El vendedor de humo. Nueva entrega de esta columna donde el dibujante Lucas Nine se propone “garantizar una provisión de teorías escandalosas para discutir en la sobremesa y munir al pastenaca de un material que le permita impresionar a sus amistades”.
Atención, lectores. “El vendedor de Humo” inaugura en esta entrega su “Columna Gastronómica”, espacio dedicado a rastrear las manifestaciones del espíritu en los abismos gastrointestinales. Para eso, hoy contamos con la presencia especial del genial Miguelito Brascó, quien, munido de su infaltable botella de vino, nos asistirá en este viaje por el mundo de los sabores. Bienvenido, Miguelito. (Miguelito responde con una ligera reverencia)
El vino elegido para esta jornada es un Chablis Raveneau, cosecha 1992. Miguelito lo ha descorchado hace un rato, precisamente en el momento que usted realizaba el doble click para acceder a esta columna, y ahora se encuentra paladeando su tercer vaso. Según afirma, se “trata de un vino ligero y fresco, con recuerdo prolongado en boca”. ¿No es así, Miguelito? (Miguelito asiente, risueño). Comencemos entonces.
Desde hace siglos, los especialistas han acordado en rastrear la historia de las realizaciones humanas (comúnmente conocidas como “cultura”) en toda disciplina artística que caracterice a una época. De esa manera, resulta habitual apelar al espíritu de la contrarreforma a la hora de definir al barroco italiano o a la voracidad sexual de Madonna para explicar el Pac Man. El problema empieza cuando, dentro de estas generalizaciones, se trata de distinguir entre causas y efectos: es difícil saber si fue el fraseo novedoso del porteño el que inspiró a los creadores del tango o si fueron las muchedumbres las que decidieron remedar a los instrumentistas para impresionar a interlocutores y amistades. En todo caso, se estaba tras una intuición colectiva, y resulta insensato tratar de definir con alguna precisión quién servía de figura y quién de reflejo entre tanto manotazo al aire (Miguelito sonríe y se encoje de hombros).
Lamentablemente, de estas dos artes sólo una está tipificada como tal y sobrevive en formas cristalizadas geológicamente como partituras o grabaciones; pero cabe sospechar que la otra, en evolución constante, haya tenido alcances mucho más vastos simplemente porque rodeaba a la totalidad de los hombres, a excepción de los sordomudos (risas sofocadas de Miguelito). Un caso similar es el de la comida: precisamente el que hoy nos convoca.
Culturalmente, estamos condicionados para comernos una idea antes que un simple plato de comida. Esto explica que la llamada “pizza”, tradicional alimento del pobre, cueste hoy lo mismo que un brazalete de diamantes: se presume que derretido junto al queso vendría el boleto para acceder a un pasado común de modestos inmigrantes italianos. En esta vena, algunos deciden empotrarse una hamburguesa en el gaznate para viajar a Miami mientras que otros optan por el sofisticado “colchón de verde” para irse a la mismísima puta que los parió (Miguelito festeja la ocurrencia emitiendo un sonido gutural que puede deletrearse como “hueeeeee”).
Pero la idea de esta columna no es hacer una radiografía de la imbecilidad humana (Miguelito niega con la cabeza), sino la de viajar en el tiempo para estudiar la manera en la que platillos que hoy nos parecen perfectamente inocentes fueron, en su momento, la encarnación de un ideal e incluso el producto de combates ideológicos que dividieron a la humanidad durante siglos y que siguen operando en el interior de nuestras sociedades. Para eso, recurriremos a nuestra particular “máquina del tiempo” (Miguelito levanta la botella para mostrar una serie de marquitas dibujadas con birome que miden su contenido en centímetros cúbicos haciéndolo corresponder a fechas: 1896, 1789, 1609, etc.).
Con la ayuda de Miguelito (que sirve un par de copas hasta dejar la botella clavada en “1789”), vamos a transportarnos ahora hacia la Italia del siglo XVIII, región atravesada por los conflictos que ya conmocionaban al resto de Europa con el agravante de la división territorial.
Repasemos: lucha entre las burguesías locales y la maquinaria monárquica, el gran capital cobrando conciencia de su independencia en tanto poder, la revolución industrial llamando a la puerta de las sociedades más avanzadas y, principalmente, la lucha soterrada pero incansable entre la religión (encarnada en el papado romano) y el liberalismo iluminista de corte anticlerical. Brindemos, Miguelito, y vayamos allí, aprovechando este milagro de la tecnología moderna llamado “máquina del tiempo” para estudiar bien el proceso (Miguelito se refriega los ojos lagañosos y mira a través de la botella ya vacía como si fuera un telescopio).
Efectivamente, tal es el panorama de ese pueblo dividido. Y si existe algún factor unificador, no es otro que la llamada “pasta italiana”, que pronto pasa de ser una curiosidad a uno de los platos fundamentales del pueblo.
Según Cesare Marchi: ” …il nostro più che un popolo è una collezione. Ma quando scocca l’ora del pranzo, seduti davanti a un piatto di spaghetti, gli abitanti della Penisola si riconoscono italiani… Neanche il servizio militare, neanche il suffragio universale (non parliamo del dovere fiscale) esercitano un uguale potere unificante. L’unità d’Italia, sognata dai padri del Risorgimento, oggi si chiama pastasciutta”. (C. Marchi, Quando siamo a tavola, Rizzoli, 1990)
Ahora bien, son muchos los que ven en Genaro de Carrara (ese fiero mastín dominicano encargado de los asuntos administrativos de la Orden) al impulsor de instituir la “pasta al dente” como parte principal de la dieta en conventos, monasterios y demás instituciones del ámbito religioso. Los argumentos más sólidos fueron, desde luego, de orden económico: se trataba de un alimento que, después de una breve preparación efectuada con alguno de los ingredientes más accesibles del mercado, resultaba factible de ser conservado por un tiempo indefinido. Sin embargo, Genaro, astuto conocedor de la mentalidad de su rebaño, supo promocionar la idea desde su costado filosófico: esos delicados filamentos de pasta de sémola o de trigo resultaban una metáfora a la par que un alimento. En diversos textos, remitidos a infinidad de establecimientos bajo el control de la Orden, se presenta a esas graciosas cintitas como la “manifestación palpable de la gracia divina, que desciende directa y rectamente, desde lo alto, como un rayo que se dirige sobre el fiel para alimentarle”.
Genaro, de manera ostensible, apoyaba su construcción teológico-culinaria (por extraña que nos resulte ahora) en una tradición previa y universal, compartida por todo el catolicismo. Siglos de una semiótica de la sangre y la carne, encarnadas en el vino y en la hostia como la manifestación concreta de un Espíritu que para ser asimilado por el creyente debía ser materialmente deglutido, hacían no sólo comprensible la imagen construida por Genaro sino prácticamente irresistible para el fiel (Miguelito hipa de entusiasmo).
Muy pronto, en toda Italia, los monjes deglutían pastas a dos carrillos. El nombre con las que estas eran conocidas había sido otra argucia del dominicano, y pudo haber sido una clave no menor en el éxito formidable que conoció su estratagema: los “Fides in Deus”, (literalmente “Fe en Dios”) pronto se vieron convertidos en “fideus”, esto es, fideos. El éxito del plato desbordó rápidamente el ámbito religioso, para vérselo servido en todo tipo de ambientes laicos. Más aún: la nueva variedad alimenticia sirvió para paliar diversas hambrunas (como la producida por el hongo de la roya en Nápoles), y pronto se equiparó la introducción del nuevo plato a un milagro. Oleadas de una fe que ya entonces vacilaba recorrieron el país. Fue entonces cuando las iglesias, nuevamente llenas por obra y gracia de la intervención divina, se congregaron para celebrar la maravilla del “fideo”, moderno maná que descendía a la campiña italiana como una señal de los cielos.
Sin embargo, mi querido Miguelito, el enemigo tradicional del papado romano vigilaba y tomaba nota del caso, dispuesto a servirse de los mismos medios de ser necesario (Miguelito pone los ojos en blanco y babea).
En efecto, no fue mucho después cuando una nueva variedad alimenticia empezó a recorrer los caminos de la Romagna, la Puglia y toda la región lombarda. Su nombre era una especie de contraseña intercambiada entre viajeros de aspecto dudoso y posaderos de aire suspicaz:
-¿Desea el señor un plato de “fideos”?
-No, gracias. Creo que prefería unos buenos “gnocchi”. Usted sabrá comprender.
Este diálogo, repetido en toda Italia, ocultaba una realidad mucho menos pueril que la que parecía representar. El gnocchi, o “ñoqui”, como lo conocemos aquí, había sido creado con el fin muy concreto de servir tanto de emblema como de contrarrestar la acción de la Iglesia, que la incipiente masonería italiana consideraba nociva. El ñoqui sería la manera de asimilar los nuevos ideales racionalistas y anticlericales de la burguesía por vía oral. En definitiva: la hostia pagana.
Astutamente, la Masonería había replicado con los mismos elementos que habían garantizado el éxito del fideo (se señala a Alessandro di Cagliostro como el estratega principal, aunque con cierta reticencia por parte de algunos especialistas: nada extraño, si recordamos que el accionar de las organizaciones secretas es necesariamente secreto). Su forma “remite perversamente a la del cerebro humano, por ser órgano al cual los introductores de este plato herético conocen como fuente de toda inteligencia, mientras que su nombre “gnocchi” deriva sin duda de la palabra griega “gnosis”, “conocimiento”, al que pretenden torpemente oponer a la fe. En suma, el conocimiento griego contra la fe latina, tal es el programa que propone este plato”, refiere el informe de un cronista anónimo hallado en los anales de la Inquisición Romana.
Algunos teóricos llegan incluso al extremo de señalar la tradición de depositar dinero bajo el plato como una demostración del primitivo vínculo existente entre la burguesía y el ñoqui, pero hoy, mi querido Miguelito, lo único que podemos afirmar con certeza es que la Historia nos ha pasado el fuentón; y sea de ñoquis o sea de fideos, lo deglutiremos en la ignorancia más absoluta de su significado más profundo. ¿Está el pasado tan muerto como creemos? (Miguelito se tambalea y cae al suelo).
A modo de conclusión, nos permitimos sugerir una posibilidad final: detrás de cada simple comestible que ponemos en nuestra mesa existe una idea agazapada, visible sólo en algunos pocos casos.
La cautela es recomendable. No sea que junto con la pequeña banana que se le ofrece a nuestro paladar estemos masticando una Gran Banana con los dientes inefables del espíritu. ¿Non è vero, mi querido Miguelito?