Por Mariano Pacheco*. Beto y Adriana duermen abrazados en su humilde casilla situada en una barriada popular del distrito de Lanús. Son las cuatro de la madrugada del 31 de marzo de 1977.
Afuera, en las calles y avenidas del distrito de Lanús, los oscuros Ford-Falcon, sin patente, van y vienen en busca del “enemigo de la patria”.
Hace cuatro horas que Adriana Lidia Kornblihtt (La Turca, para sus compañeros de militancia;La Petisa Pelirroja, para su hermana Laura) dejó atrás sus dorados quince años. Es temprano. Tiene sueño y hace frío. Es su cumpleaños y le da fiaca levantarse. Mira a su compañero dormir y le dan ganas de quedarse. Pero se levanta. Sabe que ha elegido una vida que tiene, entre otros obstáculos, tener que levantarse cuando tiene ganas de quedarse haciendo fiaca. De acurrucarse. De no salir a la fría noche. Pero se viste, le da un beso a Beto y parte. Porque el país, como está –piensa– niega cualquier posibilidad de proyectarse, de proyectar la vida.
A las 4.30 de la madrugada Adriana sube a un automóvil en el que se traslada junto con dos muchachos. Son jóvenes, aunque no tan jóvenes como ella. Los tres son militantes y juntos, conforman un Pelotón de Combate del Ejército Montonero. Adri está comenzando su cumpleaños número dieciséis, pero hace un año que es soldado. Antes estaba enla Uniónde estudiantes secundarios,la UES. Erauna militante de superficie, como se decía en la jerga. Pero ahora es parte dela Estructura Militar.
Alrededor de las cinco de la madrugada se acercan a la comisaría de Monte Chingolo. Afuera no hay nadie. La operación era sencilla: colocar en el lugar un caño (un artefacto explosivo casero), y luego partir. Se hacen con frecuencia esas operaciones: es una forma de demostrar que los Montoneros estamos acá, luchando, piensan Adriana, Beto y sus compañeros. Una forma de no rendirse, de no aflojar. Porque si hay algo que está claro para ellos es que no están dispuestos a bajar los brazos. Hay que soportar los golpes resistiendo –dicen con frecuencia–. Como ya se hizo durante la resistencia peronista…
Una hora más tarde, tras una pesadilla, Beto se despierta. Adriana debería haber llegado ya, piensa. Y trata de olvidar aquél sueño espantoso, en el cual él está sentado en la mesa, sirviéndose un vaso de soda y, de repente, ve como el sifón le estalla en su mano izquierda. Y entonces, con la mano derecha, comienza a sacarse los pedazos de vidrio, que se han esparcido por sus dos brazos, su pecho y su cara. Asustado, al despertar, se seca el sudor de la frente, mira el reloj y se vuelve a dormir.
Horas después, ya completamente despierto y fuera de sí, Beto no puede dejar de mirar el reloj. Está desesperado, porque Adriana debió haber vuelto a la casa, para vestirse e irse a trabajar. Pero no ha regresado. Ansioso, Beto no puede dejar de mirar por la ventana, obsesivamente. Cada tanto, sólo cada tanto, mira su reloj. Así llega a las ocho de la mañana. Es el tope horario. Debe dar por asumida la emergencia y retirarse.
La operación era sencilla, se dice a sí mismo. Todo había quedado claramente planificado en la noche del 30, cuando realizaron la última reunión. Un compañero iría como chofer del automóvil; el responsable permanecería junto al auto, atento y preparado para disparar su pistola9 mm, si es que algún policía aparecía de improviso. Adriana colocaría el explosivo… Nada complicado. Entonces: ¿qué ha salido mal?
A las 5.30 horas, como habían previsto, llegaron a la comisaría. Afuera no hay nadie. El chofer mantiene el coche encendido, listo para escapar. El responsable da la orden. Adriana debe activar el caño y regresar al automóvil, para volver a su casa, darle un beso a Beto, cambiarse y entrar a la textil en la que trabaja. Luego, ir a la casa de sus padres a cenar, a festejar sus 16 años y brindar por eso; por el laburo que está por salirle a su compañero; por el hijo que esperan tener de acá a no mucho tiempo; por sus hermanas Laura y Vicky, su cuñado Esteban y sus “sobris” Este y Pauli, que brindarán por ella desde el viejo continente; por sus padres, que esperan que pronto se concrete el casamiento; por los muertos, que ya no pueden brindar y por los presos, que aguantan desde las cárceles el inhumano trato que reciben de sus verdugos; por la victoria, por supuesto, que finalmente, más temprano que tarde, piensan, tiene que llegar.
Pero algo, definitivamente, ha salido mal. Ni bien el responsable de la operación escucha una explosión, comienza a disparar sobre la comisaría. Luego se acerca para ver qué es lo ha pasado. Se da cuenta de que la bomba estalló en manos de Adriana, pero su cuerpo no está. Sólo los restos de su ropa.
Beto se entera a las nueve de la mañana y no lo puede creer. Sigue mirando por la ventana, esperando que Adriana llegue. Quiere decirle feliz cumpleaños, darle un abrazo y marcharse con ella a la casa de sus suegros. Quiere que llegue para irse a cenar y festejar.
***
Tras la muerte de Adriana, Beto no quiso abandonar la casa. Contra todas las medidas de seguridad necesarias en tiempos tan difíciles, como los de aquellos días, se quedó viviendo en el lugar. Lo último que se supo de su vida fue por la carta que, el 30 de julio del 1977, les escribió a sus cuñadas, que se encontraban exiliadas en Europa:
“Las cosas andan bastante bien -cuenta- pero ‘la calle’ está dura; en la empresa [se refiere a Montoneros] estoy laburando con los fierros [el aparato militar de la organización]”.
Y continúa:
“Una de las preguntas [que sus cuñados le hacen en una carta anterior] es si recuerdo algo; si es por la casa, no perdí nada; ni siquiera me levanté [irse a otro sitio] y recién ahora me mudo, si Dios quiere…”.
Parece que el Buen Dios no lo quiso, porque al poco tiempo, un Grupo de Tareas dio con su domicilio. Beto fue secuestrado y nunca más se supo nada de él.
***
Los restos de Adriana fueron encontrados por el Equipo de Antropología Forense en diciembre de 2004. Los hallaron como NN, en una fosa común, en el Cementerio de Avellaneda. Fueron inhumados el viernes 18 de marzo de 2005, en el Cementerio dela Chacarita.
Sus padres no llegaron a verlo. Sus antiguos compañeros de estudio y militancia, sí. Entre ellos estaba su amiga Laura Giussani, a quien, de repente, la asaltó el recuerdo de Adriana lanzando uno de esos escupitajos impresionantes que largaba. Escupidas que nadie sabía dónde había aprendido, pero que iban más lejos que las de cualquiera. Habían pasado casi tres décadas y la cara de Adriana se le aparecía igual que antaño: frunciendo los labios, tomando aire, y escupiendo a más de un metro de largo. Bruta, varonil y con una sonrisa amplia y divina.
(*) Relato que integra la serie Montoneros Silvestres, 8 entregas que Marcha publicará el tercer martes de cada mes.