Por Aries Arugay, desde Filipinas*. Luego del paso de uno de los mayores tifones de su historia, el país del sudeste asiático sufre tanto sus secuelas como a sus gobernantes.
El 7 de noviembre, Filipinas fue azotada por uno de los tifones más fuertes de la historia moderna. Mientras que su capital (Manila) se salvó del ataque, las provincias de la parte central del país fueron diezmadas.
Incluso para un país que tiene en promedio veinte de estos fenómenos naturales al año, los daños materiales y las pérdidas de vidas no tienen precedentes. Esta situación movilizó a la comunidad internacional en múltiples esfuerzos de socorro, por los que muchos filipinos están agradecidos. Pero el desastre puso también al descubierto las pobres capacidades del Estado, atrapado en el clientelismo y los grupos oligárquicos de presión.
Según el sistema nacional de atención a desastres, los primeros en responder ante cualquier calamidad natural son los gobiernos locales, dejando al gobierno central un papel secundario. Sin embargo, este marco no prevé una situación en la que los primreos no puedan responder ante la magnitud de la catástrofe. Y esto fue lo que sucedió, por ejemplo, en Tacloban, una ciudad en la provincia de Leyte, donde los mismos trabajadores de socorro, la policía y el resto de funcionarios regionales fueron ellos mismos víctimas del desastre. Aun así, el presidente Benigno Simeón Aquino enfrentó a los medios internacionales adjudicando a los gobiernos locales la responsabilidad de la inadecuada respuesta, cuando sus miembros estaban muertos o buscando a sus familiares entre los escombros.
Las críticas por la no respuesta nacional continuaron por varios días. Los medios a nivel mundial expusieron la falta de mando y control en las áreas donde el tifón golpeó. Los cuerpos estuvieron tirados en las calles por días. Las primeras estimaciones hablan de 10 mil muertos, un número tan alto que obligó a los actores internacionales a prometer ayuda al gobierno filipino.
Este, sin embargo, negó aquel cálculo de la policía, reconociendo apenas 2500 fallecidos. Mientras que gobiernos extranjeros y organizaciones internacionales han reconocido diplomáticamente que el gobierno filipino está haciendo todo lo posible, también han dejado entrever una aparente falta de liderazgo y de coordinación eficiente de los esfuerzos de socorro. El propio gobierno ha aceptado ya una cifra de 5600 muertos, y la cuenta continúa.
En un país donde la política es un juego entre clanes dinásticos, se sufre ante las crisis la falta de gobernanza y la movilización efectiva de los recursos del Estado. No hay continuidad en las políticas públicas, ya que los políticos prescinden de programas claros. Las elecciones rara vez involucran la discusión de ejes clave como la preparación ante desastres naturales, siendo más bien concursos entre segmentos indistinguibles de la élite de la nación. Después del tifón, algunos de ellos no dejaron de informar a los electores de sus futuras ambiciones, poniendo sus nombres en los envases de los artículos de socorro para ser distribuidos entre las víctimas que padecen hambre. En Filipinas, la compasión tiene un precio: los pobres necesitan que se les recuerde de la aparente generosidad de sus líderes y del deber de mantenerlos en sus cargos.
Justo antes del destructivo tifón, se había descubierto el mayor escándalo político de la presidencia de Aquino. Se refería a una sistemática malversación de los fondos públicos, infamemente llamados “barril porcino”, un término despectivo usado para referirse al dinero público que los legisladores tienen a disposición para financiar proyectos locales, utilizados para ganar votos.
El elaborado plan involucró tanto a miembros de la oposición como del gobierno. Estos fondos, que podrían haber sido utilizados para los planes de contingencia en caso de desastres naturales, fueron desviados hacia falsas organizaciones privadas que dejaban a cambio una “cuota” a los legisladores. Es posible que el tifón Haiyan ya haya salido del país, pero sus secuelas quedan en la conciencia pública sobre cómo y dónde utilizar el presupuesto nacional en el futuro.
El tifón también generó una rápida reacción de la comunidad internacional. Estados Unidos se movilizó para enviar personal y equipos. Varios países, como Australia, Japón y Canadá, intensificaron sus relaciones con Filipinas, mientras que otros, como China, relajaron sus malas relaciones actuales, influidos por la catástrofe. Desde Filipinas se animó a que los actores internacionales enviaran su dinero de ayuda no a través de los canales oficiales del gobierno, sino a través de organizaciones privadas, como la Cruz Roja local y entidades de base. Dice mucho de los propios filipinos autoorganizados que hicieran esta petición, conscientes de su débil Estado, tan vulnerable a la corrupción.
Por último, el desastre puso de manifiesto la vulnerabilidad de los países pobres a los efectos nocivos del cambio climático. A medida que los océanos se calientan, los Estados formados por archipiélagos como Filipinas se van a enfrentar a tifones cada vez más fuertes en el futuro. A pesar de que la mayoría de los países desarrollados no han dudado en dar miles de millones de ayuda a un país devastado, se negaron a reconocer su responsabilidad respecto del cambio climático y sus posibles víctimas. En la Conferencia sobre el Cambio Climático, celebrada en Varsovia mientras el tifón azotaba Filipinas, el grito de guerra de “Justicia Climática” cayó en oídos sordos.
Se necesitarán años para reconstruir lo destruido por el tifón Haiyan en unas pocas horas. Los medios de comunicación nacionales e internacionales han cubierto ampliamente la resistencia del espíritu filipino en tiempos de adversidad. Esta paciencia y tolerancia, sin embargo, no deben extenderse a su política interna. El actual estado de cosas (la corrupción y la política dinástica) es insostenible. Y aunque Filipinas ha tenido algunos buenos líderes en el pasado, eso ya no es suficiente. Lo que se necesita ahora son líderes que estén dispuestos y sean capaces de construir buenas instituciones.
* Traducción: Francisco J. Cantamutto