Por Ezequiel Arauz. La relación entre Hugo Moyano y el Gobierno nacional atraviesa por el peor momento desde 2003 a la fecha. El sindicalista cree que hay un cambio de actitud del Ejecutivo frente a los reclamos sindicales. Desde el Gobierno encuentran en las aspiraciones políticas del camionero la razón de su encono.
Dos consignas sirven para enmarcar el conflicto en contexto político: por un lado, la repetida promesa de “profundización del modelo” que estructuró la campaña electoral del Frente Para la Victoria y, por otro, la apelación a la “sintonía fina” instalada insistentemente por la Presidenta ya en los primeros discursos de su segundo mandato. Moyano, raspando la exageración, tildó de menemista a esa definición con un exabrupto que, sin embargo, algunas medidas posteriores (aumentos en los servicios, recortes de algunos programas de empleo social y exigidos ajustes de economías provinciales) parecieron justificar. En todo caso, no hay nuevas medidas redistributivas de peso. Y el panorama se complementa con un discurso que cataloga como “extorsión” a variadas modalidades de protesta.
La interna de la central obrera mayoritaria amplía y vuelve a poner de relieve las diferencias políticas y los matices históricos de sus principales dirigentes y sectores. El mazo se muestra y deja contradicciones al descubierto. En los nombres de los secretarios generales del SMATA (Ricardo Pignanelli) y la UOM (Antonio Caló), el Gobierno impulsa a los sindicatos “industriales” por sobre aquellos provenientes del sector de “servicios”. Más allá de elucubraciones que tienden a adjudicar el cambio a una supremacía de las políticas industrialistas, se trata de una inocultable estrategia para fracturar la alianza entre el MTA de Moyano y los llamados “independientes”, grupo al que pertenecen los dos posibles sucesores.
Hasta aquí, ese acuerdo de partes ha servido de apoyo a la gestión del camionero. Los independientes comparten todavía con Moyano los reclamos enmarcados en “la agenda de la CGT”. El distanciamiento tiene lugar cuando el Secretario general exagera la disputa llevándola a planos personales o, más aún, cuando establece idas y vueltas públicas con la CTA que encabeza el estatal Pablo Micheli o la agrupación Barrios de Pie. En ese sentido, Moyano parece haber tomado nota de cuando integrantes del MTA, como el más distante Omar Viviani y el muy cercano Oscar Plaini, salieron al cruce y coincidieron en marcar públicamente ese límite en términos de políticas de alianzas.
Sorpresivamente, la pelea parece devolver desde el túnel al escenario a los míticos “Gordos”, a un herido y embravecido “Momo” Venegas y hasta al levemente retirado a la CGT Azul y Blanca, Luis Barrionuevo. Todos ellos, cultores de la más estricta heterodoxia peronista que mezclan con suculentas fortunas amasadas en los tiempos de la profundización neoliberal. Los votos de los congresales que les responden serán claves a la hora de elegir en julio, mientras el MTA e independientes no vayan en lista única, tal como parece indicar la actual coyuntura. Lograr ese apoyo no será gratuito, ni política ni económicamente.
Se sabe que -más allá de historias anteriores y de aspectos en los que el propio Moyano no difiere en demasía de sus pares de otros sectores- quienes junto a él han construido el MTA transitaron un pasado reciente más emparentado con la resistencia al menemismo y sus políticas que con sacar beneficios de la destrucción del aparato productivo. Dato no menor que sigue pesando entre propios y extraños y queda plasmado en el poder de convocatoria mostrado en estos últimos años, en actos y movilizaciones. Instalando la batalla en la calle, respecto de otros sectores de la CGT, gana el camionero. Haciendo pie en esa legitimidad, Julio Piumato propuso incluso una coartada sin éxito: que el próximo secretario general surgiera del voto directo de los afiliados a los sindicatos confederados, tomando curiosamente un sistema similar al utilizado en la CTA.
El inicio de los encontronazos entre Moyano y el Gobierno, más allá del armado de listas y de una versión no aclarada en torno a la muerte de Néstor Kirchner, se dio cuando el gobierno decidió quitar apoyo al proyecto de participación en las ganancias, impulsado como bandera por Moyano y los dirigentes que le son más cercanos. La CGT de conjunto rediseñó entonces una agenda a la que el Gobierno tampoco responde por el momento, aunque no parece ser de cumplimiento costoso. Se trata de la disputa de fondo, no siempre expresada: si tras años de crecimiento sostenido en base a una estructura que todavía mantiene en firme aspectos nacidos en pleno neoliberalismo corresponde continuar y profundizar políticas de redistribución o si, a causa del impacto de una crisis internacional que acorta los niveles de crecimiento, se imponen decisiones que apunten al “sostenimiento de lo conseguido”.
Otro punto se vuelve insoslayable: la central obrera abarca con sus propuestas (elevación del mínimo no imponible del impuesto a las ganancias, universalización de las asignaciones familiares y actualización de la asignación por ayuda escolar) casi con exclusividad a los trabajadores “de la cúpula”, aquellos que en tiempos de fuerte precarización, sin llegar a ser la mitad, trabajan en blanco y están sindicalizados. Se trata de quienes mayores reivindicaciones vienen obteniendo. La falta de políticas concretas de la central para con el amplio abanico de sectores en negro, informales, desocupados y cooperativos, a quienes no logra incluir, más allá de la simple mención, le quitan potencia política y no son producto de la casualidad: tienen que ver con una concepción acotada del trabajador como tal. En sintonía, el asunto intocado es el modelo sindical al que, por diferentes motivos, unos y otros -dirigentes de todas las corrientes de la CGT, pero también del Gobierno más allá de una lejana y volátil promesa inicial- nunca ponen en debate.