Mañana comenzarán las reuniones del cónclave que elegirá el nuevo papa. En la previa, y no obstante las presiones desde diferentes sectores sociales, no parece haber intenciones de una gran renovación en la iglesia.
La chimenea ya está instalada. En el fin de semana los “vigili del fuoco”, los bomberos de Roma, estuvieron trabajando en los techos aledaños a la Capilla Sixtina, en el Vaticano, para que todo estuviera listo. A partir de mañana, dos veces por día, de allí saldrá el humo que indica si hay nuevo papa o no. Y por debajo de ese techo milenario la discusión será ardiente. Fumata negra, si los 115 cardenales no logran ponerse de acuerdo. Fumata blanca, para indicar que los miles de feligreses que esperan en San Pedro podrán decir que vieron al nuevo pontífice en su primera presentación pública.
El sucesor de Benedicto XVI surgirá desde las deliberaciones de los representantes del catolicismo de todo el mundo. Aunque no todos los católicos son iguales. Es suficiente con pensar la representación que tienen los diferentes continentes en el cónclave que se abre mañana en Roma. La mayoría de los cardenales son europeos. El viejo continente cuenta con 60 representantes, sobre una población católica aproximada de 285 millones de personas. América Latina sólo tendrá 19 cardenales, que representarán a casi 500 millones de católicos. La diferencia es abismal, más aún si se tienen en cuenta continentes como África (11 cardenales, 186 millones de católicos) o Asia (10 cardenales, 130 millones de feligreses).
Las desigualdades internas a la Iglesia son sólo uno de los temas que rondan este nuevo cónclave. La estructura fuertemente jerárquica de la iglesia -que mantiene aún la anacrónica concepción de un ‘soberano’ con mandato divino- hace que la elección de la cabeza del catolicismo defina la orientación política y teológica de toda la iglesia a nivel mundial. De allí que los factores que se tengan en cuenta para la elección toman cada vez más peso. Pero también lo toman los reclamos sociales que el catolicismo acumula desde hace ya unos años. Los escándalos por pedofilia, por los manejos poco claros del inmenso patrimonio de la iglesia, sus relaciones con las estructuras políticas seculares y sus posiciones con respecto a temas cruciales en este siglo XXI (aborto, igualdad de géneros, anticoncepción, etc) hicieron que la expectativa en la previa sea muy grande. Diferentes sectores analizaron la renuncia de Ratzinger como un gesto para que la curia -es decir, el sector más empoderado de la iglesia, representado principalmente por los cardenales italianos- empiece un camino de renovación. Benedicto XVI se habría “lavado las manos” ante la imposibilidad de hacer de la Iglesia Católica una institución moderna, y habría dejado la tarea a los integrantes de la élite eclesiástica. Que de todas maneras, no parecen tener demasiada intención de enfrentar ese desafío.
Para entenderlo hay que remontarse a los últimos dos pontífices que han residido en San Pedro, Juan Pablo II y Benedicto XVI. Se trata de los dos papas que mejor han sabido entender la política de la Iglesia que Pío XII impulsó en la segunda posguerra. La lógica que reinaba hasta ese entonces era la de un cónclave dividido, generalmente entre dos posiciones políticas y teológicas opuestas. La elección de un papa podía llegar a traer fuertes consecuencias en la doctrina católica. Para preservar las tradiciones, se comenzó a trabajar en el acercamiento de esas diferencias limitando los conflictos a intereses sectoriales o geográficos. Es así como la iglesia tomó un rumbo fuertemente conservador -Ratzinger y Wojtyla representan muy bien este grupo- en lo político-doctrinario, y las ‘internas’ se dirimieron en el apoyo más o menos explícito del Vaticano ante los problemas que ciertos sectores tenían en el mundo laico, como las denuncias por pederastia o la quiebra de las entidades financieras más cercanas a San Pedro.
El panorama que se presenta ahora no es entonces el de cardenales progresistas enfrentados a sus pares conservadores discutiendo el rol de la fe en la postmodernidad, sino de verdaderos agentes políticos y económicos posicionando su sector dentro de un Estado tan pequeño como poderoso. Una discusión donde la curia tiene sin duda el peso mayor. Y estos sectores tienen nombres y apellidos. El principal candidato a quedarse con el mando es el arzobispo de Milán, Angelo Scola. Favorito hasta por las casas de apuestas británicas, Scola contaría con el apoyo de Comunione e Liberazione -organización laica y transversal de la política italiana y europea con estrecha vinculación con el Vaticano-, los principales representantes del sistema financiero de la Santa Sede y el Opus Dei. Pero el nuevo sistema de elección prevé que cualquier candidato tenga que obtener los dos tercios de los votos para ser coronado, y Scola necesitaría del apoyo de un sector hostil a su postulación. El camino que se le abre es el de la negociación, o aceptar la elección de un papa de compromiso -algo parecido a lo que pasó con Ratzinger- fomentando la disputa desde otro lugar. En ese caso, los favoritos serían el arzobispo de São Paulo, Odilo Scherer, o el canadiense Marc Ouellet.
Como los brokers londinenses, muchos apuestan a ver a tal o cual cardenal coronado dentro de esta semana. La mayoría en la esperanza de que el elegido cambie de una vez por todas la Iglesia Católica para mejor. Sin embargo, y viendo solamente la previa, parece que el Vaticano está aún lejos de eso.