Por Oriane Fléchaire. Claudio Expósito estuvo prófugo cuatro años a partir de 2003 y dejó otros 24 meses detrás de los barrotes, en prisión preventiva como seis de cada diez encarcelados en la Provincia de Buenos Aires, por un doble asesinato que no cometió.
Habla bajito, con la boca medio cerrada y pide no ser grabado, quizás por alguna precaución o tal vez para que sus palabras se vayan con el viento como esa historia que no quiere recordar más.
En la Villa de Emergencia La Cárcova, del municipio bonaerense de José León Suárez, donde la ruta principal asfaltada se abre en un laberinto de caminos de barro y casillas de madera y chapa, cada día de labor mal paga se parecía al anterior para él.
Antes de ser acusado y detenido, el joven tenía “una vida normal”, como puede ser normal la vida en un barrio de los márgenes: dejar la escuela en el octavo grado, cirujear desde los once años y conducir sin licencia.
Cuando llegó a la Unidad Penitenciaria 37 de Barker, Claudio tenía en la cabeza la marca de dos puñaladas que había recibido en la Comisaría. Arrastraba el cansancio de varias semanas sin dormir, desvelado por el miedo de ser apaleado por los policías como le sucedió a ese compañero de celda muerto una noche, asesinado delante de sus ojos.
A los 22 años, cruzaba por primera vez las puertas de una institución carcelaria donde -se daría cuenta después- lo esperaba un mundo regido por la ley del más fuerte y de aquél capaz de lograr cuotas de poder.
“Si querés vivir como chorro, tenés que pararte de manos”, lo desafiaron a su llegada los presos para quienes importaba menos su cara de que la carátula de “homicidio y tentativa de homicidio agravado por premeditación”, que había provocado su detención.
A puños contra fierros, el joven se ganó el respeto del pabellón y el tiempo necesario para entender la “jerga de los presos” y las reglas elementales de supervivencia: no mostrar miedo nunca, no dormirse cuando las puertas de las celdas están abiertas y cuidarse la espalda en cada momento.
El día que la guardia armada entró a “cagar a palos” a los presos enfrentados entre sí -y que la Policía había filmado minutos antes con un teléfono celular- Claudio supo que nadie le podía garantizar salir vivo del penal: “Dejé de ser mansito y me pase del otro lado”, cuenta con gestos de angustia.
A los siete meses de estar encarcelado en Barker, fue trasladado a la Unidad Penitenciaria 1 de Olmos y luego a la 46 de San Martín, de donde salió finalmente libre de todo cargo después de demostrar las incoherencias entre los testimonios que lo incriminaban.
Cambió de penal pero nunca se encontró con un trato que fuera distinto, desde la comida que “no comerían ni los perros”, hasta el encierro de cinco presos en buzones provistos de un único colchón, o el maltrato de los policías que “no se metían sólo para pegar” como Claudio ya lo vivía en su barrio desde chico.
Ahora de regreso a La Cárcova con los “chicos de futuro previsible” -como llama a los pibes que van por un camino trazado hacia una condena- Expósito trata de desmitificar la cárcel de las películas: “Eso no es vida. Tenés que mirar al cielo colgándote del techo con un espejito”.
Su madre que siempre estuvo presente hasta en los momentos más difíciles y a quien le prometió “que no la iba a hacer renegar más”, le da un motivo suficiente para quedarse en libertad, así como su hija Violeta que pronto cumplirá 12 meses.
“Hasta ahora, todo bien”, comenta Claudio, pero aprendió en carne propia que el futuro se puede desvanecer de un instante al otro allí donde la ruta principal asfaltada se abre en un laberinto de caminos de barro y casillas de madera y chapa.
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