Por Ezequiel Adamovsky*. Cuarta entrega de los fragmentos de historia popular que Marcha publica un viernes al mes.
El proyecto de insertar al país más profundamente en el capitalismo internacional, implementado por las clases dominantes argentinas en el último tercio del siglo XIX, generó cambios muy profundos en la sociedad argentina que, contrariamente a lo que suele afirmarse, no condujeron a un mayor igualitarismo. Aunque en algunos aspectos efectivamente hubo un mayor bienestar, en esos años una porción mucho mayor de la población perdió la posibilidad del trabajo autónomo y debió someterse al régimen salarial. Además, la brecha entre ricos y pobres creció de manera espectacular, y la desigualdad regional se hizo más notoria.
La gran transformación operada en estos años también produjo un dramático cambio en el modo en que la sociedad se relacionaba con el medioambiente. La profundización del capitalismo significó que más y más tipos de bienes se volvieron bienes comercializables. La mayor avidez de los empresarios en la búsqueda de ganancias hizo que se consumieran cantidades crecientes de diferentes tipos de materias primas y recursos naturales. La naturaleza se volvió terreno abierto para la depredación descontrolada y vertedero de los desechos y la polución que las nuevas actividades producían. El deterioro del medioambiente pronto se hizo notar; en pocos años se evidenciaron efectos incomparablemente más dañinos que los que habían tenido las actividades económicas de los habitantes en todos los siglos precedentes. Pero además, en la nueva manera de relacionarse con el medioambiente los más ricos utilizaban los recursos de todos para su propio enriquecimiento, mientras que los más pobres debieron sufrir las peores consecuencias de la estela de contaminación y depredación que dejaban a su paso. El mito de la “modernización” no toma en cuenta esta forma de desigualdad, ni las consecuencias en el mediano y largo plazo del deterioro ambiental.
El daño al medioambiente se notó tanto en el espacio rural como en el urbano y en ambos golpeó especialmente en la vida de las clases populares. La nueva escala en que se devastó la naturaleza tuvo uno de sus primeros ejemplos en la deforestación masiva. Las ciudades y poblados siempre habían necesitado madera. Pero, desde la década de 1860, la profundización del capitalismo multiplicó enormemente esta demanda. De pronto se requirieron millones de durmientes para las vías de los ferrocarriles y millones de postes para alambrados y corrales en la pampa húmeda, para los viñedos de Mendoza y San Juan y para otros sitios. Las nuevas calderas y máquinas de vapor demandaron más madera y la construcción otro tanto. Para abastecer toda esta demanda se recurrió a la tala indiscriminada de bosques centenarios sin el acompañamiento de ninguna política de reforestación. La zona que primero y más profundamente sufrió los efectos fue la de Santiago del Estero. Los maravillosos quebrachales de su lado occidental fueron devastados hasta transformar en un desierto lo que antes era un espeso bosque. En sólo nueve años, entre 1906 y 1915, salieron de allí 20.700.000 durmientes para el ferrocarril, lo que significó la pérdida de tres cuartas partes de lo que quedaba de forestas en la provincia. Terminado el saqueo de los bosques, las empresas se retiraban a otras zonas a seguir con su negocio, dejando tierra arrasada a sus espaldas. La actividad forestal masiva fue un desastre para la vida de los santiagueños, especialmente los de las clases populares. Los poblados más antiguos, que habían quedado marginados del trazo del ferrocarril y de los beneficios del negocio de la madera, quedaron aislados y fueron decayendo. Los campesinos y pastores, que dependían del mantenimiento de un delicado equilibrio entre el uso del bosque y la ganadería intensiva, se vieron acorralados. Además, el avance de los obrajes a lo largo de las líneas del tren dejaba nuevos poblados precarios ubicados en lugares con escaso acceso al agua, que languidecían una vez que las empresas se retiraban, llevándose las oportunidades laborales a otra parte y dejando a cambio sólo tierra yerma. Desde entonces, la emigración a otras provincias fue el destino obligado para miles de santiagueños empobrecidos. Ellos fueron quizás las primeras víctimas de la tala indiscriminada, pero no las últimas. En esos años grandes empresas multinacionales depredaron también los bosques del norte de Santa Fe, de la zona este y centro del Chaco y de Formosa, con idénticos resultados. Catamarca y La Rioja padecieron asimismo rápidos procesos de deforestación.
En este período también el espacio urbano sufrió la agresión al medioambiente. En las ciudades de mayor crecimiento, sede de la naciente industria, se manifestó en el creciente envenenamiento del aire y el agua. En Buenos Aires se notó desde épocas más tempranas. Desde comienzos del siglo XIX varias empresas dedicadas a la exportación de carne salada, al curtido de cueros o a la fabricación de velas tiraban sus desperdicios al Riachuelo. Sus aguas adquirieron ya desde entonces el olor nauseabundo que todavía hoy tienen. Pero el problema no hizo sino empeorar. A partir de la década de 1860 el vertido de sustancias químicas, como el arsénico, sumado al de los desperdicios orgánicos tradicionales, acabaron rápidamente con los peces de ese río. El problema se agravó a partir de la instalación de nuevos tipos de empresas, como las tintorerías industriales, las metalúrgicas y los frigoríficos. Hacia fines del siglo la contaminación se expandió a otros ríos, como el Reconquista, el Luján, el Tigre. La nueva oleada industrializadora de los años veinte multiplicó el efecto del envenenamiento de las aguas por metales pesados y petróleo. La polución del aire siguió un recorrido similar, de la mano de las chimeneas industriales alimentadas a leña y carbón primero y a petróleo después. El uso de motores eléctricos alivió en algo la situación desde 1930, pero esta mejoría fue pronto compensada por la expansión de los humos del transporte automotor. Como había sido el caso con la deforestación, fueron los más pobres los que cargaron con los peores efectos del envenenamiento del aire y de los ríos, precisamente porque vivían en zonas industriales o porque levantaban viviendas precarias en el único lugar del que nadie tenía interés de expulsarlos: a la vera de ríos contaminados, donde la tierra no tenía ningún valor. En estos años, en fin, se instaló en Argentina un modo propiamente capitalista de relacionarse con el medioambiente: el que permite la apropiación privada de los recursos naturales que pertenecen a todos –sea directamente para comercializarlos o indirectamente al no pagar ningún costo por deteriorarlos– y transfiere a los sectores más bajos las peores consecuencias. Desde entonces este patrón no hizo sino profundizarse.
* Ezequiel Adamovsky es historiador de la Universidad de Buenos Aires. Fragmento del libro Historia de las clases populares en la Argentina: desde 1880 hasta 2003, Buenos Aires, Sudamericana, 2012, ha sido seleccionado por el autor especialmente para Marcha. (NB: Los datos de este artículo provienen de investigaciones de Antonio E. Brailovsky y Dina Foguelman y Adrían Zarrilli).