todas las semanas, porque así fue, es y será La Plata de acá al fin de los tiempos: una ciudad asquerosamente húmeda y tan grávida de agua. Tenés miedo de las tormentas fuertes. Bienvenido al clima tropical: inviernos que son veranos, rayos que caen en las casas, tornados que levantan autos, vientos huracanados que destruyen árboles. El cielo negro no trae lluvia: trae desasosiego. Si estás lejos de tu departamento, te mordés los labios y llamás a cuantos podés para saber si el agua no trepó a las veredas. Si estás cerca, te apresurás para llegar rápido, y una vez dentro te ponés los auriculares, no querés escuchar cómo suena, cómo fluye, cómo es.
Preguntás a tu nuevo vecino por qué se mudó a un lugar inundado. “¿Qué vamos a hacer, irnos a vivir a la luna?”, te dice, con los brazos cruzados, le volvés a preguntar, esta vez sobre qué sintió en la última tormenta, y después te das cuenta que hablás con otros vecinos para saber si están en calma, si los cuatro caños que colocó el fucking municipio en la esquina les dan seguridad. A nadie le dieron ningún subsidio de nada, ni el crédito con cómodas cuotas, y dicen que están endeudados. La respuesta es semejante: “Qué se yo, acá estamos”. Te parece mediocre. A vos te gusta el silencio del barrio, que esté alejado del centro, que tu departamento tenga patio con pasto pero nunca te gustaron tus vecinos tan cenicientos. Esta ciudad debería estar patas para arriba con lo que pasó: tanto muerto negado, tanto trauma, tanto dolor. Te da rabia, te da culpa, te da impotencia. ¿Dónde nos vamos a ir, flaco?
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Has ido a la playa, te has metido en el agua y volviste a sentir el placer de nadar. Pero con sólo ver dos relámpagos, hay un crujido que revuelve tu estómago.
Ese crujido te hace latir el ojo izquierdo. Y te da una leve taquicardia. Y no te da un ataque de pánico ni te hace llorar. Allí está, y lo respetás, lo acompañás, lo aliviás, le prestás atención. Como a un ser querido: sabrás que te seguirá, te abandonará o retornará.
Como una marca indeleble: la de los dos metros veinte de esa agua negra que nunca se borrará.