Por Omar Acha. Cuarta y última entrega del ciclo mensual de crónicas que recorren la historia de -y los mitos sobre- las empleadas domésticas durante el primer peronismo.
Durante un largo siglo las experiencias de las empleadas domésticas constituyeron un andarivel de la cultura de la clase trabajadora argentina. Como pocos estratos de dicha clase, las domésticas anudaron en una trama compleja la difícil travesía en una sociedad cambiante, plagada de conflictos e inclemente hacia sus franjas más desguarnecidas. En ese marco, sus actitudes fueron variables y en algunos casos enérgicas hasta llegar al crimen, a veces el espacio de libertad en la desesperación.
La suya fue una resistencia de clase muy singular, pues no sólo se opuso a la clase empleadora; también se enfrentó al señorío sexual que una muy larga historia de dominación masculina imponía a las mujeres frente a los varones de todas las clases sociales.
El caso Burgos con el que cerraré esta serie de notas expresó hacia el final abrupto del primer peronismo, la continuidad de la violencia con que se vivió la realidad de las trabajadoras domésticas, en la mezcla de la clase, el color de piel, el sexo y la ideología.
El estío de 1955 fue sorprendido por unas noticias efectistas que acapararon las tapas de los diarios y revistas durante varias semanas. Fragmentos del cuerpo de una mujer fueron hallados en diversas zonas de la ciudad de Buenos Aires. Brazos, torso y piernas, torpemente envueltos en papel de periódico ligado con hilo sisal aparecieron en diversas zonas de la urbe. La cabeza fue encontrada en el Riachuelo. La policía describió así al cuerpo reconstruido: “muchacha menuda, pelo negro, aparente piel oscura, mala dentadura, pies perfectamente cuidados, hermosas manos, uñas largas y bien pintadas, acostumbradas a oficios de manicura”.
Se conjeturó que por el tipo de corte aplicado a las piezas humanas el asesino debía ser un carnicero o un cirujano. La ciudad aparentaba haber descubierto a su propio Jack El Destripador. Los comentarios fueron innumerables y la noticia recorrió al país. Tras varias peripecias y especulaciones se logró rastrear al asesino. Una cicatriz de cirugía clavicular permitió identificar el cuerpo pues tal intervención era realizada por solo dos clínicos porteños. Se supo entonces que la occisa se llamaba Alcira Methyger, una bella mujer de 27 años que había llegado de Salta una década atrás y trabajaba de mucama. Había migrado a la Capital Federal en 1944 acompañada por su hermana, también trabajadora doméstica. Su primer empleo lo obtuvo en la casa de los padres de Jorge Eduardo Burgos, un varón adulto de los sectores medios con modestas pretensiones culturales. Leía libros de suspenso y se esforzaba por aprender el idioma inglés, lengua en la que había reunido una pequeña biblioteca donde los crímenes policiales eran el género favorito.
Alcira y Jorge mantuvieron un vínculo sexual y emocional pero él no atinaba a entablar la relación sentimental que ella demandaba. La relación fue por eso tormentosa. Burgos era muy tímido. Es posible que Methyger fuera la primera y única mujer en su vida. El recuerdo de un policía a cargo de la investigación provee otra pista: la relación estaba condicionada por el hecho de que los padres de Burgos aborrecían a la mujer, mientras Jorge prometía un casamiento sin el futuro económico que deseaba Alcira y sin enfrentar la actitud de sus padres. La mucama tenía, según el testimonio de su propia hermana, otros novios. Tras una discusión entre Burgos y Methyger, la mujer falleció estrangulada y acto seguido fue descuartizada. Abrumado y según él obnubilado por el alcohol, el asesino intentó hacer desaparecer el cuerpo despedazándolo. En su habitación se encontraron los instrumentos del descuartizamiento, novelas policiales en inglés, revistas pornográficas y pastillas para estimular la excitación sexual.
Burgos publicó antes del juicio en su contra un folleto donde adujo una muerte accidental y un descuartizamiento por desesperación. Ofuscado por el desprecio que le propinaba la sirvienta le había gritado “puta”, tras lo cual comenzaron a luchar. Methyger le mordió una mano y, aseguró Burgos, él le puso la mano en el cuello. Cuando Burgos recuperó la conciencia el cuerpo estaba ya sin vida. La prensa captó hasta qué punto la sexualidad de la “sirvienta” fue pronto puesta en el foco del tema y se dijo: “La moral de la víctima es objeto de un cuidadoso examen por las autoridades”. En cambio, la imagen prevaleciente de Burgos fue la de un hombre apocado y más preocupado por lo que pensarían sus padres que por lo que había perpetrado.
El episodio carecería de mayor relevancia en esta crónica, suficientemente provista de crímenes pasionales. Pero ocurrió que además de suscitar una repercusión pública quizá desproporcionada, tuvo un contrapunto con la actualidad ideológica.
La revista Ahora cubrió el hecho y recibió las habituales cartas de lectores. Lo que puede observarse en ellas es el alineamiento de tres posiciones nítidas. Algunas culparon del crimen a un Burgos que tras la fachada de mequetrefe velaba una personalidad maligna. La joven desprevenida, una trabajadora humilde, habría sido víctima de un pérfido psicópata. Otras cartas hicieron recaer la responsabilidad en la doméstica calculadora e inmoral, quien se habría aprovechado de un hombre incauto pero honesto. En consecuencia, para esa mirada Burgos debía ser liberado. Finalmente, una tercera postura solicitaba clemencia hacia Burgos pero no absolución pues el asesinato y sobre todo el despedazamiento habían sido horribles.
En el contexto de una crisis política y cultural en aceleración enfrentando al gobierno con la oposición liderada por las asociaciones católicas, los alineamientos tuvieron inequívocas y conscientes conexiones con la divisoria peronismo/antiperonismo.
El varón de los estratos medios y la mucama provinciana fueron lanzados por los antagonismos políticos e ideológicos al seno de las confrontaciones que tensaban las cuerdas de lo social. Pero aunque fuera cierto que allí se exhibían efectos de la división peronismo/antiperonismo sus ecos eran más amplios y profundos. Se encuadraba en una extensa historia de resistencias y afirmaciones de clase entre las domésticas, usualmente individuales pero no por eso asociales, las que fueron ordenadas en los alineamientos ideológicos y morales del momento.
En esta serie de episodios que aquí concluye he intentado mostrar que esas confrontaciones ya estaban activas antes del verano de 1955. Todo aquello que Alcira Methyger traccionó en sus acciones, decisiones y trágico final, estuvo inscripto en una trama histórica más afín a la crisis de sociabilidades fracturadas que a un proceso de integración o inclusión que se impuso a pesar (pero también gracias) de sus percances. Sexo, amor, política y crimen se entrelazaron así en fórmulas inasimilables a las esperanzas de una vida colectiva pacífica. Condenado tras la caída del peronismo, Burgos fue sentenciado a veinte años de prisión.