Por Cristian Delicia. En el marco de la semana conmemorativa por los diez años del 2001, Marcha entrevistó a Rodolfo Gonzalez Arzac, periodista y escritor de “La Rabia (y todo lo que vino después)”, su nuevo libro, donde relata los últimos diez años del país a través de historias de personas que fueron protagonistas de aquellos días.
– Este es tu segundo libro, el primero (Adentro) abordaba las problemáticas del campo, y este toca un tema totalmente diferente ¿qué fue lo que te motivó a escribir sobre los movimientos sociales?
– La idea del libro se apareció, en un principio, con las ganas de contar las historias de tres chicos que habían terminado con una bala en el cuerpo durante la represión de 2001. ¿Qué había pasado con ellos? ¿Cómo habían llevado durante estos diez años esa carga, ese proyectil, la certeza de que alguien los había querido asesinar? Y enseguida apareció la segunda intención: contar también las historias militantes, las de los que habían puesto el cuerpo y más, los que habían intentado durante los días de derrumbe que el país volviera a la superficie con otra fisonomía: la de la igualdad. Ahí surgieron los movimientos sociales y sus alrededores. Pero en el primer libro, “Adentro”, también estaban, se había presentado como necesario contar a los movimientos campesinos y las peleas por la tierra y por otro modelo económico.
– Los movimientos sociales han hecho un largo camino desde aquellos agitados días de 2001, una década después, ¿cuáles son las grandes diferencias que encontrás en cuanto a la construcción política de estos espacios?
– La primera diferencia que surge es que ya no están todos en la vereda de enfrente del gobierno. El duhaldismo primero -con su diálogo social- y el kirchnerismo después -con su capacidad de absorción- consiguieron que buena parte de los movimientos sociales sean hoy oficialistas. La segunda gran diferencia, me parece, es en el cotidiano: antes se pedía por comida, ahora por trabajo, por apoyo a cooperativas, por planes sociales más consistentes (con todas sus falencias de falta de actualización y carencia de obra social, por ejemplo). La tercera diferencia, se me ocurre, se ve mejor en los movimientos sociales que no forman parte de la estructura de apoyo del gobierno. Antes, se descontaba que estaban a la izquierda del gobierno. Ahora, se ven obligados a dar la batalla discursiva. Porque el kirchnerismo juega a que a la izquierda del gobierno no hay nada. Por último, me parece también que hay un crecimiento de las organizaciones, en desmedro del horizontalismo extremo. Se reivindica lo horizontal, pero con la certeza de que tiene que ser una horizontalidad coordinada y organizada porque, de lo contrario, el camino se hace cuesta arriba.
Una costurera de la fabrica recuperada Brukman, un gremialista de los subterráneos porteños, piqueteros sin partido, motoqueros sindicalizados y hasta el recientemente fallecido Ivan Heyn (subsecretario de Comercio Exterior argentino), son sólo algunas de las personas que contando sus historias nos invita a recorrer la última década, desde el estallido social que tuvo como epicentro el primer fin de año del siglo XXI.Dejando un saldo de 36 muertos, centenares de heridos y miles de presos, el transcurso de estos diez años ha tenido como testigo silenciosa a la injusticia. Casi todos los involucrados en la represión llevada a cabo los días anteriores y posteriories a las emblemáticas jornadas del 19 y 20 de diciembre, siguen libres y no hay fecha de juicio oral hasta el momento de esta entrevista. Varios de los heridos que recibieron impactos de bala de plomo en el cuerpo aun sufren las secuelas de aquellos hechos traumaticos, en parte y a partir de eso, el libro “La Rabia…” nos cuenta como han vivido estas personas durante estos diez años.
– En el libro contas pasajes de vida de varias personas, cual fue la que mas te hizo reflexionar?
– No es que haya habido una historia en particular que me haya hecho reflexionar más. Más bien, creo que todas me obligaron a pensar. Los chicos que todavía conviven con las balas de los represores en sus cuerpos me conmovieron: es extremadamente difícil vivir sabiendo que te quisieron matar, que lo que tenés en tu cuerpo puede traerte consecuencias, que, por si fuera poco, todavía, diez años después, no se hizo el juicio oral para condenar a los culpables. La historia de Pablo Ferreyra, su hermandad con Mariano, sus diferencias en torno a la militancia en la izquierda partidaria, el cariño sobre todo, me conmovieron. Me pusieron los pelos de punta los relatos de Leo y Alberto (hermano y papá de Darío Santillán) y también el de Pablo Solana, referente del MTD (y hermano de la militancia de Darío). Pero también me alucinó escucharlo a Beto Pianelli contar la pelea de los trabajadores del subte o al oficial de cuentas del HSBC que entra en crisis con su trabajo, larga todo y se reinventa en un trabajo más acorde a su pensamiento. O a Lidia Quinteros, la coordinadora del Tren Blanco, que ahora tiene una pequeña cooperativa recicladora en el Ceamse y me decía que extraña el carrito y la calle, que ahí a veces encontraba zapatillas o zapatos o un buzo, que todavía se podían usar. La paradoja de Juan Pablo Baylac, de vocero a abandonado a su suerte, también me hizo pensar. El regreso de Luis Zamora de la popularidad a la indiferencia de los votantes también. Y así. El libro me obligó a pensar. Fueron muchas noches conversando sobre eso. Alucinado. Triste, muchas veces. Contento, otras. Pero sumergido en las historias.
– Por último, luego de diez años, que quedo de aquellas jornadas de conciencia popular en donde todo se debatía en las plazas y las asambleas vecinales parecian la unica correa de transmision de los pensamientos del pueblo?
– Creo que las marchas, el grito, la movilización, sirvieron para marcar una agenda pública. Y que esos días, además, fueron para muchos una inflexión: la decisión de querer participar y hacerse escuchar. Me parece que en diciembre de 2001 todo parecía definirse en el tablero lejano de la política con la disputa entre radicales y peronistas, y los grandes grupos haciendo tambalear al gobierno. Y en ese momento el pueblo se hizo escuchar, construyó poder para decir y dijo. Tal vez, hoy, la política volvió a carriles tradicionales. Pero tan cierto como eso es que hablamos más de política, metemos más la nariz donde no nos dejan y, en muchos casos, avanzamos en debates importantes acerca de la necesidad de un cambio social hacia una igualdad entera. Tal vez, el germen de aquellas plazas y asalmbleas se vea más claro en las experiencias asamblearias en muchísimos pueblos del interior que pelean contra la megaminería o contra la contaminación. Son muchísimas y marcan, también, un camino potente.
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LA RABIA (Y todo lo que vino después)
Rodolfo González Arzac
2001-2011 / 10 años / 26 historias
Editorial Sudamericana
Fragmento del capítulo 1 – Veintiséis maneras de vivir la rabia:
En la boletería de la estación San José, en la línea E del subterráneo, el paisaje era como el de todos los miércoles por la noche: sereno. Salvo por el teléfono, que sonaba sin parar. Roberto Pianelli atendía, escuchaba unos segundos y cortaba. Siempre le decían lo mismo: que había quilombo arriba. Las llamadas venían de las estaciones más diversas de la red, a veces de lejos, a veces de cerca. Beto, el pelo corto, los ojos verdes, la estatura mediana, esperó que terminara su turno, salió a la calle y caminó por la avenida San Juan hacia el bajo. Iba apurado, pero se detuvo un momento a las diez cuadras. Llamó a una amiga. Necesitaba decirle que una nube de catarsis recorría cada calle del centro de la ciudad, que se le había puesto la piel de gallina, que iba para la Plaza de Mayo. Llegó, se sentó sobre una valla y miró. Había muchos chicos, señoras de clase media, señores hartos, gente que parecía inofensiva. Eso estaba pensando, y alguna cosa más, cuando un cartucho de gas lacrimógeno le pasó cerca, tan cerca que lo tumbó y le puso fin a su breve estudio de campo. Fue el principio de un retroceso resistido que duró horas. Que a su paso dejó a una de las palmeras Phoenix —veinte metros de altura estilizada, una obra de la naturaleza con semillas made in Río de Janeiro— en llamas.
A Iván Heyn, en cambio, nadie lo había llamado. Estaba paradito sobre la vereda de la avenida 9 de Julio, esperando el colectivo 53, cuando escuchó las cacerolas. Y entonces volvió sobre sus pasos, pasó por la sede de la Central de Trabajadores Argentinos, caminó hasta la Facultad de Ingeniería, conversó alrededor de una fogata con los chicos del Centro de Estudiantes de la Corriente Estudiantil Popular Antiimperialista, vio pasar a un tipo de corbata con una sartén en una mano y una cuchara en la otra, y se convenció de que tenía que ir para la Plaza. La Plaza atraía como un imán. Iván se cruzó con buena parte de sus amigos de la Facultad de Ciencias Económicas y de las agrupaciones independientes de la Universidad de Buenos Aires. A esa hora, cerca de la medianoche, había unas cincuenta mil personas. Quiso ver mejor. Se subió al techo de un quiosco de diarios y revistas. Y enseguida, desde abajo, le avisaron: había renunciado el ministro de Economía Domingo Cavallo y, de acuerdo con lo rumoreado durante la tarde, el Presidente había decretado el estado de sitio.
El que estaba ahí desde el principio, el que había visto todo, era Atilio Bleta. Salió de la Casa Rosada pocos minutos después de las nueve y media de la noche con la idea de volver a su casa. Pero descartó el plan a los pocos pasos, al ver vio a cuatro hombres bajar de un pequeño automóvil Fiat, uno de los cuales hizo sonar una corneta alargada de ésas de los domingos de fútbol, cuando tras el estruendo plástico sus tres compañeros gritaron contra el jefe de Estado y cinco minutos después los que insultaban ya eran diez y cinco minutos más tarde se trataba de un grupo heterogéneo. Fue entonces que Bleta llamó al diario, pidió refuerzos y se quedó parado en la vereda con los ojos bien abiertos, el ceño fruncido y el traje impecable. Algunos le decían cosas: lo creían funcionario o policía. Y él les decía que no, que era periodista de Clarín, y les confiaba algún dato jugoso, o no tanto pero cierto. Porque Bleta, entre otras habilidades, siempre supo cómo convencer. Así que ahí estaba, a pasos de la entrada de Balcarce 50, cuando a la hora de las brujas un grupo de tres puñados, tal vez cuatro, saltó las vallas de un metro de altura, el único obstáculo hacia la sede del Poder Ejecutivo. Y la Policía se sacó las ganas de ponerle música de estruendos a la madrugada, de mostrar a los palazos quién mandaba. El periodista dejó su observatorio. Se refugió unos metros más allá, sobre la avenida Paseo Colón, llamó otra vez a la redacción y pasó los datos registrados en su libreta. Los editores de la calle Tacuarí a esa hora ya habían recibido el parte informativo de otro de los cronistas experimentados, Carlos Eichelbaum, desde el Congreso de la Nación. El presidente de la Cámara de Diputados, el peronista Eduardo Camaño, le había anunciado a la prensa que estaba dispuesto a convocar a una sesión si se decretaba el estado de sitio. Y los radicales, fuera de los micrófonos, habían admitido que el gobierno estaba al borde del precipicio.
Alejandro Tiscornia, conocido en Saavedra por armar las marquesinas y los letreros luminosos de los comercios de la zona, devenido herrero autodidacta y proveedor de rejas para la clase media porteña, se había enterado del barullo cerca de la casa de su madre, en Belgrano. Pero todavía nada le llamaba suficientemente la atención. Unos días atrás, el flamante presidente de la Confederación Argentina de la Mediana Empresa, Osvaldo Cornide, había pasado por el barrio convocando a un bocinazo y, al día siguiente, a un cacerolazo. Así que por la noche llegó a su casa, conversó con su primo y pidió empanadas. El delivery no hizo a tiempo a llegar. A los pocos minutos, en la esquina de su casa unos pocos golpearon unas cacerolas y en un santiamén la convocatoria pasó de ser pintoresca a numerosa, y a contar con Tiscornia entre sus filas. Los vecinos dejaron la esquina. Caminaron hasta la plaza de las madres de pañuelo blanco, la primera iniciativa vecinal de Alejandro. La plaza era un símbolo. Un homenaje a las dos asociaciones de Madres de Plaza de Mayo y a las Abuelas.
Un espacio verde surgido de la nada, en medio de la herida urbana que le había propinado Osvaldo Cacciatore al barrio con el proyecto de trazar una autopista que uniera la ciudad de norte a sur. Una idea que el brigadier no tardó en abandonar, pero que llegó a equiparar en metros cúbicos demolidos al terremoto de 1972 en Managua. Tiscornia, treinta y siete años, largo el pelo y el cuerpo, volvió a su casa, se subió a su moto y echó a andar. Fue hasta la Quinta de Olivos. Y de ahí al Congreso. En el camino, vio fogatas cada dos o tres cuadras. Los barrios más bacanes de la ciudad y del conurbano también echaban llamaradas.
La noticia del estado de sitio generaba el efecto contrario al buscado. Y pegaba fuerte en los jóvenes. Como en Luciano Schillaci, veintitrés años y cincuenta y cinco kilos. Que se acaba de anotar en una agencia para conseguir trabajo. Y sabía que no iba a tardar en hacerlo. Todos los días aparecían en los diarios unos diez avisos clasificados buscando chicos como él: con una moto y con destreza para andar rápido por el microcentro porteño. Era uno de los pocos rubros con demanda. Luciano, de hecho, había trabajado hasta poco antes en una mensajería. Pero un mes atrás le habían robado una Suzuki
AX115 de dos tiempos, liviana, y cuando la moto apareció su puesto ya estaba ocupado por otro. Luciano era maestro pastelero, estaba casado y tenía dos hijas.
Durante años estaba una suerte de amo de casa: su compañera trabajaba y él, además de encargarse de los niños, entrenaba todos los días seis horas como boxeador amateur del peso supermosca en la Federación de Boxeo, con Pajarito Hernández y Amílcar Brusa. Luciano vivía en Villa Urquiza. Y ese 19, por la tarde, se acercó a participar de un escrache a un cura de esos que en la dictadura legalizaban los asesinatos ante su Dios. Era una cita habitual para él: sus padres se habían conocido en una fiesta del Partido Revolucionario de los Trabajadores, ella era del frente estudiantil y él, del frente sindical. En su casa había fotos del Che, se discutía de política y se leían los diarios.