Por Mariana Komiseroff. Marcha se acercó hasta el Teatro Payró para observar la puesta de El Pelícano, dirigida por Gabriel Molinelli y Bernardo Forteza. El rol maternal en discusión.
El pelícano es una obra de teatro sueca escrita en 1907 por August Strindberg. Su título hace referencia de manera irónica a la leyenda que dice que el ave alimenta a sus crías con su propia sangre.
La acción transcurre en la sala principal de la casa durante y después del velorio del padre de la familia. Los intereses de todos los involucrados se harán visibles a través de esta ausencia representada con un cuadro del difunto observándolos.
La escenografía y el vestuario, a cargo de Cristina Tavano y los directores, da cuenta del estatus social de la familia venida a menos. Elisa, la madre (representada por Graciela Bonomi en esta puesta de Gabriel Molinelli y Bernardo Fortaleza), es una mujer que rompe con la idea social de considerar la maternidad amorosa, que es una conducta compleja y elaborada, como condición natural femenina por excelencia. Se tiende a aferrarse al campo de lo biológico y con esto se justifica el absurdo de que las conductas de las mujeres están dictadas por principios inmutables.
Elizabeth Bandinter en 1980 realizó un estudio respecto de este tema que podría acotarse de esta manera: la separación del hogar del lugar de trabajo que se da en el período de industrialización genera una división mucho más clara de lo público y lo privado. La nueva dinámica familiar trae la necesidad de que las mujeres garanticen la educación de sus hijos y se las confina al ámbito privado, (siendo solo el trabajo en el ámbito público, realizado por los hombres, considerado socialmente como trabajo).
En este contexto se necesita la construcción de la ficción: el instinto materno. Como dice Norma Ferro, “el instinto maternal es una expresión de dominación que cobra incidencia en el psiquismo, pero es solo un mito”. Los discursos médicos y científicos van a reforzar el vínculo entre madre e hijo, postulando a la lactancia como alimento nutricional básico y la consiguiente condena social al uso de nodrizas para el amamantamiento. En El pelícano el calor y la comida son responsabilidades que los hijos, tanto Gerda (Laura Sardin) como Fredik (Andrés Gorostiaga) le reclaman a la madre, aún siendo adultos. Estos datos históricos están implícitos en las dinámicas familiares y sirven para pensar que para Elisa en El pelícano la única rebelión posible es doméstica.
La muerte del padre, como todas las muertes, produce urgencia; todo debe resolverse rápido cuando la irreversibilidad del asunto demuestra el absurdo de esta necesidad. El personaje tácito del padre recordado por todos es presentado como un marido inconsistente víctima de la ambición de su esposa. Una reestructuración se hace necesaria, no solo por las evidentes cuestiones económicas, ya que el que muere es el principal generador de ingresos, sino también porque quedan al descubierto los valores que sostienen los vínculos. Como si el fallecido, antes de perecer, aun siendo enfermo, terminal sostuviera los invisibles hilos de un status quo que también agoniza.
A partir de esta muerte, a los personajes se les hace imposible seguir sosteniendo la idea -“uno no puede ir contra la madre, la madre es sagrada”- que viene persuadiéndolos, sobre todo a la hija mujer, de revelarse contra los abusos. Por las fisuras de la creencia en la ficción del instinto materno, se cuela la evidencia: no toda mujer es madre, ni toda madre es amorosa por naturaleza.
El Pelícano puede observarse todos los viernes a las 21:00 horas en el Teatro Payró (San Martín 766, C.A.B.A.)