Desde Marcha escribimos como acto político. Para las y los 30.000 por quienes aún se pide justicia. Pero también para las arrancadas día a día por las redes de trata para explotación sexual.
En toda Nuestra América, las políticas capitalistas fueron impuestas como cómodas aliadas al colonialismo y al ejercicio del poder propio de las botas: verticalista y patriarcal.
Este ejercicio estuvo anclado en privilegios patricios y asimetrías entre personas y grupos sociales ya existentes; en la ejecución genocida y destierro de naciones originarias con costumbres milenarias de organización; en falaces apelaciones a la patria como frontera de exclusión para la construcción de hermanos y hermanas como enemigos; en sistemáticos planes de apropiación de las identidades; en ejercicios imprescriptibles de opresión por géneros, dominación y represión a disidencias sexuales a través de violencias física y simbólica de control terrorista y absoluto sobre las individualidades.
Sin estos mecanismos coordinados hubiera sido imposible pensar en la efectividad de esas conexiones. Capitalismo neoliberal, neocolonialismo y heteropatriarcado se materializan hoy en el desarrollo de los grandes negocios. Orden y progreso de repente ya no nos suena tan lejano y se aggiorna en prácticas que continúan constituyendo violaciones a los derechos humanos. Un Estado y una sociedad proxenetas habilitan y extienden la concepción de que las niñas y las mujeres pueden ser mercancías para el goce masculino. Así, las rutas de la trata, son los caminos de la concentración de poder económico. Y el del turismo, el de las zonas sojeras, el de las petroleras y el de los grandes polos industriales…
Una mirada retrospectiva -el ejercicio de memoria-, nos permite comprender, abrir interrogantes y practicar formas que nos lleven a la igualdad y libertad en el presente problematizando cómo es posible que sólo en Argentina aproximadamente 600 mujeres sean desaparecidas en democracia y que muchos de sus bebés nacidos en cautiverio sean secuestrados. Los 38 años que la historia argentina atravesó desde la dictadura militar que se inició un día como hoy pero de 1976 entregaron un aprendizaje social sobre la relevancia de la vida en democracia. Pero incluso, en el marco del “gobierno del pueblo”, hay huellas tajantes de que la violación de los derechos no ha cesado. Si antes eran las y los militantes comprometidos, hoy reivindicamos el sentido político de las mujeres que llevan, por su mera identidad de género, la fallida marca de la libertad y la promesa incumplida de la liberación. Son aquellas que vivencian su todo reducido a la impronta de sus cuerpos -cercenados y simplificados como objetos de consumo-; niñas, adolescentes y mujeres tomadas de la supuesta vidriera de barrios pobres que son secuestradas y desaparecidas sistemáticamente por redes de tratantes, la más de las veces con fines de explotación sexual. Para ellas también reclamamos un “Nunca más”.
Porque no son hechos aislados, fortuitos y desprendidos de la vulnerabilidad sino circuitos estratégicamente elaborados de connivencia que todo lo posibilita. Como antes con quienes eran considerados índices de que la “subversión” amenazaba, ellas son extraídas con impunidad de su lugar de pertenencia, calladas a través de la tortura, separadas de su familia y quitadas del mundo conocido. A 38 años del último golpe cívico militar, los dispositivos de secuestro, reclutamiento, encierro y apropiación, se convierten hoy en una realidad social de indispensable existencia del funcionamiento coordinado de los poderes político, religioso, policial, judicial, y empresarial tanto a niveles locales como regionales e internacionales.
El sistema colonial primero y capitalista después se convirtió en el mejor aliado del hetero- patriarcado. Y condición de continuidad de la existencia de un Estado cómplice de prácticas que vulneran los Derechos Humanos. Las secuestradas de hoy son obligadas a permanecer en cautiverio, son atadas y sometidas a efectos de psicotrópicos. Los golpes y las violaciones sistemáticas son, suficientes flagelos contra su libertad. Son amenazadas y manipuladas con promesas de que sus seres queridos serán atacados si ellas dan a conocer el calvario que atraviesan por decisión ajena. Sus centros de detención son prostíbulos -de por sí contravencionales-, donde el poder perverso de otros posibilita que la rueda de la opresión siga girando. La trata de mujeres y niñas con fines de explotación sexual arrastra características y condiciones estructurales a lo largo de siglos.
Parir la lucha y el cambio
Desde la década de los 70’ el feminismo parió un lema propio para dar cuenta de una arista encubierta de la vida y la práctica política. Afirmar que lo personal es político implicó visibilizar las violencias que nos oprimen a las mujeres por el solo hecho de serlo. Este ejercicio de reflexión social pretende gritar a los cuatro vientos que, cada vez que hay una mujer asesinada, golpeada, secuestrada, violada o discriminada; esto genera un hecho político y sociocultural indiscutible que sobrepasa a la mujer en singular y que busca impactar en todas y cada una; es exponer el terrorismo machista: si a ella le pasó, a todas nos puede pasar.
No somos piel para ser deseadas y abusadas. No somos terrenos de sumisión sino campos de combate. Consideramos que quienes logramos crecer en el camino de resignificarnos a pesar del patriarcado tenemos el deber de alzar los puños para que todas vuelvan, para que todas seamos quienes deseamos ser, donde, cuando y como queremos. Enfatizamos que nada ni nadie es excusa para coartar la libertad ajena. Que el derecho básico a la vida -tan defendido por sectores conservadores-, se descarta también cuando las mujeres son llevadas a hacer, por miedo de la violencia, lo que no eligen. Y resaltamos que nada sería posible sin los lazos con el poder que lo posibilitan y sin la complicidad apestosa de quienes creen que las mujeres en situación de prostitución son elementos de descarte.
Como periodistas feministas, sabemos que las causas de muchas injusticias que intentamos denunciar responden a una soberbia cadena machista de complicidades que se inicia ante cada acto de opresión. La inacción parlamentaria, el sexismo jurídico -pocas veces entendido como violencia- y el rol del Estado y sus insuficientes políticas públicas en nada vienen a subsanar tanta desigualdad social instituida. Todos siguen ejecutando autoridad contra nuestras voluntades hasta, muchas veces, finalmente silenciarnos. Y es ahí donde se activa nuestra responsabilidad histórica de ejercicio de la herramienta periodística.