Por Martín Ogando. El contundente triunfo del oficialismo en las elecciones presidenciales se anudó, en cuestión de días, con la conmemoración del fallecimiento de Néstor Kirchner. En medio de los homenajes, una breve reflexión.
La presencia
La presencia simbólica que ha tenido el ex-presidente en la campaña electoral resulta insoslayable. Cristina Kirchner ha recurrido a su figura como emblema del proyecto compartido y lo ha mencionado, con las lógicas implicancias emotivas, en cada acto público. Más aún, el espectro de Néstor Kirchner dominó gran parte de su discurso cuándo saludo a la multitud reunida el 23 de octubre por la noche. Esta recuperación discursiva aportó la mística fundamental para una parte de la militancia kirchnerista que entendió la batalla electoral como una gesta y visualizó a Cristina como la heredera de una lucha inconclusa. El kirchnerismo ha tenido la capacidad de generar esa mística militante, de la que mucho tiempo careció, y que ninguna de las formaciones políticas del sistema puede mostrar. Lo que comenzó siendo una moral de resistencia, de minoría militante, en medio del enfrentamiento con la Mesa de Enlace sufrió una verdadera metamorfosis, un cambio de calidad, con la desaparición física del líder y la posterior conmoción popular. En aquel catecismo colectivo del 27 de octubre de 2010 una fuerza política derrotada en las calles y en las urnas poco más de un año antes, visualizó que era posible recuperar la vocación mayoritaria.
A un año de la muerte de Néstor Kirchner: la consolidación de su proyecto.
Está claro que Cristina Kirchner no logró el 54% de los votos por el impacto emotivo de la muerte de su esposo o por la recreación de una mística militante en algunos sectores de la juventud. La elección del oficialismo tiene indudablemente como baluarte fundamental el crecimiento y la estabilidad económica, la implementación de una serie de políticas sociales activas y la consiguiente mejoría relativa en las condiciones de vida de parte de los trabajadores y sectores medios. La gran mayoría del electorado demostró escasa propensión al masoquismo y valoró positivamente las mejoras, por humildes que éstas sean. Algunos dirán que es un voto conservador y clientelar, o que es una versión renovada del voto cuota menemista. Otros, en cambio, evaluarán que el pueblo argentino ha votado para mantener lo conquistado, para no volver al pasado y, si es posible, avanzar en la resolución de sus problemas más vitales. Y lo ha hecho con la mayor racionalidad posible dentro de las opciones efectivamente existentes con capacidad de acceder al poder. Así, el 2011 culmina con el legado de Néstor Kirchner consolidado y gozando de buena salud: un capitalismo “serio”, que mantiene la primacía de la actividad extractiva y agroexportadora pero que a su lado ha rehabilitado parcialmente el entramado industrial; una economía crecientemente extranjerizada pero con regulación estatal y la puesta en práctica de políticas sociales compensatorias; y una gestión del Estado ordenada en consonancia con los negocios empresariales pero a la vez atenta a la búsqueda del consenso popular como fuente de legitimidad.
Incertidumbres de un año por venir
El año que transcurrió entre la muerte de Néstor Kirchner y el apabullante triunfo de Cristina fue de relativa estabilidad económica y recuperación de la iniciativa gubernamental. Sin embargo, el 2012 aparece más plagado de dudas que de certezas, aunque esto resulte paradójico. El país tiene una presidenta re-electa por amplio margen, con mayoría en ambas cámaras del Legislativo, la mayor parte de la dirigencia sindical encolumnada tras el Gobierno y parte importante del empresariado brindando su apoyo. ¿Por qué hablar entonces de incertidumbre?
Es evidente que las incógnitas fundamentales se vinculan con las posibles repercusiones de la crisis económica en nuestro país. Los pronósticos catastrofistas, y las consecuentes pifias, que hace años lanzan los gurúes del establishment han consolidado una especie de contradiscurso oficialista plagado de optimismo infundado y vaciado de toda lectura crítica. La verdad es que no hay motivos serios para sostener que una economía como la nuestra, dependiente de la exportación de materias primas y productos semi-elaborados y, por lo tanto, de los precios y la demanda de los mismos, puede atravesar incólume el vendaval que azota hoy a las principales economías del globo. Por supuesto que el Gobierno tiene márgenes de acción, cómo de hecho lo demuestra la restitución de la obligación por parte de las industrias extractivas de liquidar las divisas en el país. Esta medida, necesaria aunque limitada, está destinada asegurar la disponibilidad de moneda extrajera y, a la vez, supone el reconocimiento de facto de algunos de los problemas en ciernes, como la reducción del superávit comercial y la fuga de capitales.
La incógnita central de la nueva etapa es cuál será el curso de acción del Gobierno ante nuevas condiciones, que pueden suponer una retracción del PBI, límites al gasto público o turbulencias aún mayores. La versión del kirchnerismo que conocemos ha distribuido los beneficios del crecimiento económico de manera desigual, favoreciendo la concentración de capitales pero haciendo llegar parte de esa bonanza a los trabajadores y sectores medios. ¿Qué política asumirá si la crisis económica obliga a “achicar” en vez de distribuir? ¿Es esperable un “ajuste” tradicional? ¿Hay posibilidades de que tomen medidas más radicales frente a la crisis? ¿Qué dificultades suplementarias aportan, en ese panorama, las potenciales disputas por la sucesión de CFK al interior del PJ? Como sea, en esas condiciones, el poder gubernamental, hoy aparentemente incontestado y monolítico será sometido a nuevos y duros desafíos. Y también será puesta a pruebas, sin dudas, la capacidad estratégica de aquellas expresiones políticas que, lejos de una vuelta al pasado, buscan la superación del kirchnerismo en una perspectiva de profundo cambio social.