Mucho se ha dicho sobre el día de la muerte de Kirchner. Pero, ¿y el día después? Un relato plagado de emociones que se reencuentran en un tren, 10 años después.
Por Juan Pablo Sorrentino
El campo popular, aunque muchas veces -con justicia- se lo cree con rasgos paganos, tiene pinceladas de sacralidad bien profundas. Es el sincretismo entre ambos atributos lo que lo vuelve tan inclusivo y particular.
Aquel 17 de octubre de 1945 tuvo su San Perón el 18. Este 27 de octubre, hace 10 años, tuvo su San Kirchner al día siguiente.
Aquel 27, como la mayoría de mis afectos -esos que te sostienen cuando todo anda jodido y cuando no, también- estuvimos censando, creo yo, como primer compromiso de nuestra historia con un tipo de Estado y con un gobierno que ya sentíamos que nos cobijaba, pero no imaginábamos todo lo que nos iba a abrazar.
De ese día se escribió mucho, por eso este recuerdo en palabras es para el día después.
Qué bravos son los días después.
El día después el aturdimiento se va pasando, la temperatura baja algunos grados, las emociones se vuelven un poco racionales. O puede pasar lo contrario.
El 28 de octubre de 2010, casi como un acuerdo tácito, sabía que no hacía falta ponerme de acuerdo con aquellos amigos y amigas para ir a despedirlo, íbamos a estar en el mismo lugar.
Armado con un silencio muy íntimo (ese que tanto me cuesta), alguna que otra explicación a mi vieja (esa que tanto me apoyó siempre) y muchas dudas sobre qué esperaba allá en Plaza de Mayo (esa que tanto nos encontró), en soledad, fui a despedirme.
La empatía y simpatía por el campo popular representado por ese gobierno, a mí, como también a algunos de los míos, nos había nacido al calor de la 125. También nos llevó acompasados a votarlo en nuestras primeras elecciones allá por 2009, el otro año de la fiebre.
Pero aquel 28 de octubre de 2010, más que otro punto en esta recorrida, es una puerta de entrada -una bienvenida-, antes que una despedida.
Como muchas veces en la historia, esa muerte traía vida. Un muerto que no para de nacer.
Aquellas dudas sobre qué me y nos esperaba en la Plaza y en Casa Rosada se fueron cuando la primer persona que reconocí en esa multitud era el trabajador-vendedor ambulante que hacía una media hora estaba en el mismo tren San Martín que yo, pero vendiendo unos vasos que él tallaba. Lo saludé creyendo que él también me iba a reconocer y aunque no fue así, con esa empatía que a veces tanto nos falta, nos acompañamos durante aquella fila de personas y, por sobre todo, amor, hasta entrar al Salón de los Patriotas Latinoamericanos.
Nunca mejor elegido ese nombre y ese lugar, parecía un guiño desde el pasado reciente.
Ni con mis amigos qué ahí estuvieron, ni con ningún afecto familiar siempre alejado de toda responsabilidad política y sensibilidad histórica, pero sí con aquel laburante del tren San Martín, compartí la liturgia de aquel San Kirchner.
Lo que nos ocurrió y corrió por el cuerpo a todos y todas ahí adentro, frente a esa historia más viva que nunca, no es necesario escribirlo si es que se pudiera.
Lo que vino después, la historia ya lo juzgó.
Pero en mí historia, una bien breve, fue la bienvenida a los mejores años que me pudieron haber tocado.
A 10 años (por qué puedo identificar esto a los 10 y no a los 9, 8 o 7 años, no lo sé) no puedo hacer otra cosa más que recordar ese día de sacralidad pagana con una sonrisa y una profunda emoción.
Este domingo, un compañero de esos que aquella puerta de entrada me sigue presentando, me hablaba de un pasaje de las memorias del Indio que le gustaba, de esos que son como verdades que guían.
Volví y lo busqué en el libro, decía esto:
“Me gustan más los que buscan la verdad que los que la encuentran, uno siempre está intentando ver aunque sabe que es muy limitada su capacidad de penetrar una gloria tan grande como es la vida. Nos la pasamos pensándola, cuando deberíamos vivirla más”.
No pudo haber sido más justo con esto que escribo, ahora, en ese mismo tren San Martín.
Hay que volver a casa, ¿no?