Por Ana Beatriz Villar. El 19 de julio de 1936, en respuesta al golpe militar, se desató en España la resistencia antifascista. Un aspecto destacable pero invisibilizado fue el rol de los campesinos y obreros organizados.
La historiografía tradicional de izquierda a derecha no otorgó la suficiente relevancia a aquellas experiencias organizativas que, paralelamente a la resistencia, se propusieron concretar la sociedad libre que habían estado prefigurando por años, incluso a través del desarrollo de experiencias revolucionarias locales o parciales previas a la ofensiva militar de 1936. Como fuego cruzado, autores, intelectuales y partidarios de la resistencia tomaron posiciones diametralmente opuestas al respecto. En medio de estos debates, surge un interrogante: ¿era posible en aquel momento de resistencia antifascista realizar una revolución?
A las barricadas
España fue uno de los pocos países de Europa en el que el debate entre los partidarios de Marx y los de Bakunin, en el seno de la Primera Internacional, se saldó a favor de los libertarios, otorgando un peso determinante dentro del movimiento obrero español a las ideas anarquistas. Con esta fuerte impronta, nació en 1911 la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), posteriormente conducida por la Federación Anarquista Ibérica (FAI), surgida en 1927. Dentro del anarquismo, la tradición anarco-sindicalista logró construir organizaciones que contemplaban el amplio espectro de la vida social del trabajador, sin acotarla a la lucha gremial reivindicativa.
Este amplio desarrollo del anarquismo no limitó las posibilidades de expansión del Partido Socialista (PS) y de la Unión General de Trabajadores (UGT). En el caso de esta última, la experiencia de las Casas del Pueblo permitió a los socialistas convertirse en educadores de millares de militantes obreros, logrando, al igual que la CNT, que la organización sindical trascendiera los aspectos meramente económicos en la vida de sus afiliados.
Por el lado del Partido Comunista (PC), aún sin haber logrado hasta ese momento desarrollar organizaciones de masas dentro del movimiento obrero, adquirió una importancia determinante en la República y la Guerra Civil a partir de 1936, cuando conforma el Frente Popular (FP) junto con partidos republicanos, el PS e incluso el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). Si bien el programa de esta coalición electoral no reflejaba las principales reivindicaciones de los partidos obreros ni de los sindicatos combativos, llevaba consigo las exigencias de amnistía a los 30 mil trabajadores que aún seguían encarcelados o perseguidos luego de la insurrección revolucionaria de 1934 iniciada en Asturias.
Ante la victoria del FP el 16 de febrero de 1936, grandes manifestaciones obreras, sin esperar la firma del decreto de amnistía, abrieron las prisiones y liberaron a sus compañeros encarcelados, impulsando masivas huelgas por la reincorporación de los presos a sus lugares de trabajo. En paralelo, en el campo se multiplicaron las ocupaciones de tierras por los campesinos como forma de concretar las promesas electorales de reforma agraria. Familias enteras se instalaron en las parcelas de los grandes propietarios y comenzaron a cultivarlas por cuenta propia.
Los sectores más reaccionarios de la sociedad veían en la República una amenaza del orden y la propiedad. Para algunos jefes del Ejército, la victoria del FP había desencadenado una crisis revolucionaria a la que no eran capaces de imponerse los políticos republicanos: estaban decididos a intervenir. El golpe se avecinaba y la resistencia revolucionaria de los sectores populares también.
Se encontraron en la arena los dos gallos frente a frente
El 19 julio de 1936, en respuesta al golpe militar -encabezado por los generales Goded, Mola y Franco-contra el gobierno de la Segunda República, tuvo lugar en España una resistencia popular que devino en la división del país en dos campos opuestos: nacionalistas versus antifascistas. Simultáneamente, al interior del campo antifascista importantes sectores de la sociedad comenzaron a construir una revolución, que al día de hoy continúa siendo invisibilizada en la historiografía de la época.
No puede considerarse la revolución impulsada por amplios sectores de trabajadores y campesinos como una respuesta arbitraria de algunos grupos aislados. En esta reacción “espontánea” los trabajadores habían tomado en sus manos su propia defensa y, con ello, se habían encargado de su propio destino, dando nacimiento al poder nuevo que venían prefigurando hace años.
El proyecto revolucionario que impulsaban se prefiguraba desde antes del golpe, y ante el mismo, logró desarrollar una respuesta que se convirtió en una notable expansión de las conquistas en la zona republicana. De hecho, si analizamos el mapa de esos primeros meses, lo que comenzó con la apariencia de una reacción defensiva por parte de los sectores populares, mostró pronto su verdadero carácter propositivo.
Podríamos preguntarnos dónde comenzó a gestarse la propuesta revolucionaria y cómo se logró su amplia difusión en la masa de los trabajadores para que cobre dimensiones a partir de julio de 1936.
No podemos ignorar el rol desempeñado por los Ateneos y escuelas racionalistas, en el caso de la CNT, y las Casas del Pueblo, en el caso de la UGT. Ambas organizaciones sindicales lograron constituir espacios comunitarios de cruce entre los trabajadores, en los que a partir de actividades educativas, culturales y autogestivas fueron consolidando las bases para la construcción de un nuevo tejido social que promovía otras formas de organización y de relación entre las personas. Tanto en los Ateneos como en las Casas del Pueblo pasaron generaciones de hombres y mujeres que pudieron completar una educación que les estaba prácticamente negada.
En España, más que los partidos, eran los sindicatos los que le daban tono a la vida política de los sectores populares, justamente porque los mismos trascendían la actividad sindical constituyéndose en centros de vida. En este sentido, la labor organizativa estaba orientada a la construcción de un nuevo tejido social que habría de valorar el conocimiento y la educación como elementos indisociables de la lucha revolucionaria.
Gracias a la existencia de estos espacios de organización y difusión tanto la CNT como la UGT fueron cobrando fuerza en sus territorios[1], convirtiéndose en verdaderas herramientas de construcción de solidaridad y conciencia de los trabajadores a partir de intereses comunes, colectivizando así, una identidad obrera compartida.
[1] Al punto que hacia 1934 la UGT contaba con 1 250 000 adherentes. En el caso de la CNT En 1919 contaba sólo en Cataluña con 300.000 afiliados; se le atribuirán un millón y medio en todo el país durante la República.