Por Mariano Pacheco*. Se llama Víctor Hugo, como el escritor, pero todos le dicen Beto. Como tantos otros, comenzó militando en la Juventud Peronista de su barrio, y luego se incorporó a Montoneros. Aquella noche del 3 de febrero de 1977, mientras la mayoría de sus vecinos duerme, Beto es apresado en su domicilio, ubicado en una barriada del distrito de Berazategui, por una “patota del Ejército”.
De un momento a otro Beto se encuentra reducido y sumergido en el baúl de un automóvil. Con las manos atadas y el rostro cubierto por una capucha, apenas puede escuchar a unos hombres (¿dos?) intercambiar comentarios mientras ríen. Es lo último que recuerda, antes de entrar a ese lugar que, justo porque se le movió la capucha por un instante, pudo descubrir que era un cuartel del Ejército. Aunque entonces no supo cual.
– X : ¿Vos sos Víctor Hugo?
– Beto: …
– X: ¿Así que no vas a hablar?
– Beto: …
– X: ¿Qué nivel tenés?
– Beto: No sé de qué me hablan.
– X: No te hagas el pelotudo, pibe. ¿Quién es tu responsable?
– Beto: No sé por qué me fueron a buscar.
– X: ¿Cómo se llaman tus compañeros?
– Beto: No sé de qué me hablan.
Aquel viernes había sido un día atípico para Beto, por más que haya salido a la mañana tranquilamente a comprar el diario, y por más que haya trabajado fabricando muñecos, como lo venían haciendo cada mañana desde hacía cinco meses junto a su hermano Juan Antonio. Fue un día extraño, entre otras cosas, porque al volver con el diario entre las manos, se cruzó con unas chicas que le dijeron haber visto a “unos tipos de mal aspecto”, que pararon con un auto y una camioneta frente a su taller, preguntando por él. También le resultó llamativo que el vecino de la esquina le hubiese comentado que “unos tipos con pinta de chorros” se habían parado con un auto y una camioneta un rato largo frente a su taller.
Lo primero en que pensó Beto entonces fue en el robo que habían padecido tiempo atrás, y por eso convocó a Coco y a Cachito −el mayor de sus hermanos y un amigo del barrio que alguna vez había militado junto a él en la Juventud Peronista− para que lo ayudaran a montar guardia en el taller. Por eso, cuando alrededor de las diez de la noche escucharon frenadas de autos en el portón de entrada, y vieron a una banda de tipos forzando el candado para entrar, pensaron, sólo por unos segundos, que se trataba de un nuevo intento de robo. Pero rápidamente Beto se da cuenta que se trata de otra cosa, sobre todo cuando ve que uno de los tipos le apunta con una escopeta a su hermano y otros comienzan pegarle a Coco, sin dejar de preguntar todo el tiempo por Víctor Hugo.
-Yo soy el que buscan, gritó Beto.
-No te hagas el piola porque te vacío el cargador.
Esa frase fue lo último que escuchó, antes de que lo cargaran en el baúl del auto. El patio iluminado de su casa fue la última imagen que tuvo en libertad.
Luego, tras repetir a sus captores que él no sabía de qué le estaban hablando, se quedó mirando fijamente a uno de los represores. Como respuesta, su verdugo le metió los dedos en los ojos, ordenando inmediatamente que no lo mirara más. Ojos azules, el cabello rubio aunque un poco pelado, bigotes, los rasgos de ese tipo de unos 34 años jamás se borraría de su recuerdo. Tal vez porque a pesar del dolor volvió a mirarlo. Y, como no podía ser de otra manera, el tipo otra vez lo castigó.
¿Cuál era entonces su temor más grande? En ese momento, su temor más grande pasaba por no soportar la tortura. No aguantar y tener que hablar.
Vestido tan sólo con un slip, Beto se encuentra atado a un camastro de hierro, con unas sogas de cuero apretujándole las muñecas y los tobillos, y la picana eléctrica recorriéndole todo el cuerpo.
Como el oficial de En la colonia penitenciaria los verdugos del Campo Clandestino de Detención en el que se encuentra secuestrado también se deleitan perversamente con su castigo. Beto, como el condenado del relato de Franz Kafka, también descifra el contenido de la condena con las heridas que se le imprimen en el cuerpo. ¡Cómo desearían, si por ellos fuera, que esa práctica punitiva no se desarrollara en desconocidos cuartos, puertas adentro de un cuartel, sino en la calle, ante la vista de todos! Si por ellos fuera, regresarían a esos tiempos arcaicos en los cuales el castigo –como supo señalar Federico Nietzsche en la Genealogía de la moral– consistía siempre en alguna forma de mutilación corporal convertida en espectáculo público. Pero no. La decisión política de quienes impulsaron el Proceso de Reorganización Nacional, fue operar desde las sombras, sin dejar ni siquiera a la vista los cuerpos heridos de muerte de sus enemigos.
Beto no sabe bien cómo funciona el mecanismo estatal del arepresión. Pero hay algo que sabe muy bien: no está dispuesto a morir “como un perro”, como Josep K, el personaje de ese otro gran texto de Kafka, El proceso. Pero, ¿cómo hacer? El dolor ya se ha logrado apoderar prácticamente de todo su cuerpo. No aguanta más, y por eso, empieza a gritar. Antes de ver al tipo de ojos azules taparle la cara con una frazada, Beto puede darse cuenta que su verdugo lleva puesto un uniforme color petróleo, como los que usan los policías. ¿Qué hacer? Escucha que suben el volumen de la radio. Sólo lo bajarán de tanto en tanto, para preguntarle sobre su nivel dentro de la organización, y el nombre de su responsable. ¿Cómo hacer? En principio, se dijo, debía resistir la tortura. Y después ver. Por eso insistió en mantenerse en la misma posición: que se habían equivocado, que él no tenía nada que ver; que no estaba metido en nada raro, que él trabajaba con sus hermanos, fabricando muñecos.
– Muñecos (el tipo de ojos azules hace una mueca). Tus hermanos van a tener que hacer el molde de un muñeco bien grande, para meterte a vos, pibe. Porque de acá no salís vivo. ¿Entendiste? Sos boleta, pibe: perdiste, ¿entendés? Tu vida ahora depende pura y exclusivamente de mi voluntad (el tipo de cabello rubio, aunque un poco pelado, vuelve a suspirar, da una vuelta, hace un silencio antes de continuar). Puedo matarte ahora o más tarde, mañana o pasado… cuando se me antoje.
El tipo de bigotes necesita que Beto cante. Quiere esa información. Y está dispuesto a realizar cualquier tipo de vejámenes para lograr su misión (que es la sumisión del otro). Beto, en la soledad de la sala de torturas, se enfrenta a su verdugo, pero también se enfrenta con sí mismo. Surge, de ese silencio, su humanidad. Si la angustia y el abandono se presentan allí en su rostro más crudo, más descarado, el silencio restituye en el condenado los aspectos de humanidad que intentan arrebatarle, junto con la información.
-Acá todos cantan, pibe. El primer día todos se hacen los duros, pero al segundo, al tercer día, ya no pueden más y cantan.
El verdugo presiona, no sólo con el dolor físico sino también psicológicamente. Quiere información, datos que le sirvan para secuestrar a otro militante, torturarlo, hacerlo cantar (“cantá pibe, no seas boludo”), quebrarlo y recomenzar el ciclo nuevamente.
-¿Es un teniente? -pregunta un tipo que ha entrado a la sala de interrogaciones-. ¿Qué nivel tiene? Beto escucha a varios hombres entrar y salir del lugar. De repente, uno de los tipos, al parecer de mayor jerarquía que el resto, se dirige a él.
– Qué boludo, pibe: tus jefes en el exterior, cagándose de risa, y vos acá, haciéndote matar al pedo. Entendelo, pibe, eso de aguantarse la tortura son todas macanas. Eso te dicen ellos, que están afuera, tomando algo fresco, comiendo algo rico, en este momento, tal vez, con alguna minita. Pero vos… vos, pibe, estás acá. Así que decime. ¿Te vas a dejar matar?…
(*) Relato que integra la serie Montoneros Silvestres, 8 entregas que Marcha publicará el tercer martes de cada mes.