Por Federico Otero. A 71 años del lanzamiento de El Principito y a casi siete décadas de la desaparición física de Antoine de Saint-Exupéry, su novela insignia se ha convertido en una de las más populares de la historia. Reflexiones sobre el amor, la amistad, la belleza de lo simple y la conservación del niño interior.
Un piloto se encuentra a bordo de un avión en medio del desierto del Sahara cuando su nave sufre un desperfecto mecánico. Sin tripulantes ni pasajeros, desciende y se dispone a solucionar el inconveniente. Con una pequeña reserva de agua para sólo ocho días, de repente se le aparece un pequeño príncipe de rizos dorados y suave sonrisa, que dice venir de un planeta muy lejano. Es el principito.
El niño le cuenta su travesía desde su asteroide B 612 hasta la Tierra, descubriendo y nutriéndose -nutriéndonos- de valiosas enseñanzas y reflexiones sobre temas profundos: el amor, la amistad, la belleza de lo simple, la arrogancia, los miedos. Durante el viaje se va topando con personajes de lo más extraños y estereotipados, cada cual inmerso en su propio ecosistema.
La inocencia del principito en su relato nos ofrece ver las cosas a través de una lupa: se desnudan los sentimientos más puros y se pone en jaque a la rutina, la autoridad y la avaricia de los adultos. Vemos una sensible valoración hacia determinados parámetros románticos, a los que se pretende rescatar como esenciales para poder ser. Ser humano.
Se exploran otros planos además del emocional, se puede leer entre líneas una crítica a la moral y a las pautas de conducta contemporáneas. “Tengo serias razones para creer que el planeta de donde venía el principito es el asteroide B 612. Este asteroide sólo ha sido visto una vez con el telescopio, en 1909, por un astrónomo turco. El astrónomo hizo, entonces, una gran demostración de su descubrimiento en un Congreso Internacional de Astronomía. Pero nadie le creyó por culpa de su vestido. Las personas grandes son así. Felizmente para la reputación del asteroide B 612, un dictador turco obligó a su pueblo, bajo pena de muerte, a vestirse a la europea. El astrónomo repitió su demostración en 1920, con un traje muy elegante. Y esta vez todo el mundo compartió su opinión”. Cuánta razón en tan simples palabras.
Antoine de Saint-Exúpery fue un piloto francés que en su corta vida recorrió el mundo trabajando como distribuidor de correo aeropostal. Vivió en nuestro país algunos años y escribió otras novelas como “Tierra de Hombres”, que le valió el premio de novela de la Academia Francesa. Quizá por haber vivido las dos guerras mundiales -fue piloto de la fuerza aérea francesa durante la Segunda Guerra Mundial, donde efectuó vuelos de reconocimiento- y haber tenido de cerca el dolor y el sufrimiento, se dotó de la emocionalidad y la sensatez que más adelante plasmaría en sus escritos.
Antes de desaparecer físicamente en un trágico y misterioso accidente allá por julio de 1944, nos dejó esta obra magnífica que resalta las principales cualidades del ser humano. Con el paso del tiempo se convirtió en una de las novelas más leídas de la historia, usada en nuestras escuelas como material de lectura.
Por más infantil que parezca, esta novela merece que hagamos el intento de releerla y redescubrirla luego de pasados los años. Las palabras nos van pidiendo pausas. Es necesario sentarse y contemplarla, hacerla fluir por nuestra sangre. Tal vez así podamos entender que somos el fiel reflejo de lo que solíamos ser en nuestra infancia. La carrera desesperada por adaptarnos al sistema de reglas que nos impone la sociedad en la que vivimos nos hace olvidarnos de lo esencial, que como bien decía el zorro, es invisible a los ojos. El tiempo es la mejor arma para poder comprender aquello que somos. Y de vez en cuando es necesario renunciar a la razón, volver a descubrir el mundo como cuando éramos chicos, vivir en ese estado de romance con lo real, mezclado con nuestras fantasías internas.
Los chicos no conocen la mentira, no conocen el engaño, no sufren la culpa. Sus relaciones son puras, perciben el mundo desde los sentimientos. Si imaginamos por un instante que todos fuésemos niños, ¿seguirán existiendo las guerras y todos los males que nos rodean hoy?. Será, en definitiva, que para transformar la realidad hay que comenzar transformando el interior de uno mismo, y que la liberación empieza por volver a descubrir la belleza de lo simple, el amor puesto en las pequeñas cosas. El amor como eje de todo movimiento, de todo impulso.
Sobre el final de la novela puede verse la pérdida de una amistad, y en la distancia, la valoración. Pero también deja otro mensaje: la partida del principito tal vez refleje el final de la infancia. Será entonces el momento de rescatar a nuestro niño interior.