Por colectivo editorial. A 30 años de la guerra de Malvinas, una reflexión que acompaña el reclamo de soberanía en las Islas pero que al mismo tiempo plantea interrogantes necesarios para la construcción de un país y un pueblo realmente soberanos en todos sus aspectos.
Pasaron ya 30 años de la última guerra librada por nuestro país. Después de las batallas bicentenarias de la Independencia, fue posiblemente la única guerra de la historia nacional basada en una causa justa. De ahí el amplio respaldo y el sentir popular con el que contó.
Pero la justeza de una guerra no se puede medir por el discurso de sus hacedores ni por el respaldo popular. En verdad, este fue el último intento malogrado de la dictadura por permanecer en el poder ante el creciente desgaste que sufría, al tiempo que una jugada de la “Restauración Conservadora” de Thatcher en Inglaterra.
El discurso antiimperialista contra el colonialismo inglés era la cínica máscara de un régimen genocida que había abierto la economía de nuestro país a una brutal penetración del capital extranjero. La domesticación a sangre y fuego del espíritu de liberación presente en una parte significativa de la clase trabajadora y del pueblo obedecía a la ejecución de una transformación de las estructuras económicas y sociales de la Argentina. Como denunció con total lucidez Rodolfo Walsh, a quien homenajeamos a 35 años de su asesinato: “Esos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren. En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”.
Viendo el resultado desde hoy, la guerra parece una aventura delirante, producto de mentalidades pasadas de alcohol y descabelladas. Pero esas serían palabras demasiado edulcoradas, una vía de escape fácil, para un hecho que incluyó el sacrificio de varios centenares de jóvenes y de miles que aún sufren las secuelas de haber pasado por aquella experiencia.
El conjunto de las fuerzas políticas nacionales cerró filas detrás de la presidenta Cristina Fernández en la reactualización del reclamo de nuestra soberanía sobre las Malvinas y demás territorios del Atlántico Sur. Ahora por vía diplomática, contestando la militarización inglesa del Atlántico Sur y los intentos ilegítimos de explotación de los bienes comunes naturales que yacen en el fondo del océano. Retomando la bandera de la soberanía nacional y rechazando el colonialismo. Los países hermanos de Nuestra América acompañaron el reclamo: desde el Chile de Piñera hasta la Venezuela bolivariana hicieron continental la lucha por la recuperación de Malvinas. Las nuevas estructuras de la integración regional como la UNASUR, la CELAC o el ALBA, son un sólido apoyo que no existía tres décadas atrás, cuando la hegemonía norteamericana sobre la región era más intensa y predominaba en ese terreno una Organización de Estados Americanos dominada por el gigante imperial del norte.
Ahora bien, partiendo de la justeza del reclamo de soberanía de nuestro país sobre el archipiélago atlántico, urge preguntarnos: ¿Qué ocurre con las empresas multinacionales que operan en nuestro territorio? ¿Qué es lo que está pasando en la minería, sustentada en los capitales extranjeros que no reinvierten nada en nuestro país dejando sólo contaminación y saqueo? ¿Se puede hablar de soberanía cuando los índices de concentración y extranjerización de la industria crecen año tras año siguiendo cualquier medición? ¿Cuántas veces se puede encontrar el territorio de las Islas Malvinas en el diez por ciento de la tierra que se calcula en manos de dueños extranjeros? ¿Un país que depende estructuralmente de la exportación de materias primas agrarias puede ser considerado un país soberano? ¿Acaso la actividad del campo argentino está dirigida y regulada activamente por el Estado nacional, en función de algún proyecto estratégico de soberanía alimentaria? ¿Cuál es el rol que juegan las grandes exportadoras cerealeras? ¿Y las grandes empresas que producen y venden las semillas transgénicas?
También se habló mucho de las concesiones petroleras en las últimas semanas. Sin embargo en ningún momento se cuestionó el actual modelo de gestión privada. ¿Qué pasa con las empresas extranjeras que explotan el gas y el petróleo? ¿Cómo encajarían hoy las viejas banderas de soberanía económica e independencia política? ¿Podría ser la lucha por la soberanía nacional en Malvinas una parte de una política más integral de creación de un pueblo soberano? Por el momento esto no parece estar en la agenda del kirchnerismo aunque sí en la de algunos movimientos populares y sindicales.
En la Argentina posterior a la rebelión popular de diciembre de 2001 es difícil pensar en una soberanía nacional que no sea también soberanía popular. Es decir, en un pueblo que tome en sus manos su destino. Esto exige una democratización de las decisiones políticas, la escucha de la voz de las comunidades directamente afectadas como en el caso de la minería, el debate público y abierto en temas como la explotación de hidrocarburos y minerales, el trazado de un proyecto estratégico de emancipación y los instrumentos para impulsar decisiones plebiscitarias, lo más directas e incluyentes posibles