Por Lucas Peralta. A treinta años de su vuelta del exilio y de aquel recital histórico en el Estadio Centenario el 18 de mayo de 1984, Marcha recuerda a uno de los conjuntos más importantes de la música popular oriental.
El Departamento de Treinta y Tres es un espacio, un lugar geográfico que, allá por 1962, dio su sitio para juntar a tres botijas que prometían: Waldemar Sasías, José “el Pepe” Guerra y Braulio López. Las cosas que fueron pasando, los problemas del país y la vida misma hicieron de este trío uno de los dúos más importantes del cancionero popular rioplatense.
El Olimar es un río -generoso para muchos- conocido por ser “el río que más canta”. Incontables músicos y poetas se inspiraron en sus riberas, sus esteros y su calma retórica y profunda. ¿Pero cómo es eso de que un río cante y que una canción sea compañera? Tal vez una forma decisiva y fructífera sea saber que tanto Rubén Lena, como Víctor Lima, Serafín José García e Idea Vilariño y tantos otros dieron la letra a una forma vocal que se hizo presente para trascender estructuras encajadas en una clase muy marcada de ejecución y expresión de cosas que eran importante decir. Había que decir ciertas cosas; resultaba necesario y ese camino emprendieron y asumieron Los Olimareños.
El Olimar entonces como sinécdoque, como metonimia de una carga emotiva y necesaria de cosas por decir, de sueños rotos que contar, de esperanzas y resistencias por venir, o como nombre siquiera. Asumir un espacio es sentirnos en él y es asimismo asumir las penas de los que penan y las luchas de los que luchan; es proponer, estrictamente hablando, un nuevo lenguaje. Así se fueron formando las canciones que se debían cantar. El ámbito de la gente humilde fue el horizonte alcanzado por estas voces y los reclamos de los trabajadores urbanos y rurales, la materia verbal física del lenguaje utilizado.
Las “cosas” de los de abajo se fueron transformando en reflejo de muchas canciones y conformaron el repertorio de un movimiento de canto popular que se extendió a lo largo y ancho de esa tierra prudente y generosa. La lista es, por lo pronto, inquietante: Don Alfredo Zitarrosa -siempre, en todo momento- Daniel Viglietti, José Carbajal y Numa Moraes, entre otros.
Posiciones, manifestaciones y denuncias fueron constituyendo un espacio mucho más amplio. El propio arraigo por la tierra, el no ser ajenos a las distintas luchas sociales y el cantar con un pueblo en la garganta hizo posible que los rasgos de pertenencia de Los Olimareños extendieran sus puertas. Un ejemplo: la participación en el I Encuentro de la canción de protesta convocado por La Casa de las Américas de Cuba, realizado entre el 24 de julio y el 8 de agosto de 1967. Este encuentro se dio entre músicos de dieciséis países de cuatro continentes. Más allá de números, fechas, y cantidades que solo van a servir para la anécdota, lo cierto es que este dúo con mucha gente adentro, a solo cinco años de su formación, ya era parte de un colectivo musical mucho más amplio y manifiesto.
Así, el Olimar extendió su cauce, ya toda América cantó en sus gargantas y la sinécdoque pisó el barro que, a esta altura, ya poco importa si es de Treinta y Tres o el propio de Santa Clara. El barrio fue creciendo, el barro se hizo uno y el pueblo extendió sus coordenadas.
El tiempo apura y las dictaduras americanas también. Solo tenían que pasar otros cinco años para que sus canciones comiencen a ser prohibidas. ¿El motivo? La crítica a un sistema cada vez más insostenible. ¿Las canciones? Las de siempre; las cosas que había que decir. El 27 de junio de 1973 se produce el golpe de estado en el Uruguay y meses después Los Olimareños deben partir a un exilio que se extenderá por diez años. Los cinco continentes fueron testigo de este bagayo rítmico evidente, de esta semántica áspera en definición y de estos procedimientos “inadecuados” que, por rechazos, las distintas teorías llaman -así, frunciendo la jeta- música popular.
La vuelta
Países, tiempos y esperas amargueando de mañana una noticia, cualquier novedad. Algo, qué sé yo. La ausencia fue larga y el tiempo mucho. El regreso ocurre el 18 de Mayo de 1984. Del Aeropuerto de Carrasco al Estadio Centenario; de diez años de silencio a cincuenta mil personas haciendo frente a un diluvio que quedará para el recuerdo y la épica de los acontecimientos populares. De todas partes vienen los orientales. Van llegando de afuera, de adentro, de todos lados. Dicen los veteranos que, por esa época, en cada esquina, en cada boliche, se preparaba el regreso. Todos ayudaron.
Poco más de dos meses antes Don Alfredo -el último en irse y el primero en volver- indicaba el camino. Siguieron Los Olimareños y la lista quedó abierta. Músicos, poetas y militantes exiliados emprenden la vuelta. Eran diez, eran veinte, eran cincuenta, eran cien, eran miles, ya no se cuentan. Finalmente el regreso se hizo categoría, realidad y lenguaje propio. Ahí estaban frente a ese mar de gente. Dos humildes cantores de ese pueblo humilde frente a diez años de silencio y espera clandestina, frente a los compañeros muertos, frente a la acumulación de tantos hechos y frente a todos aquellos que andaban en la vuelta. Gente. Nada más ni nada menos. Mucha. Un pueblo.
En aquella noche tan esperada ni la lluvia ni aquel viento que no aflojó nunca pudieron opacar ese pedazo de historia oriental y ese hito del cancionero latinoamericano. Como un viento que arrasa van arrasando, como un agua que limpia vienen limpiando. El agua caía y caía y eso a nadie le importó. ¿La limpieza? Mucha. Años de silencio, ausencias y dolor lavaron su cara. Algo se limpió.
“Este es mi pueblo” fue la primera canción en escucharse. ¿Una definición? Seguro, claramente. Así se abrió esa noche; así arrancó el Pepe Guerra: “Hoy he vuelto a mi pueblo después de una ausencia muy larga”. Más de cincuenta mil personas cantaron junto a ellos aquellas canciones que fueron germinando en la lucha del pueblo oriental; canciones que fueron haciéndose testimonio, resistencia y que, durante la dictadura militar, habían permanecido en la memoria del pueblo, susurradas como cobijo frente aquellos años oscuros.
Y la lista quedó abierta. Al clásico de Carlos Puebla le siguieron, entre otras, “Las dos querencias” de Víctor Lima; “Isla Patrulla” que recuerda a esa querida localidad del Departamento de Treinta y Tres y la milonga señera “A Don José” de Rubén Lena; “Los Orientales” de Idea Vilariño, “Orejano” de Serafín J. García; el joropo venezolano “Angelitos negros”, adaptación del poema de Andrés Eloy Blanco; los candombes “Ya comienza”, “A mi gente” y la chamarra “La sencillita” de José Carbajal, el “Sabalero”. Una verdadera antología de la música popular rioplatense y latinoamericana. Canciones que habían llegado para quedarse. Porque como lo expresara José “el Pepe” Guerra en un reportaje realizado por la mítica revista La Maga en 1995: “con la canción uno se va a dormir, se baña y mientras la silba, se enamora; la escuchan los presos. La canción es lo que la gente lleva en el bolsillo, la ropa que se pone todos los días, y algún día dejará de ser la hermanita menor de la cultura”. Un concepto por demás atendible e interesante al momento de hablar de la música popular. Pero eso será tema y motivo de otra nota.
Aquel recital ya histórico quedó materializado en un disco cuyos derechos Los Olimareños optaron por no aprovechar. En la contratapa de la primera edición plantearon y asentaron como testimonio: “Como consideramos que este disco es patrimonio del pueblo, todos los derechos que el mismo produzca serán destinados a las necesidades más urgentes del pueblo uruguayo”. Solo habría que agregar al pueblo al que pertenecen, por el que cantaron y junto al que estuvieron siempre presentes y dispuestos a la espera de un propósito: la afirmación inclaudicable y necesaria de las cosas que se tenían que decir.