Por Ezequiel Adamovsky. Primera de una serie de entregas sobre la historia argentina que Marcha publicará una vez por mes.
Como parte del proyecto de incluir más estrechamente ala Argentina en el mercado internacional como proveedora de materias primas, la élite dirigente del último tercio del siglo XIX sometió al país a una serie de reformas muy profundas. Entre las más dramáticas estuvo el cambio violento en la composición demográfica de la población. Al tiempo que se abrió las puertas a una masiva inmigración europea, el discurso oficial convocó a una guerra de la “civilización” contra la “barbarie”, por la que en pocos años se desplazó a los pueblos originarios -considerados “razas inferiores” e incapaces de progresar- de las tierras que aún controlaban y se los forzó a integrarse a la sociedad argentina o desaparecer.
Luego del éxito militar de esta campaña y del ingreso de millones de inmigrantes europeos, desde las clases letradas se propuso un nuevo mito fundante, que apuntaba a homogeneizar lo que por entonces todavía era una multitud popular enormemente heterogénea. Un Estado nacional que funcionara requería un “pueblo” que se sintiera parte de la misma nación. Con ese fin se difundió uno de los grandes mitos de la historia argentina: el del “crisol de razas”. La imagen sugería que todos los grupos étnicos que habitaban la Argentina, viejos y nuevos, se habían ya fusionado y habían generado una “raza argentina” homogénea. Esta idea no ponía fin al agresivo racismo del siglo XIX, que por el contrario continuó de manera velada. Es que la idea del crisol incluía una jerarquía racial oculta. Se argumentaba que todas las “razas” se habían fundido en una sola, pero al mismo tiempo se sostenía que esa fusión había dado como resultado una nueva que era blanca-europea. Sea minimizando la presencia inicial de los mestizos, negros, mulatos o indios, sea afirmando que todos ellos habían desaparecido inundados por la inmigración, se daba a entender que el argentino era blanco-europeo. Un permanente “patrullaje cultural” funcionó desde entonces para borrar cualquier presencia que pudiera refutar o amenazar la consistencia de esa imagen de una Argentina blanca-europea. Tal patrullaje no estuvo sólo en manos del Estado: mediante la intimidación, las burlas, la distorsión o incluso la violencia, también los habitantes comunes participaron en él.
Como consecuencia de esa presión, de hecho, la comunidad afroporteña pronto se volvería invisible. Una creencia muy extendida supone que los negros, que hasta entonces eran muy numerosos, “desaparecieron” en Buenos Aires como consecuencia de su participación como carne de cañón en la Guerra del Paraguay (1864-1870) y de la epidemia de fiebre amarilla que los diezmó en 1871. Pero esto es falso: aunque muchos perecieron por ambas causas, en la década de 1880 la comunidad afroporteña todavía sumaba unas 7000 personas y mantenía una intensa vida cultural y social. Editaban varios periódicos propios, animaban diversas asociaciones mutuales, educativas y de esparcimiento y se defendían vigorosamente de las formas de discriminación que sufrían. Sin embargo, el creciente “patrullaje cultural” y la presión para imponer la idea de una nación blanca-europea afectaron profundamente la vida comunitaria. Desde fines de la década de 1870 se desató un fuerte debate entre sus principales referentes. Para todos ellos estaba claro que los negros debían participar de la nación que se estaba construyendo y de las oportunidades de progreso social que se abrían. Pero ¿cómo integrarse? ¿Había que hacerlo reivindicándose como un grupo diferente y particular por su color y su cultura, pero con el mismo derecho que cualquier otro a ser reconocido como parte de la nación? ¿O por el contrario convenía dejar de lado cualquier diferenciación para exigir como individuos, en cambio, los mismos derechos ciudadanos que la ley aseguraba a todos los demás? La respuesta no era sencilla. La primera postura significaba un desafío abierto a la idea de nación “europea” que las élites venían planteando. El riesgo era inmenso, ya que conllevaba la posibilidad de perder los vínculos políticos que la colectividad afro tenía con personas de la clase alta, fundamentales para protegerse cuando eran agredidos. Además, plantarse como una “raza” aparte podía complicar las relaciones con los otros pobres que poblaban la ciudad, los inmigrantes, con los que tenían un trato cotidiano y muy cercano. Por otro lado, ya que la ley argentina no hacía diferencias de color ¿para qué plantearlas desde la propia comunidad? ¿No se volvería eso en contra de los propios negros?
En este debate terminaron predominando los que proponían la asimilación. Desde las páginas de varios de los periódicos afroporteños los principales referentes de la comunidad insistieron para que los negros adoptaran las pautas de conducta y la cultura consideradas “civilizadas”, burlándose y criticando severamente a los que no estaban a la altura del desafío. La colectividad debía “regenerarse” y abrazar la “modernidad” y el espíritu de progreso: ese era el llamado de la hora. Todo lo que remitiera a la herencia africana debía ser abandonado: ya no había lugar para las antiguas hermandades de “naciones” y para las celebraciones tradicionales. La vestimenta debía estar a tono con las modas generales y los modales debían refinarse. En lugar del candombe, exigían que sólo se bailaran y tocaran músicas de origen europeo, como valses, polcas y mazurcas. Los tambores debían reemplazarse por instrumentos más “respetables”, como las guitarras, violines o clarinetes.
Así, luego de 1880, buscando el camino más conveniente para asegurar el bienestar de los suyos, los principales referentes afroporteños terminaron funcionando como canales de difusión de los mandatos de la élite y colaborando ellos mismos en el patrullaje cultural. Renegar de la “raza”, hacer que el color se olvide, disimular todo rasgo particular para ser aceptados en la nación: ese era el camino que parecía el más conveniente y buena parte de la comunidad afroporteña lo abrazó en estos años (especialmente los que por su piel menos oscura o por su condición económica podían aprovecharlo mejor). Los referentes de la propia colectividad colaboraron así activamente en el proceso que los terminó invisibilizando.
Algunos se resistieron: en su momento se hicieron oír protestas contra la dirección que estaba asumiendo la vida comunitaria e incluso hubo ataques a pedradas contra los negros que se atrevían a usar galeras u otras prendas típicas del vestir de los blancos. Hoy sabemos que muchas familias conservaron en privado durante décadas, casi clandestinamente, algunas prácticas religiosas o culturales de raíz africana. Pero como esto sólo era posible fuera de la vista pública, para comienzos del nuevo siglo se volvió algo de sentido común afirmar que en Argentina ya no había negros.
De este modo, las transformaciones que impulsó la élite no sólo modificaron profundamente el aspecto demográfico de la población y las relaciones entre los diversos grupos étnicos, sino también la visibilidad que cada uno tenía.
(Fragmento del libro Historia de las clases populares en la Argentina: desde 1880 hasta 2003, Buenos Aires, Sudamericana, 2012)