Por Silvio Schachter. Gunter Grass no dijo que Israel se burla de las resoluciones de la ONU, que sigue aplicando una política colonial creando asentamientos en territorio palestino y que somete a ese pueblo, transformando en cárcel su propio territorio. Su poema Was gesagt werden muss (Lo que hay que decir) sólo pide que el control nuclear aplicado a Irán se ejerza también sobre Israel.
¿Pero por qué me prohíbo,
mencionar el nombre de ese otro país,
en el cual hace años –aunque en secreto–
existe un creciente potencial nuclear
pero fuera de control, porque no es sometido
a ninguna inspección
Porque creía que mi origen,
marcado por un estigma imborrable,
me prohibía atribuir ese hecho, como evidente,
al país de Israel, al que estoy unido
y quiero seguir estándolo.
¿Por qué solo ahora lo digo,
envejecido y con mi última tinta:
Israel, potencia nuclear, pone en peligro
una paz mundial ya de por sí quebradiza?
Este poema, de apenas nueve estrofas y 69 líneas, ha provocado un torrente de acusaciones. El ministro del Interior israelí, Eli Ishai, declaro a Grass persona non grata. El mero hecho de pedir igualdad de control en ambos países, le ha valido ese “honor” por parte de Israel. No es la primera vez que Israel prohíbe la entrada a extranjeros en castigo por críticas a su política. El profesor judío estadounidense de lingüística Noam Chomsky estuvo hace dos años atrapado en la frontera con Jordania sin poder entrar. En octubre de 2010 Israel expulsó a la premio Nobel de la Paz irlandesa Mairad Maguire tras una semana de detención, por haber viajado al país para reunirse con activistas pacifistas. El director de orquesta Daniel Barenboim en 2001 tocó en Israel música de Richard Wagner y también hubo exigencias de declararlo persona non grata. El pasado 14 de abril en el aeropuerto Ben Gurion, con un operativo de 650 policías, el gobierno israelí detuvo y deporto a 27 activistas que llegaron para participar en la actividad Bienvenido a Palestina 2012, mientras que a otras decenas directamente se les impidió embarcar y el Ministerio de Interior amenazó con sancionar a las aerolíneas que los transporten.
Dijo el ministro de Relaciones Exteriores israelí Avigdor Lieberman: “Las palabras del autor alemán expresan el cinismo de algunos de los intelectuales en Occidente. Hemos visto antes cómo diminutas semillas de odio antisemita se transformaron en un gran incendio”. La embajada israelí en Berlín inscribió el texto en la tradición del antisemitismo europeo. “Es un panfleto de agitación agresivo”, según palabras de Dieter Graumann, presidente del Consejo Central de los Judíos en Berlín.
El diario alemán Die Welt fue más lejos al publicar en portada una foto de Grass con el titular “El eterno antisemita”. El secretario general de la Unión Cristianodemócrata (CDU) de Merkel, Hermann Grühe, se mostró “horrorizado tanto por el tono como por el contenido” del poema. Tal vez pensaba que podría poner en riesgo el negocio de la venta de submarinos alemanes a Israel. Voces indignadas pidieron incluso que se le quite el premio Nobel que la academia sueca le otorgó al final del siglo pasado, en 1999, “por su forma de descubrir y recrear el rostro olvidado de la historia”.
De manera previsible y reiterada hasta el hartazgo, se recurre al clise, a la etiqueta del antisemitismo, con la que se pretende descalificar toda crítica exterior, se alimenta la xenofobia y el racismo con el mesianismo fanático basado en el mito de la tierra sagrada y del pueblo elegido.
La maniobra elusiva para no centrarse en el contenido, es repetir el recurso de la campaña antijudía o equiparar toda denuncia con la defensa del régimen iraní. Autoerigidos en jueces universales administradores de la culpa de la humanidad frente al Holocausto, colocan a discreción el sayo descalificatorio de antisemita. No sólo atacan la libertad de expresión, sino que se intenta eliminar a los críticos, estigmatizándolos con títulos deshonrosos como medida ejemplificadora para cualquiera que se anime al cuestionamiento.
El escritor se atreve a decir lo que muchos de sus colegas callan y tiene razón cuando muestra su preocupación por lo que sucedería en caso de que Israel decidiese bombardear a Irán. La retórica de la guerra preventiva en busca de armas de destrucción masiva (por otra parte, nunca halladas) fue el prolegómeno a la invasión a Irak. El mundo no debería tolerar más guerras. Suficientes inocentes han sido aniquilados o sobreviven con el horror que no cicatriza
El escritor nacido en Danzig, hoy Gdansk, Polonia, es el celebrado autor de El tambor de hojalata, una novela monumental y un clásico de la literatura del siglo XX, donde resuenan los horrores del nazismo, un enorme fresco grotesco acerca de la condición humana, una indagación crítica sobre el sinsentido de la guerra. Su texto, de una prosa deslumbrante, rica en matices y llena de lirismo, golpeo la conciencia de la sociedad alemana y mundial. El protagonista, Oskar Matzerath, contempla desde su estatura de niño, las atrocidades de la I Guerra Mundial y se niega a crecer. Tocando su tambor de hojalata atraviesa los años históricos que anuncian el advenimiento del Tercer Reich, surca los campos de batalla de la II Guerra y asiste a los tiempos difíciles de la reconstrucción. Es una fiesta verbal que describe el descenso a los infiernos del pueblo alemán a través de los ojos de Oscar.
Fue aclamada en Alemania y el mundo desde su publicación en 1959 y contribuyó a que otros escritores reflexionaran sobre lo que supusieron para Alemania el nazismo y la Segunda Guerra Mundial, para así comenzar a liberarse del peso de las atrocidades cometidas y evaluar con sentido autocrítico el espanto vivido y la sensación vergonzosa de haber sido hipnotizados. La narración va dibujando con una precisión extraordinaria el ambiente que acompañó la llegada de los nazis al poder, el engaño que fueron perpetrando ante la mirada pasmada del pueblo, testigo y partícipe en su mayoría del desastre, el vacío y la vergüenza posterior. Ha encandilado a todo tipo de lectores con una luz interminable, llena de placer estético y de avisos para el futuro. Paradojalmente, quien desnudó ante su sociedad y el mundo la barbarie fascista en sus raíces más profundas es acusado de antisemita.
Günter Grass no ha evitado nunca salir a la primera línea del debate público para defender sus puntos de vista. Así, criticó la reunificación alemana por considerarla demasiado acelerada y traumática y no ha dejado nunca de defender los derechos de las minorías en su país. En su momento, fue un defensor del movimiento sandinista. Crítico del capitalismo, no pierde ocasión de señalar su íntima injusticia.
En su obra narrativa, donde sobresalen junto al Tambor, El gato y el ratón y Años de Perro, que completan la trilogía del Danzig, así como Malos presagios y El rodaballo, reflexionó ácidamente sobre la historia de su país y la sujeción del individuo a las ideologías imperantes.
La respuesta del Estado de Israel no sorprende, tampoco la de las centrales del poderoso lobbysmo, pero sí indigna el silencio de los intelectuales disque progresistas, defensores de la libre expresión, cruzados de la justicia. Pocas o casi ninguna voz proveniente de los círculos áulicos del arte y la literatura se ha alzado en defensa de su par, no ya de su valiente postura sino simplemente de su derecho a criticar, a escribir sobre aquello que considera necesario y oportuno. “Cuando algo es moralmente correcto hay que defenderlo sin preocuparse de las consecuencias políticas o personales que vamos a pagar”. Estas palabras transformadas en actos del escritor de 85 años, que bien podría descansar arrellanado en una gloria otoñal sin sobresaltos, deberían ser asumidas por quienes saben que no hay abismo entre literatura y compromiso. Espero que no sea su última tinta y poder leer junto a Gunter Grass que todos somos personas non gratas.