Por Mariano Pacheco. La relación entre cine político y ciencias sociales, el juicio y el proyecto político de la generación del 70, son algunos de los temas tratados en este diálogo que Marcha mantuvo con la directora de Trelew, la fuga que fue masacre.
Hacia fines de la década del 90, Mariana Arruti integraba un grupo de documentalistas interesados en incorporar a sus films temáticas que no estaban incluidas en la currícula oficial, sobre todo aquellas historias vinculadas al movimiento obrero, a sus luchas y sus procesos de organización. Ya había filmado, para ese momento, dos películas: Los presos de Bragado (1995) y La huelga de los locos (2000). Fue entonces cuando se le ocurrió que se podría llegar a construir una suerte de thriller con la historia de los fusilamientos de presos políticos, conocida como La masacre de Trelew. Pero inmediatamente apareció la pregunta ética: ¿cómo se sentirían los que vivieron esa historia, y cargaban con tanto dolor, con tanta derrota encima? Tal vez haya sido su mirada de antropóloga la que le permitió trabajar desde el cine de la forma en que lo hizo.
¿Cómo se fueron dando, en tu vida, esos cruces entre cine y ciencias sociales?
“Estudiando antropología, en un determinado momento sentí una sensación, que es típica del recorrido de los estudiantes de las carreras que se cursan en Púan [calle donde se encuentra el edificio de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires], que es esa sensación de gueto, de que uno vive en un raviol. Así que ahí me decidí, luego de obtener una beca, a estudiar por un año en la Universidad de cine Manuel Antin”.
Por supuesto, no todo lo que brilla es oro: un año después, Arruti huyó más espantada de lo que había llegado y regresó a la Universidad pública para terminar su carrera. Aunque sus inquietudes cinematográficas no se marchitaron. Así que se volcó a estudiar cine de forma privada, con Miguel Pérez (el director del legendario film La República perdida). La investigación de campo, el modo de encarar el vínculo con los protagonistas del relato, entre otros elementos que adquirió en su formación como antropóloga, luego se hicieron presentes en su modo de hacer cine. “El documental, además de ser un género que me encanta, va de la mano con esa mirada. Y tiene muchas potencialidades”, subraya. “Como mirás la realidad, cómo la recortás y la armás. En ese sentido, comparado con la formación en Púan, el cine me daba otras posibilidades, de mayor libertad para imaginar cómo contar una historia. Ese lugar de la propia subjetividad puesta en la narración me lo daba el cine”.
Historia de un rodaje cinematográfico
Arruti cuenta que fueron dos las vertientes por las cuales se interesó a la hora de colocar su mirada sobre lo acontecido en Trelew en 1972. Por un lado, la masacre que -según entendía- ayudaba por sí misma a comprender cómo se había ido gestando la represión en aquellos años, ofreciendo un carácter más complejo que el que se había instalado por esos años (2000), que ponía como fecha de inauguración de la represión al 24 de marzo de 1976. “La masacre ayudaba a comprender algunos aspectos del proceso previo. En realidad, si uno se pone a pensar en el terrorismo de Estado puede llegar tranquilamente a la Semana trágica, porque se construye un sistema como en el que vivimos también en base a la represión de los reclamos de los sectores populares, porque es un sistema basado en la desigualdad”. Desde esta perspectiva, Trelew -como momento de la dictadura inaugurada por Onganía en 1966- prefigura de alguna manera lo que sigue hasta marzo del 76: la avanzada de la derecha peronista a partir de la “Masacre de Ezeiza” y el accionar de la Alianza Anticomunista Argentina (la Triple A), desde 1974. Eso, insiste Arruti, por el lado de la masacre.
Por el otro, la fuga como hecho político, “que habla del contexto, no sólo de las organizaciones armadas como tales, sino de sus militantes”. Casi parafraseando a Jean Paul Sartre (“lo importante no es lo que han hecho de nosotros sino lo que hacemos con eso que han hecho de nosotros”), aunque sin nombrarlo, Arruti plantea que con su film intentó correrse de ese típico lugar de quienes se detienen a mirar qué es lo que el Estado había hecho con ellos, para pasar a ver qué es lo que ellos (los militantes revolucionarios de la década del 70) habían decidido hacer con sus vidas y con este país. “Correrse del lugar de la víctima, de ese lugar en el que cayeron tantos organismos de derechos humanos durante la década del 80, donde se despojaba a la víctima de su agenciamiento político. Pensar a esos jóvenes de una manera más compleja y más rica”.
Ayer y hoy
“El juicio por la masacre de Trelew es un juicio, no sólo por las condenas posibles, sino también porque ayuda a difundir, a discutir de una forma más masiva este tema, tras años de silenciamiento. Porque todavía hay mucho silencio en torno al tema. Hay, sí, acciones militantes y acciones desde el Estado, pero ¿qué pasa con la participación popular más extendida? Porque cuando uno pone sombras sobre algo se oscurece todo, no una parte. Y aquí hay un claro ejemplo del silenciamiento que hay en torno no sólo de la masacre, sino de todo el proceso que el pueblo vivió alrededor del penal, de ese compromiso de la gente del lugar que tal vez hoy las generaciones más jóvenes desconocen. De chicas y pibes que no saben que su abuelo, en una de esas, fue un integrante de la Comisión por la libertad de los presos políticos. Todo esto me parece muy importante. Porque ojalá que los condenen. Pero las condenas están llegando un poco tarde. ¿Qué van a pasar, dos años, y encerrados en sus casas? Ojalá que los condenen, sí, porque al inicio del juicio, salvo uno de los tipos, que tenía prisión domiciliaria, el resto estaba en libertad, mientras hay 10 mil presos en las cárceles federales, de los cuales 5 mil son procesados. Claro, ellos todavía son parte de un establishment, y eso a uno le hace ruido. ¿No pueden estar detenidos durante los tres meses que dura el juicio oral? Si mientras estos tipos están libres, el pibe que robó un almacén, hasta que empieza su juicio, queda en cana.
A estas reflexiones Mariana Arruti agrega otras, que giran en torno a la importancia de rescatar el legado militante de la última generación que apostó por una transformación revolucionaria en Argentina. Rescata que después del 2001-2002 se haya dado toda una experiencia en la cual aparecieron películas, libros y otro tipo de producciones que leyeron los 70 desde otro lugar. Pero siente que aún esa recuperación es relativa. “Todavía hay una necesidad de comprender el proyecto político de esa generación. Hay algo de eso que aún sigue invisibilizado -sostiene-. Como una memoria focalizada en no olvidar la represión del Estado. Pero esa mirada deja afuera eso otro: cuál era el proyecto político de esa generación. Y por qué el Estado descargó sobre ellos la violencia que descargó. Ese debate todavía no tiene ni la profundidad ni la masividad que se merece”.
Aunque sí se lleva con gratitud el recuerdo de haber visto a tantos jóvenes asistiendo a las salas para ver la película. Numerosos contingentes de jóvenes, adolescentes en muchos casos, que acudían con todo el típico ritual cinematográfico de esa franja etaria: con sus baldes de pochoclos y enormes vasos de gaseosas en sus manos, a ver un film que les hablaba de los sueños, de los deseos de transformación social de la generación de sus padres. Tal vez allí también se haya forjado el encuentro del que alguna vez escribió Walter Benjamin: ese secreto compromiso entre las generaciones del pasado y la nuestra.