Por Nancy Slupsky*. Era de noche ya y una oscuridad profunda, desgarrante, temible, cubría con su manto la geografía de cerros y quebradas. El ingenio permanecía a semioscuras y la quietud de esa hora marcaba el fin de una nueva jornada laboral.
En Jujuy, la zafra había comenzado hacía escasos días y los peones fueron llegando de a montones, ocupando los pocos ranchos que había para ellos. Cada año sucedía lo mismo, los hombres corrían para asegurarse vivienda y las mujeres quedaban con sus críos a cuestas, con sus pocas pertenencias, con su esperanza, con su mirada puesta en esa posibilidad de engañar aunque más no sea durante unos pocos meses el hambre.
La sombra de una leyenda rodeaba de misterio y temor a las familias que trabajaban en ese lugar donde la producción de azúcar marcaba el destino de la multitud de brazos que habían viajado decenas de decenas de kilómetros.
El año anterior habían sido tres las muertes adjudicadas al Familiar, ese personaje que decían habitaba el sótano del ingenio. Este año aún no había comenzado la cuenta regresiva pero se la esperaba, como se espera lo inevitable, como se aguarda ese destino que uno cree escrito desde el momento del nacimiento. En los lugares más recónditos de la mente, emergía punzante una sensación de inefabilidad, de impotencia, de ser tan sólo un engranaje más de ese gran devenir de la existencia, de no poder torcer lo que ya estaba escrito.
Las madres advertían a los niños sobre el peligro de permanecer en la calle durante el horario de la siesta en épocas de cosecha. Los trabajadores del azúcar, así como los de las estancias cercanas, sabían que durante los cortes de luz- que coronaban con frecuencia el ambiente de la zona- no debían permanecer solos, debían mantenerse unidos, no soltarse de los otros. Otros creían que el Familiar, este personaje mitológico que devoraba vidas humanas, reinaba durante la noche. Salía a buscar su presa en la oscuridad.
Un hombre caminaba por la estrecha callecita que separaba su casa del lugar de procesamiento de la caña de azúcar como ajeno a todas estas elucubraciones del sentir popular.
Julián, así se llamaba este peón jujeño, se sabía a salvo. Él pensaba que el hecho de no dar crédito a todas las fantasías creadas por el ingenio de la gente, era la mejor arma que poseía para combatir ese miedo que tildaba de irracional e inexplicable. Caminaba despacio, pensativo, distante. Había debido viajar para esa cosecha sin su familia. Sus hijos debieron permanecer en su rancho al cuidado de su mujer quien hacía meses estaba enferma de los pulmones y no podía soportar grandes travesías.
Julián estaba triste, extrañaba a los suyos.
A su pequeña niña de tan sólo 4 años- la Juana- con su carita morena de cabellos al viento surcada por grandes trazos de alegría, entretejida con marcas de una tristeza ancestral que parecía ser un rasgo característico de los paisanos de la región.
Al Pedro, su primogénito, en quien había depositado toda su esperanza de cambio y de un futuro diferente. Julián deseaba que su hijo pudiera llegar a terminar la escuela, que conociera otros horizontes distintos a los que él había transitado durante toda su vida nómade, en busca de un trabajo aquí y allá, resignándose a la paga y a las condiciones impuestas por los que tenían el poder y el dinero.
En el ingenio, ese año, él había encontrado buen recibimiento en los hogares de las otras familias pero no era lo mismo que estar acurrucado entre el calor de los suyos.
Julián había escuchado los dichos acerca del Familiar. Sabía que se comentaba que los patrones de los ingenios y estancias hacían un pacto con él para que la producción de cada año fuera buena. Le habían contado que este personaje adquiría distintos rasgos; que se podía aparecer, a veces, como un enorme perro negro, con grandes garras, o como un viborón con ojos de sapo. En determinadas circunstancias, también decían que el Familiar tomaba forma humana, siempre ataviado con vestimenta oscura. Pero lo importante no era tanto su rasgo externo sino más bien su propósito.
Se hablaba de que para que la producción de un ingenio fuera exitosa, el Familiar necesitaba alimentarse de la carne de por lo menos un peón por año.
Todos los compañeros de Julián decían que en el sótano de la planta principal habían escuchado algunos sonidos raros, como rugidos o cadenas que se arrastraban. Nadie quería bajar sólo a ese lugar, decían que ésa era su guarida. Que el patrón lo prohijaba para garantizar la cosecha de esa temporada. Que a veces también lo dejaba libre para que eligiera a su próxima víctima. Casi todos temían por sus vidas. No querían abusar de la suerte, ni deseaban tentar al diablo. Muchos hablaban acerca de haber visto algo así como dos bolas de fuego deambulando por el tupido monte de cañas. No era común, por ello, que alguien se paseara como él durante la noche y se alejara tanto de donde se concentraba la población del ingenio.
Lo cierto es que Julián no podía conciliar el sueño. Deseaba disfrutar de la libertad de su cuerpo; sensaciones que durante la jornada laboral no podía experimentar. En su pequeño ranchito, estaba acostumbrado a salir por el cerro, a mirar y dialogar con el cielo y las estrellas.
Esa noche, en el ingenio, tan lejos de su terruño, creyó que mirándolas, sus amigas, las luciérnagas del cielo, le acercarían alguna información de los suyos. En esas últimas horas, no sabía porqué pero la ausencia se le estaba haciendo más pesada, más difícil de sobrellevar. Se desesperaba pensando que tal vez su mujer y sus hijos lo necesitaran y él, tan lejos, no podía hacer nada por ellos.
Un presentimiento lo tenía a mal traer, lo devoraba de angustia y necesitaba tranquilizarse. Quería sentir la caricia renovadora de la brisa. Precisaba romper el encierro de la habitación compartida con otros hombres. Necesitaba un poco de soledad, un retazo de intimidad consigo mismo, con sus sentimientos. Con ese dolor del desarraigo que ese año le estaba jugando una mala pasada. Se levantó intentando hacer el menor ruido posible. Se vistió su pantalón blanco de hilo y su camisa clara de tela rústica, se calzó sus ojotas y salió al encuentro de la noche.
La luna iluminaba con potencia sus facciones indígenas. Los grandes pómulos se destacaban del resto de las mejillas y permanecían expectantes de algún rastro de felicidad que permitiera desentumecer la rigidez de sus gestos. Unas lágrimas se deslizaron por su rostro sobrecargado de tantas penurias ¡Si pudiera vivir con lo que produce su tierra! Pero no, imposible, si tantas veces lo intentó y otras tantas se golpeó la cara contra la realidad. Peón golondrina, ése parecía ser su único destino posible. Y sólo la Pacha sabía cuánto esfuerzo y sacrificio portaban esas dos palabras…
Inmerso en un sinfín de recuerdos, cavilaciones y silencios, casi sin percibirlo, Julián se había ido alejando poco a poco de las escasas luces del pueblerío. Luces fabricadas con sebos, con kerosene, con velas encimadas en las mesas a manera de farol de noche.
Lo cierto es que el hijo del antiguo cacique, de una étnia ya a punto de extinguirse, había atravesado la frontera casi imperceptible del pueblo y el cañaveral. Sólo cuando uno de los juncos de las cañas le rozó la cara advirtió el trayecto caminado.
Se había alejado demasiado, más de lo que hubiera deseado. Estaba por pegar la vuelta cuando un olor raro, extravagante le llamó la atención y le heló la sangre. Un aroma a azufre penetró en sus fosas nasales; buscó algún indicio de su procedencia pero nada advirtió. Su ojota se había atascado en algún pedazo de caña y tironeó para arrancarla de su prisión. Hizo fuerza con tan mala suerte que desgarró un retazo de su pantalón. Intentó conservar la sangre fría. Tenía un gusto agridulce en la boca y un hilo de saliva comenzó a deslizarse por la comisura de sus labios. Él no era de cederle espacio libre al miedo. Pero, esa noche… esa noche se hallaba particularmente vulnerable. Se sentía como si no fuese él, como si sus pensamientos no le respondieran y se fueran a divagar libremente por caminos propios.
Sin poder retener su rumbo, un recuerdo no deseado vino a su memoria: El familiar. Tantos dichos y habladurías había escuchado sobre este personaje que ya no distinguía si formaban parte de una creencia o…
De repente, un ruido metálico estremeció su cuerpo. Inmediatamente, con una imperiosa necesidad de contraponer al temor alguna evocación benéfica, se afirmó ciegamente en sus propias convicciones.
Su padre le había enseñado a venerar a Inti -el sol-, a la luna, a las estrellas y a la tierra. Su madre guardaba con sumo cuidado en una cajita de su pertenencia algunas estampitas de la virgen. Él, de pequeño, solía acompañarla en las procesiones que llevaban la efigie de la santa por los cerros y quebradas. De la mano de estos recuerdos, intentó no sucumbir a la desesperación, al espanto, al terror y volvió a imprimirle fuerza a su pierna atascada. Casi lo había conseguido cuando distinguió dos ráfagas de fuego que se le acercaban. El olor a azufre se hacía cada vez más fuerte. Miró a la luna y, la encontró cubierta por un manto de nubes.
Pensó en la Juana, en el Pedro y en su hermosa mujer morena de ojos negros. Quiso correr pero no pudo. Deseó gritar pero la voz se le ahogó en su garganta. Ya no podía contar ni siquiera con su propia fuerza. No era él. Distinguía el balancear de cañas a un lado y al otro pero era como si lo estuviera observando desde la visión distorsionada de un cristal empañado. Una sombra negra se le aproximó. En la neblina de la noche no supo bien si era un gato, un perro o un ser humano bastante singular. Tal vez un viborón, un cerdo o un tigre. Vio grandes uñas acompañadas por una dentadura sobrecogedora.
La única certeza que tuvo en ese momento fue que el miedo le paralizaba la sangre, la mente, la voluntad…
Un ruido de cadenas se expandió por el cañaveral. Las pocas luces que aún permanecían encendidas en el rancherío cercano al ingenio se apagaron por unos segundos.
’Otro corte’, exclamaron los que estaban aún levantados. Y un cruce de miradas bastó para acallar cualquier rumor, suposición o pensamiento.
Poco a poco, la oscuridad fue cediendo terreno al alba.
A la mañana siguiente, algunos comentaron acerca del apagón que habían sufrido a medianoche. Entre los cañeros que formaban parte del grupo de Julián se miraron y preguntaron por él. No estaba. La noticia se desparramó como un río desenfrenado ¡Julián no aparecía por ningún lado! Muchos supusieron o necesitaron creer que no había resistido la separación de su familia. Pensaron que un mes había sido una prueba demasiado extensa como para que el hombre -muy apegado a sus niños y a su mujer- permaneciera tan lejos de ellos y, para peor, sin poder tener noticias de sus parientes.
Otros, tal vez la mayoría, pensaron -o en verdad supieron- que el familiar se había cobrado una nueva vida. No querían mirarse a los ojos. No deseaban encontrar en los otros ese terror que se apoderaba del propio cuerpo. No querían decir que Julián no se había marchado, que estaba ahí, ahora para siempre, tal vez más cerca que nunca, formando parte del ambiente del ingenio. Muchos lo habían visto alejarse la noche anterior…
Desde la casa de los patrones, la caminata nocturna de Julián tampoco había pasado desapercibida. Vieron que un peón rompía las barreras del temor y se internaba en la negritud del camino. Pensaron que no era bueno que alguien, de alguna manera, estuviera desafiando al Familiar.
No se podía no creer en su existencia….
El Familiar, de alguna manera, siempre iba a estar cuidando la buena fortuna de los ingenios y de las haciendas.