Por Fernando Munguía Galeana* desde México. El Congreso aprobó las leyes que coronan la puesta en marcha de la reforma energética, que profundiza el rumbo neoliberal con el remate de la estatal Pemex. Provocaría, también, el desalojo de comunidades campesinas.
El 11 de agosto, el presidente Enrique Peña Nieto promulgó las leyes secundarias en materia energética que durante algunos meses se estuvieron discutiendo en el Parlamento mexicano. Las mismas colocan en vigencia la reforma aprobada a finales del año pasado y empezarán a tener efectos concretos, según afirmó el mandatario. Estos efectos se observarán en las próximas semanas con la asignación de las zonas de reserva para Pemex (Petróleos Mexicanos) y posteriormente aquellas que serán licitadas a firmas privadas en enero de 2015 (las denominadas Ronda Cero y Ronda Uno, respectivamente).
En esta última fase, luego de debates fast track (apenas cinco días) y con gran opacidad, se aprobaron las reglamentaciones de una reforma energética que rompe por completo con el último bastión –mermado por la falta de inversión en tecnología e infraestructura, la corrupción y la carga hacendaria que ha pesado sobre Pemex– del modelo de desarrollo nacionalista que se prolongó hasta la década del ‘70 del siglo pasado. De esta manera, se radicaliza (si eso fuera posible) la irracionalidad del proyecto neoliberal impuesto en México hace más de tres décadas.
Más allá de los exabruptos que el Ejecutivo y diversos personajes de la clase política han cometido en su afán por desvirtuar o, sencilla y sínicamente, negar la trascendencia de aquel pasado y aquella memoria que gravita aún con fuerza en diversos sectores movilizados de la sociedad mexicana, conviene ubicar este nuevo agravio en el contexto del autoritarismo de la clase política y la imposición de las reformas antipopulares. También se puede ubicar como un elemento más, probablemente el corolario, de la profunda crisis estatal en la que México está inmerso.
Las modificaciones a la Constitución Política (en particular a los artículos 25, 27 y 28) generadas por esta reforma representan la apertura de la industria petrolera nacional para que el capital privado “participe” en la exploración y extracción de hidrocarburos, así como en la generación y suministro de energía eléctrica, bajo la figura de “contratos de utilidad compartida”, lo cual tendrá un impacto contundente en la capacidad de crecimiento y desarrollo económico del país.
El argumento de que con esta reforma se buscará atraer inversiones de capital privado, nacional e internacional, para modernizar, dinamizar y hacer más competitiva la industria energética nacional no sólo resulta absurdo sino un contrasentido histórico que ya ha sido demostrado a lo largo de estas décadas neoliberales cuando se privatizaron otros bienes públicos como las telecomunicaciones, los ferrocarriles, la banca o con la apertura del campo y la producción agrícola con la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN).
La letra chica
Otra vertiente de esta reforma que demuestra su carácter antipopular está relacionada con las imposiciones a campesinos, ejidatarios y pueblos indígenas cuando en sus territorios se pretendan llevar adelante proyectos de exploración o extracción de hidrocarburos.
Bajo figuras como arrendamiento, “servidumbre voluntaria”, “ocupación superficial”, “ocupación temporal”, los pueblos y campesinos se verán obligados a ceder sus tierras toda vez que, tal como queda asentado en la Ley de Hidrocarburos aprobada, “las actividades de exploración y extracción se consideran de interés social y orden público, por lo que tendrán preferencia sobre cualquier otra que implique el aprovechamiento de la superficie o del subsuelo de los terrenos afectos a aquéllas”.
Vale cuestionarse por la definición que se sostiene en esas líneas de “interés social” y “orden público”, en tanto que se ampara la desposesión de los pueblos para la acumulación de empresas privadas. Un elemento paralelo a ello tiene que ver con la utilización de métodos de extracción como la fractura hidráulica o fracking, que resultan altamente contaminantes para los ecosistemas y el medioambiente en general. Con estos métodos, además, se rompería con las formas de reproducción de comunidades y pueblos originarios.
Lejos de entrar a una senda de modernización y desarrollo, o haber accedido a una “nueva e histórica plataforma” para la construcción de un “nuevo México”, como aseguró Peña Nieto el 11 de agosto, lo que se propicia es el socavamiento de las bases materiales e institucionales pero también simbólicas y morales del Estado mexicano, en la medida en que se agudizan los mecanismos de coerción y ruptura entre la clase política dominante y el gran bloque de sectores populares, afianzándose así una forma de gobierno incapaz de generar consensos.
* Sociólogo, Maestro en Ciencias Sociales, FLACSO-México