Por Carlos Ávila. La escritora Ariana Harwicz y su obra “Matate, amor”, se cuestiona el rol de la mujer y la lucha entre el “ser madre” y el “ser profesional”. Cuando el rol del género femenino y esa dicotomía, se convierten en el “más de lo mismo” del mandato patriarcal.
Más o menos así: una suerte de animal hembra en fuego encarnado en el cuerpo de una mujer lucha contra el vuelco que sus sentidos han dado hacia cierta enaltecida respuesta al instinto y al llamado de la bestia primaria; todo contado desde una voz urgentísima y fogosa que no para de cuestionar las convenciones más tradicionales de lo llamado familiar y que por alguna razón concibe al bosque como el lugar en el que se liquida la cotidianidad que le imponen bebé, suegros y marido.
Está compuesta por breves capítulos sin numerar y organizados cada uno en un sólo párrafo. No hay epígrafes ni dedicatorias. La historia es contada por su propia protagonista, excepto algunas entradas referidas por un hombre en cuya voz reconocemos a su amante y vecino. El tiempo va y viene, como el terco y alterado estado emocional de la narradora. La prosa es fulminante: descripciones justas y justa también la ironía; además de algunos breves aunque luminosos destellos de lirismo. El ritmo tiende a la aceleración: se lee globo y pastel y se asiste a un cumpleaños y, se lee pastillas y sábanas blancas y se entra a un hospital psiquiátrico. A cada enunciado lo cruzan onomatopeyas, referencias a la llamada alta cultura y numerosos aciertos coloquiales. En una palabra, se trata de un flujo permanente de sensaciones y apurados pensamientos.
La época durante la cual transcurre la historia es la del embarazo y los meses inmediatos al alumbramiento. Este período comprende un lapso en el que se agudizan ciertos reflejos en el cuerpo y los sentidos de la protagonista: lo animal ―llamemos así a aquello que aprendemos a contener con el tiempo― manifestado en determinadas circunstancias con una fuerza y una inminencia brutal.
Suele decirse que esta pura e intensa fortaleza se descubre no sólo durante la maternidad, ante una situación de peligro o frente algún monstruo sublime, sino también, y sobre todo, durante la niñez. Por eso, valdría recordar un cuento de Vallejo, “El niño carrizo”, en el que se describe la correspondencia que un pequeño joven mantiene con su entorno. Se trata de una historia jubilosa y emocionante, tanto por el entusiasmo y la vivacidad con que se cuenta como por su sentido final: cómo un suelto duendecito andino dispone alegremente de su vínculo con la inmensidad del paisaje, o cómo una criatura poderosa y libre y en comunión con lo natural va danzando de un lado a otro, bebiendo agua del río y comiendo ávidamente los frutos de los árboles ante los ojos asombrados del hermano.
La pregunta es: ¿qué sucede con este lazo fundamental?, ¿realmente se va cohibiendo con el tiempo y por eso es tan manifiesto en una criatura de tan corta edad como la del cuento y tan agudo en tiempos como el del embarazo de la mujer que narra la novela? En un segundo de voluntad, Engels afirmó que el ser humano comprende y conoce cada vez mejor estas leyes. Sin embargo, a esta hora no sabemos dónde está el nervio que maneja las construcciones de la razón cuando los sentidos demandan hacer otra cosa. Porque es de considerar que aún no hayamos conseguido interpretar más amablemente nuestra unidad con la naturaleza, que sigamos creyendo concebible esa idea absurda y antinatural que separa al hombre del resto de las cosas, y que todavía nos impresionemos ante espontaneidades como las que avivan al niño del cuento.
Entonces: ¿seguimos lejos de recuperar aquella potencia, o será un arrojo que no nos abandona y que estamos infatigablemente reprimiendo? Y en la novela: ¿cómo lo maneja la narradora? ¿Es por eso que se aburre y jadea y gruñe y lamenta incómoda y agresiva las demandas del niño? ¿Es esa tensión la que lleva a imaginar desde su casa a los animales afuera sumados a una orgía? ¿Acaso se debe a esto su nostalgia por el tiempo en el que no era madre aún y todavía se permitía recorrer feliz las carreteras en la ahora vieja casa rodante? No lo sabemos, pero quizás tenga que ver con esa obligación de la que nadie escapa, y que, ante ciertos sucesos, se manifiesta indetenible. Lo que sí se puede señalar es que esta mujer está al tanto, y que por eso resiste cubriéndose en el bosque ―su jardín primitivo―, excluyéndose y reposando cuando no alcanza aplacar una embestida. Es más: si alguna certeza tiene, es la de no haber perdido este enlace. Se lo dice su instinto, que a fin de cuentas es irresistible, y su cuerpo “segregando [incansablemente] adrenalina”.
La novela se levanta sobre alegorías y símbolos que aluden todo el tiempo a lo salvaje y lo “bucólico campestre”. Es incuestionable el trabajo sobre el lenguaje y su efecto de irracionalidad; las alusiones figuran de alguna forma la guerra que la protagonista libra entre la obligación social y su instintiva corazonada. Por ejemplo: la hija del motorizado no es una niña sino “una lobita enjaulada y malcriada”; el motorizado no es un hombre sino un cavernícola con el pelo suelto: un primate que al tocarla hace que ella se sacuda y se encarame “felinamente” sobre él; su hijo es un “vástago vampiro”: “lobito con el hocico frío aullando a algún planeta” que se esconde “como un ratón debajo de un mueble”; ella cuando se enfurece siente ganas de patear el piso “como una yegua con colmillos”: si discute con el marido le salen “pezuñas” y si no la satisface, es “una víbora en celo enroscada entre el bidé y el inodoro”, si se detiene en medio de una discusión lo hace como si fuera “un bicho con las antenas paradas” y si se impresiona se vuelve “un venado asustado, tiernito, infeliz”.
Mención aparte merece la curiosa relación que la mujer mantiene con su pareja: se trata de una insatisfacción crónica, sin amparo en el amor de su marido ni en el arrebato del amante ni en el puro afecto de su hijo. Los diálogos están cargados de hastío y el sexo se negocia como una transacción; la comunicación está atravesada por una marcada demanda sexual de un lado y una reveladora desidia del otro. Son claves las escenas como la del paseo dominical en el que la monotonía se ve salvada por el aberrante y triste suicidio de un adolescente en la playa. Visitar la ciudad, subir a un campanario, sacarle fotos al bebé, comprarle globos y mirar con obligada fascinación una inmensa piedra sin importancia son actividades que al personaje le causan un profundo malestar. Esto hace que la faena de la narradora sea aplastante, no sólo porque la obliga a imitar una cotidianidad vacía e insulsa, sino también porque se siente forzada a responder con entusiasmo a la misma.
En definitiva, la figura de la protagonista no encaja en ninguno de los paradigmas a los que se ajustaría la “mujer actual”, ya que si bien cuestiona la posición estructural del género en la modernidad, que se sostiene y reconstruye hoy con otras formas ―las posmodernas―, se aleja de los sellos que finalmente definen estas categorías, puesto que la mujer de esta época pareciera, en buena parte, no discutir todavía con su lugar, sino reforzarlo: siendo buena madre y esposa y convirtiéndose en una excelente profesional; además de yendo a yoga y comiendo sanamente. En ese sentido, el resultado en la novela es una violenta lucha: la de una mujer por no alienarse. Las consecuencias están ahí: su lejanía respecto de ciertos hábitos y oficios, la distancia que toma con la lectura, pero también los insultos, los golpes al pecho del marido, los encierros en el baño y un cuerpo magullado por los vidrios de un ventanal.
La autora ha llegado a decir varias veces que la historia surgió a partir de la figuración de una imagen en la que brota una mujer en el bosque, con lo que podría ser el reflejo de un cuchillo entre las manos. Bien: es verdad que de alguna forma Harwicz consigue corresponder a este retrato, y que en dicha silueta no sólo se recoge todo el padecimiento del personaje sino la que podría ser la mejor representación para definir la novela, sin embargo, convengamos en que para precisarla también funcionarían las palabras con las que acaba la historia: tristeza, excitante y salvaje.