Por Mariano Pacheco. La asunción de Eduardo Duhalde como presidente el 1° de enero de 2002 se produjo en medio de un proceso de grave crisis política y social. En un marco de abierta represión, su gestión económica se caracterizó por un claro rumbo antipopular: se produjo una nueva transferencia de ingresos hacia el capital más concentrado.
Duhalde asumió la conducción del Ejecutivo en medio de cacerolazos y movilizaciones populares que lo repudiaban; pero también con una clara disposición a poner orden. Ejemplo de esto fue la actitud tomada por “la tropa” aquel 1° de enero, frente al Congreso. Mientras la burocracia política asumía sus funciones públicas, afuera, en las calles, los manifestantes (la mayoría pertenecientes a agrupamientos de izquierda) se enfrentaban con el aparato pejotista que hostigaba (como en los viejos tiempos lo hacían las patotas de la burocracia sindical) a palazos, cadenazos y piedrazos a quienes se disponían a repudiar al “jefe”.
El 7 de enero, después de once años de vigencia, se anunció públicamente el fin de convertibilidad. La devaluación se pone en marcha en un país que cuenta con el 42,2% de su población (14.500.000 de personas) bajo la línea de pobreza. Una situación catastrófica que llevón, sólo en 2001 y en el Gran Buenos Aires, a que 440 mil personas se convirtieran en indigentes y 863 mil en pobres, a un ritmo promedio de 2.366 cada día.
La disputa política pretende presentarse así entre dos fracciones del mismo bloque de poder: por un lado, el denominado sector “productivo” y, por el otro, “grupo dolarizador”. Queda claro, de todas formas que, más allá de sus disputas coyunturales, ambos sectores siempre coincidieron en que la principal variable de ajuste debían ser los ingresos populares.
En este marco, si bien la gestión Duhalde se mostró favorable a la fracción “productivista”, no fue su exclusiva representante, ya que cedió ante ambas fracciones del bloque de poder: le concedió a la cúpula de los grupos empresarios locales y extranjeros la salida devaluacionista, la pesificación de sus deudas en divisas con el sistema financiero local y liberó de cargas impositivas; cedió ante el FMI el régimen de flotación cambiaria, que a un país con escasas reservas y déficit estructural en su balanza de pagos, como era el caso de Argentina, lo transformaba en dependiente de la provisión de financiamiento externo; le concedió a los bancos, finalmente, la preservación de su patrimonio estatizando la deuda privada y manteniendo el régimen privado de los fondos de pensión.
Por eso no es desajustado decir que la gestión Duhalde se caracterizó por un marcado rumbo antipopular: en este período volvió a darse una nueva transferencia de ingresos hacia el capital más concentrado. Y esto es lo que muchas veces se olvidan de decir aquellos que colocan a Duhalde como antecedente del neodesarrollismo actual. Veamos un ejemplo: Las ganancias de los agentes económicos en su conjunto, al 10 de febrero de 2002, fueron de un 9% del PIB: “30,2% por los conglomerados extranjeros; 27% por las empresas transnacionales; 22,2% por los grupos económicos locales y 14,6% por las asociaciones”. Algunos de los nombres de los que se beneficiaron directamente con la devaluación fueron YPF-Repsol, Telefónica y Telecom.
Durante el primer semestre del año la política económica del gobierno quedó aún más clara: desde la devaluación, los salarios cayeron un 30%. La canasta básica se situó entonces en $1.255, mientras que la mitad de los asalariados ganaban menos de $375. El salario mínimo continuó congelado en $200 (como una década atrás) y los $150 de los planes de desempleo pasaron a valer $123. Debemos tener en cuenta que más de 3 millones de personas de la población económicamente activa, es decir el 21,5%, estaba entonces desocupada. A esto debe sumársele que, al menos durante el primer cuatrimestre del año, los precios minoristas treparon un 21% y los mayoristas un 57%. Para el mes de mayo, más de la mitad de la población se hallaba bajo la línea de la pobreza (cifra que en octubre de 2001 era de 38,3%).
De allí que, en medio de tal crisis, la gestión Duhalde buscara dar algunas mínimas respuestas a las necesidades inmediatas de los sectores de la población más golpeados económicamente y, por lo tanto, potencialmente más peligrosos en un eventual levantamiento popular. De allí también la necesidad de crear un plan social de carácter universal (el Plan Jefas y Jefes de hogar) que mantuviera manso a gran parte de ese sector y a los que no, a aquellos que no se conformaran, tenerles preparada la salida represiva, fuera estatal o paraestatal. O ambas, si fuese necesario, como quedó demostrado durante esos meses en las distintas amenazas, golpizas y tiroteos que las organizaciones populares recibieron por parte de las bandas del PJ, aún antes de que Maximiliano Kosteki y Darío Santillán fueran asesinados en el operativo conjunto de las fuerzas represivas, el 26 de junio de 2002, en la denominada Masacre de Avellaneda.
Pero seis meses antes, a un mes de asumir el mandato, Duhalde ensayaba otra jugada, intentando “disputarle la calle a los zurdos”, según solían decir en los pasillos de los palacios municipales del Gran Buenos Aires. Para eso, los duhaldistas programaron realizar la “Plaza del Sí” o “La Plaza de la Esperanza”, como prefería denominarla una de las principales organizadoras, la senadora Mabel Müller. Los más entusiastas impulsores de la marcha calculaban que iban a juntar cien mil personas en la Plaza de Mayo. Durante todo el jueves 31 de enero se anunció públicamente el gran acontecimiento, pero luego de una reunión entre el Presiente y miembros de la Iglesia y el empresariado, el panorama cambió rápidamente: todos coincidieron en que aquel acto sería visto por la mayoría de la gente como un escalón más en el “enfrentamiento social”.
Por eso desandaron sus propios pasos y rectificaron sus dichos de toda la jornada. Duhalde largó la contraorden: no habría marcha. La alegría de los duhaldistas más acérrimos duró tan sólo un día. El “conductor” del aparato político más poderoso del país (el PJ de la provincia de Buenos Aires) debía hacerse cargo de un “paquete” que no era menor: la crisis de representación acosaba al conjunto de la clase política, y aun resonaban los cánticos que habían expulsado a De La Rúa de la Casa Rosada (“Que se vayan todos, que no quede ni un solo”). Valga como ejemplo destacar que entre el 20 de diciembre de 2001 y el 12 de febrero de 2002 se produjeron 37 agresiones a importantes personajes o símbolos de la política nacional y provincial. Dos ex presidentes, cuatro senadores, nueve diputados, tres ex ministros, dos gobernadores. Uno a uno abucheados en la calle, en el restaurante, en el avión en el que viajaban o manejando su propio automóvil.
Meses de crisis económica, de pauperización de la vida de los sectores populares, pero también de creatividad, de imaginación política inusitada. De apertura hacia la posibilidad de ensayar nuevas formas de hacer política, con otros símbolos y lenguajes. No es casual que durante todos esos meses, los nombres y los símbolos del peronismo, históricamente presentes entre los trabajadores y el pueblo, permanecieran ausentes, enmudecidos.
Diez años después, tanto el peronismo como el país han transitado por un profundo cambio. Construir un relato propio de aquél período, alejado del culto a la “salida del infierno”, viene siendo una tarea de vital importancia para las apuestas contrahegemónicas. Tener la capacidad y la lucidez para leer esos cambios producidos, evitando repetir el libreto ya conocido, será uno de los desafíos mayores para todas aquellas y todos aquellos que no están dispuestos a renunciar a transitar una experiencia política que al menos intente romper con los consensos de las democracias actuales.