El vendedor de humo. Tercera entrega de esta columna donde el dibujante Lucas Nine se propone “garantizar una provisión de teorías escandalosas para discutir en la sobremesa y munir al pastenaca de un material que le permita impresionar a sus amistades”.
Si hay un dato que todos los biógrafos de Caravaggio (Michelangelo Merisi, 1571–1610) coinciden en señalar, es el carácter de fuga espectacular que tuvo la vida del pintor italiano: desde su precipitada partida de Milán a muy temprana edad hasta las posteriores de Roma (1606), Nápoles (1607), Malta (1608) y Sicilia (1609), el cronista pareciera encontrarse con un rosario de reyertas callejeras, asesinatos y escándalos que cubre a las más excelsas realizaciones del Renacimiento bajo un espeso reguero de sangre.
Una advertencia necesaria: nunca como en este caso resulta conveniente separar el hecho de la ficción. El dato histórico comprobable debe confrontar necesariamente a la anécdota distorsionada por la fabulación de aquellos que quieren ver reflejada en ella su propia fantasía.
Si bien el deambular de Caravaggio se encuentra en sus comienzos oculto por cierto misterio, el hecho de afincarse en Roma (primero como discípulo del pintor Cesari y luego como artista establecido por cuenta propia) le otorga el renombre necesario para figurar en toda una serie de documentos, aunque justo es aclarar que se trata de registros más relacionados con los laboriosos procesos judiciales de su tiempo que con valoraciones plásticas. Escándalos públicos, violaciones, asesinatos y reyertas: folios que llenan varias cartillas y aún cajones enteros, sepultados en la oscuridad del aparato burocrático de su época, van construyendo una especie de contrabiografía, tan numerosa e intrincada como la oficial, edificada en torno a las numerosas obras del pintor que arriba, a la luz que se filtra por los vitraux de las catedrales, constituyen los pilares sobre los cuales descansa su fama pública.
Que la mano maestra a la que debemos composiciones tan innovadoras y complejas como “La crucifixión de San Pedro” o “La muerte de la Virgen” sea la misma a la que numerosos testigos vindican como culpable del triste asunto de las alcachofas (*) o de aquella historia en la que un par de dados de hueso lanzados con puntería cegaron para siempre al abate Saraceni (por no hablar del brutal asesinato de Ranuccio Tomassoni tras una partida de naipes), resulta una paradoja irresistible para todos los historiadores que fatigan la crónica del Renacimiento Italiano.
Por citar a uno de los más notables: Baldasini es claro cuando vincula su huida de Roma (espectacular, si pensamos en el artista disfrazado de fraile mendicante o en la estratagema del burro prendido fuego) no tanto a la salvaje agresión que costó la oreja izquierda a Feltrinelli como con cierta aversión que buena parte del clero había desarrollado por la audacia de un artista que se jactaba de asignarle al cadáver de una prostituta ahogada las funciones de modelo de la Virgen María. Lo cierto es que su estadía posterior en Nápoles y luego en Malta, donde es saludado al principio como una de las glorias de su tiempo, parece estar signada por una fatalidad similar, y los festejos que preceden su llegada son reemplazados rápidamente por una resignada tolerancia cuando no un simple intento de ejecución.
Su fuga de la Isla de Malta (sirva esto a modo de ejemplo), de donde Il Maestro escapa a nado, ha sido debidamente documentada por las actas de la Orden que decretan su expulsión en artículo «putridum et foetidum»: y nadie que conociese el celo y aún la ferocidad de los terribles Caballeros Templarios podría creer que un solo hombre hubiese provocado tamaño estrago. No obstante los destrozos, queda de este período el magnífico retrato inconcluso de Alof de Wignacourt, Gran Maestre de la Orden, cuya brillantez de ejecución apenas se ve resentida por la inclusión de inscripciones tales como “stronzo”, realizadas por una mano furiosa.
Se ha apelado repetidamente, para justificar lo encarnizado de semejante persecución, a la naturaleza equívoca de una obra marcada por fuertes elementos de un erotismo y una violencia que, si bien no resultaban nuevos dentro del universo plástico de la Italia de su tiempo, nunca antes se habían presentado de modo tan frontal. Acaso esto sea especialmente cierto en la serie del Baco, en la cual Carvaggio se sirve del joven napolitano Mario Minniti (de 15 añitos) para realizar una cantidad de pinturas de carácter erótico que se interrumpirán, sospechosamente, hacia la época de la boda del modelo con Margherita (a la que el pintor se referirá desdeñosamente como “esa puta”); un hecho a menudo citado junto a la aseveración de Richard Burton acerca de cierta obra del artista en donde se representaría al Santo Rosario bajo la apariencia de una ronda de treinta hombres desnudos «turpiter ligati» (“indecorosamente enlazados”).
En este sentido, mucho se ha dicho sobre supuestas claves homoeróticas. El dato, sin embargo, resulta superfluo o insuficiente. En efecto, diversos testimonios certifican embates que no discriminaban entre hombres, mujeres, ancianos o incluso animales (dos mulos desventrados en una trattoria de las cercanías de Módena). Esta furiosa actividad erótica ha quedado bien documentada en la anécdota que nos lega el abate de Santa María de Fiesole, testigo de cómo el artista, a solas en el refractario durante esas horas en las que la implacable siesta meridional le obligaba a detener su labor, se ocupaba en “perseguirse a sí mismo al fresco” (…) “Al ser advertido por mí sobre la futilidad del intento, reprendióme con no poca gracia, apelando a la fábula del certamen entre Aquiles y la Tortuga que nos recuerda la infinita divisibilidad del tiempo. En fin, que tanto dijo y tan elocuentes fueron sus maneras que, tras eludir un puñetazo, decidí retirarme al claustro dejándole ocupado en sus quehaceres”.
Baldasini, quizás de modo previsible, se apresura a establecer una conexión entre esta anécdota y la pintura (debidamente perdida) a la que se refiere Burton: los treinta hombres serían uno sólo representado en diversas fases de movimiento; lo cual no sólo constituiría a Caravaggio en el inventor de los dibujos animados sino también en precursor de complejas teorías sobre el espacio-tiempo. Allá Baldasini y sus teorías.
Los últimos años son confusos, no por falta de documentos sino por su exceso. Un intento fallido de asesinato en Nápoles deja heridas permanentes en el rostro de un artista que es ahora y ya de modo unánime definido como “hosco e insociable” y que masculla invariablemente letanías acerca de “sus enemigos”, sin especificar nombres. Perseguido primero en Palermo y luego por las dos Sicilias (ambas), el artista va dejando un reguero de sangre y pintura a su paso. En efecto: el Caravaggio de este período huye de día y pinta de noche, sin despegarse del célebre sable corto que ha traído consigo sujeto entre sus dientes desde la época de la fuga de Malta. La partida que se ha reunido para darle caza es ahora enorme e incluye a varios delegados florentinos, emisarios del Dux de Venecia, conspiradores a las órdenes de Roma, mercenarios suizos, parientes, acreedores y un grupo de críticos de arte. El olor a pintura los guía y no son pocas las veces que al llegar a una perdida iglesia de la montaña, se encuentran con alguna nueva obra maestra, todavía fresca, delatando el reciente paso del artista.
Si sabemos el final, es gracias a su fiel amigo Baltasar Balducci, quien sale a su encuentro.
Bien podemos ceñirnos a sus palabras: Baltasar tiene noticias de Roma. Gracias a la intervención del cardenal Borghese, conocido por su falta de escrúpulos, el Papa ha otorgado un indulto; pero este solo puede hacerse efectivo mediante un inmediato viaje a la Santa Sede. Balducci conviene en guiar a Caravaggio a Porto Ércole, desde donde el artista podrá por fin embarcar rumbo a la libertad y acaso la gloria (una providencial reyerta entre los críticos de arte ha retrasado a sus perseguidores por unos días).
Se hacen los arreglos pertinentes y el pintor, acompañado por su amigo, se hace presente en el pequeño poblado. Ya desde lejos, su cara de loco y ademanes salvajes aterrorizan a los simples pescadores del lugar: sólo la presencia de Balducci, repartiendo aquí y allá algunos ducados, logra calmar los ánimos generales.
Ambos hombres acceden al puerto. El barco es apenas un puntito negro en el horizonte. Por una vez, el “Andrea Doria” ha partido a la hora prevista.
Los simples pescadores que, ufanos, pretendían jactarse de ese hecho para afirmar que en Porto Ércole las cosas se hacen como es debido (a diferencia de lo que pasa con los roñosos de Civitavecchia), se detienen en seco al descubrir la expresión lívida de furia e incredulidad que desfigura el rostro del artista. Un alarido inhumano atraviesa el límpido aire de la mañana como una espada de fuego.
Luego, un crujido sordo y todo ha terminado. Caravaggio, víctima de la última de sus rabietas, acaba de caer blandamente sobre la arena mojada con un “plof” plácido y hasta refrescante. El cuerpo del pintor, tendido boca abajo, se halla en un maravilloso estado de inmovilidad, “quieto al fin y para siempre”. Pequeños hilos de sangre, oscuros como la tinta de los calamares, se mecen perezosamente en una espuma que se esfuerza en evocar las blancas alas de los angelitos y ese tipo de cosas.
Hasta aquí el testimonio de Balducci. Los restos de Caravaggio fueron depositados en la capilla de Grosetto el 19 de octubre de 1610. Una breve esquela avisando de su muerte llegó a Roma unos diez días más tarde.
(*): Muchos testimonios sobre la vida del pintor provienen de archivos judiciales en Roma. El «caso alcachofa» se refiere a un incidente donde Caravaggio lanzó un plato de alcachofas ardientes a un mesero, por razones desconocidas.