Por Emiliano S. A 22 años de El Álbum Negro (The Black Album) de Metallica, revivimos las transformaciones culturales, sociales y musicales que eclipsaron al grunge de la Generación X.
En 1979, Ozzy Osbourne fue rajado a patadas en el culo de Black Sabbath. Si se había creado alguna mitificación al respecto, el propio Ozzy salió airoso a reconocer que la decisión de Tony Iommi y Geezer Butler le había dado una nueva posibilidad: demostrar su grandeza sin el peso fundacional que Black Sabbath-los padres del heavy metal- implicaba.
Así fue como Blizzard of Ozz (1980), su primer disco solista, lo reposicionó en la escena metálica como el farol yankee que la Nueva Ola de Heavy Metal Británico necesitaba. El género se dirimía entre dos imperios, a dos puntas. Y no lo hizo solo: se asoció a un tal Randy Rhoads, guitarrista y compositor del nuevo sonido de Ozzy. Randy funcionó en ese engranaje novedoso de Osbourne como el motor del cambio, el amuleto sobre el que se asentaban las nuevas bases. No fue casual que Kirk Hammett haya usado la guitarra Jackson Randy Rhoads para grabar El Álbum Negro entre 1990 y 1991. Si el quinto disco de Metallica iba a revolucionar la escena norteamericana (y mundial) del heavy metal, había que recurrir a instrumentos que se hayan usado en otras guerras.
Los más de 12 mil kilómetros que había entre Kuwait y la Bahía de San Francisco, sin embargo, no eran tales. El clima bélico en el cual se grabó El Álbum Negro permitió instalar una provocación contracultural en el ámbito del rock norteamericano. Un mes después de la publicación del disco (septiembre de 1991), Nirvana editaba, quizás, el enemigo más peligroso para las aspiraciones del trash metal de la Bay Area: Nevermind.
Refractado en una adolescencia eterna, en una sed libertaria y transgresora (nada televisiva), Kurt Cobain había leído a la perfección la obra literaria (el dogma) más influyente para la Generación X: The Broom of the System (La escoba del sistema), la primera novela de David Foster Wallace. El escepticismo político, los desencuentros existenciales, la experimentación con los medios de comunicación y la metonimia del Gran Ohio Desértico se camuflaban en la estética grunge que comercializaban Dr. Martens y Converse. El hecho es que después de la muerte de Cobain en 1994 y del juicio que Pearl Jam le puso a Ticketmaster, el grunge derivó en otras subtendencias del mundo alternativo que experimentaron la disipación bajo el sol del mismo desierto.
El Album Negro fue una patada en el culo (como la que recibió Ozzy en 1979) pero, en este caso, para los leñadores del público grunge y la detonación cultural y económica que sufrió la Bahía entre 1980 y 1995. El propio Mustaine (cantante y guitarrista de Megadeth y ex guitarrista de Metallica también expulsado por “violento-drogadicto”, luego de Kill ‘Em All de 1983) reconoció que el grunge de Seattle colaboró con la dispersión de la resistencia contracultural al imperialismo yankee, fortificando ghettos y tribus ‘blandas’ y desorientadas. Ocurría que ‘los cuatro grandes del trash norteamericano’ -Metallica, Megadeth, Slayer y Anthrax-, según el gustó de la prensa, discutían contra su bandera bajo la ritualización que exigía el género: una violencia explícita, corporal y musical, en cada concierto, en cada esquina, en cada espacio de la vida cotidiana signada por la militarización y el evangelio.
Hetfield, Ulrich, Hammett y el joven Jason Newsted (bajista que reemplazó al fallecido Cliff Burton, luego de su trágica muerte automovilística en 1986) componían a partir de una transformación industrial de la Bahía. La manhattanización de San Francisco volcaba toda su actividad portuaria, de un tirón, hacia Oakland, centralizando su economía en el negocio del turismo. Este proceso de desindustrialización acelerada provocó una migración interna interesante si se la analiza diacrónicamente, siendo una ciudad a la vanguardia de las luchas obreras: las inmigraciones chicanas y asiáticas ocuparon el eslabón de la mano de obra barata con adaptabilidad y sin expectativas de gremialización.
Pero el diagnóstico de las mega corporaciones constructoras falló, así como ocurrió con el movimiento hippie que ocupó Haight-Ashbury en la década del 60 y con el movimiento de liberación homosexual en 1970 y en 1978, luego de los asesinatos de Harvey Milk y George Moscone.
La rebelión Angelina de South Central en 1991 y el auge del movimiento de masas de los trabajadores inmigrantes (que “salieron del armario”, según James Petras) acompañaron las marchas contra la ocupación yankee en Kuwait, el fin de la URSS stalinista y la intervención, vía ONU, de Somalia, en donde Chevron y Phillips enjaulaban el agua y el petróleo. No le costó demasiado a Metallica para combatir líricamente la ocupación crónica que su país ingeniaba. En…And Justice for All, editado en 1988, usaron parte del film antibelicista de Dalton Trumbo Johnny got his gun para convertir en mosaicos las estrofas del tema “One”, recontra difundido en los segmentos de MTV. “Blackened”, del mismo disco, respondía a la depredación del territorio de la Bahía a manos de las empresas constructoras con un grito de denuncia: “population…lay to waste” (…acostada hasta consumirse). En 1991, al mismo tiempo, Clay Walker triunfaba en el Festival de Cine Internacional de San Francisco con “Post No Bills”. En su documental, Ronald Reagan y elenco eran ridiculizados por las guerrillas de escrache urbano que dirigía el artista plástico Robbie Conal. El clima no estaba para concesiones.
Una tapa negra obliga a leer todo aquello que no se ve. La idea de Hetfield era la siguiente: “escuchen el disco”. En plena descentralización de los logotipos, la saturación del consumo había alcanzado a las discográficas multinacionales. Pero la propuesta de Metallica enfatizaba el proyecto estético de El Álbum Negro. Lo que logró este disco fue la incorporación de sectores no metaleros. Si se lo compara con temas de su disco anterior, por ejemplo, el homónimo “…And Justice for All” tenía 9:44 minutos de duración. El cambio de manija en la producción también influyó. Bob Rock, el mismo que llenaba sus bolsillos con el Glam -cuando el Glam se vendía a escala intercontinental- hizo lindo “lo negro”. En esa asociación falsa de colores, el heavy metal seguía combatiendo a la censura y a la amenaza de una guerra nuclear pero sin perder de vista el mainstream.
Temas como “Nothing Else Matters” (luego reversionado, en 1999, por la Sinfónica de San Fancisco en el disco S&M junto a Metallica), “The Unforgiven”, “Enter Sandman” o “The God That Failed” ponen en foco las formaciones discursivas eclesiásticas, mesiánicas, con las cuales el gobierno de Bush libraba sus invasiones territoriales. La educación de James Hetfield en la Ciencia Cristiana -o la Iglesia de Cristo Científico- se hace evidente en las plegarias que un niño reproduce en un puente de “Enter Sandman” (el hijo de Bob Rock se encargó de poner su voz).
Pero también se ha leído (entiéndase, escuchado) el disco como una obra deudora del nihilismo. En temas como “Sad but true” o “My Friend of Misery” la apología trascurre en la desgracia universal del hombre, la decadencia del pensamiento postmoderno, el horror ante la decrepitud del sueño y la figura amenazante de un Dios vintage. Si hay que matar a Dios una o mil veces lo haremos, parecía repetir la consigna entre tema y tema: “Libertad o muerte, lo que tan orgullosamente gritamos” (del tema “Don’t Tread on Me”).
El Álbum Negro continuó con una extensa gira llamada Wherever I may roam, que duró dos años, y otra fallida con Guns N’ Roses. Lo cierto es que más allá del destino de la banda (revisionando el metal y haciendo de la vida de sus integrantes un reality show de patéticos millonarios), por un momento, San Francisco fue Alcatraz y no una mera postal de la estatua de la libertad.