Por Pedro Perucca. El clásico y moderno western altiplánico Blackthorn (“Sin destino”, 2011) nos presenta a un Butch Cassidy viejo y cínico pero todavía con un par de balas en su Winchester.
Supongamos que aquella madrugada del 6 de noviembre de 1908 el feroz tiroteo del ejército boliviano sólo abatió a uno de los miembros de una de las parejas de ladrones de bancos más famosas de la historia. Supongamos que el sobreviviente ha decidido quedarse en esa bella y áspera tierra andina que acogió los huesos de su amigo. Supongamos, entonces, que Butch Cassidy y el western siguen vivos. Por fin supongamos que, más viejos, más duros, más sabios (quizás también más cínicos), se disponen a encarar una última aventura.
La idea no es mala, pero se ha filmado tanta porquería sobre ideas mejores que ésta que el espectador podía sentirse legítimamente autorizado a desconfiar de una película que, más de 40 años años después, se propone rescatar al personaje que en su momento encarnara Paul Newman para lanzarlo de nuevo a los caminos. Y si además se trata de una película con un presupuesto relativamente bajo (para las millonadas que hoy son estándar en Hollywood), con actores más bien de segunda línea (Sam Shepard, Stephen Rea y el español Eduardo Noriega) y con un director por estas tierras casi desconocido (el también español Mateo Gil), parecía razonable moderar las expectativas.
Pero apenas transcurridos dos minutos de película ya nos olvidamos de todas las prevenciones y gozosamente volvemos a entregamos a la maravilla de una buena peli del oeste. Claro que en esta cabalgata el héroe no es el cowboy de Marlboro sino un gringo avejentado, la muchachita de la película no es la típica prostituta de buen corazón del saloon sino una hermosa campesina aymara y la exuberancia de los paisajes andinos no podría parecer más alejada del lejano oeste. Pero, gracias a un inocultable amor y respeto por uno de los géneros más injustamente vilipendiados e incomprendidos del séptimo arte, “Blackthorn” resulta ser, sorprendentemente, uno de los mejores westerns de los últimos tiempos.
En este bello film crepuscular no faltan ninguno de los lugares comunes del género (excepto, por suerte, el históricamente inexistente duelo a la puerta del bar para ver quién desenfunda más rápido): hay una tierra hostil que ha moldeado a hombres duros que saben defenderse armas en mano, hay mineros curtidos, hay patrones malvados, hay cabalgatas al atardecer en desiertos casi imposibles de cruzar, hay tiroteos de los que sólo uno puede salir vivo. Sólo que en este caso el paisaje es el del altiplano boliviano y no el de la llanura texana, los mineros no buscan el oro en los ríos sino en las entrañas de los Andes, los patrones no son rancheros llamados Murchinson sino millonarios llamados Patiño y el desierto bello y asesino de caballos y hombres no es el de Arizona sino la inmensidad salina de Uyuni. Pero todo funciona, todo encaja, todo rueda tan aceitadamente como el tambor de un Colt Peacemaker.
La historia empieza con este gringo viejo que hoy se hace llamar Blackthorn (una brillante composición de Sam Shepard) despidiéndose de su amada andina (la bella actriz boliviana Magalí Soler) y saliendo a vender los caballos que cría y educa para financiar la vuelta a su país después de una ausencia de varias décadas. Supone que sus pecados de antaño (presentados en algunos breves flasbacks en los que Nikolaj Coster-Waldau, el Jaime Lannister de “Game of thrones”, encarna al joven Butch) a estas alturas han quedado si no perdonados, al menos, olvidados. Pero los caminos del oeste están llenos de sorpresas y su historia se entrelazará con la de un viejo enemigo al que la vida también le ha enseñado varias cosas (un enorme Stephen Rea) y con la de un ingeniero de minas español (Eduardo Noriega) que está huyendo luego de alzarse con una pequeña fortuna ajena. Debajo de su silencio hosco y de su piel curtida, el viejo Butch resulta ser un tierno que se ve reflejado en este joven delincuente y que decide jugarse para ayudarlo a salir con vida del entuerto. Así, sin esperarlo pero evidentemente deseándolo, Cassidy se ve envuelto en una nueva aventura y encara, para alegría de todos los fanáticos del género, la que tal vez sea su última cabalgata.
Han sido años de vacas flacas en el far west desde que el inoxidable Clint Eastwood, con esa otra belleza otoñal llamada “Unforgiven” (“Los imperdonables”, 1992), le diera una nueva oportunidad a un género que parecía condenado definitivamente al olvido o, a lo sumo, a la nostalgia un tanto bizarra de los memoriosos. Más allá de Clint, la triste realidad es que las buenas películas de cowboys de los últimos años pueden contarse con los dedos de una mano: La remake de “3.10 to Yuma” (“El tren de las 3.10”, 2007, de James Mangold, superior a la original de 1957, si me disculpan la herejía), la remake de “True grit” (“Temple de acero”, 2010, de los hermanos Coen, también superadora del clásico de 1969, John Wayne incluido) y, varios escalones más abajo, “Appaloosa” (2008) y “El asesinato Jesee James por el cobarde Robert Ford” (2007).
Pero, mientras esperamos “Django unchained” de Quentin Tarantino (a estrenarse en 2012), lo cierto es que, desde que Butch Cassidy ha vuelto a las andadas, en el lejano oeste parecen estar sonando algunos tiros para el lado de la justicia.