Por Débora Ruiz. Cristina Banegas, quien se encuentra protagonizando de manera notable la obra Sonata de otoño en el Teatro Picadero, habla del tándem con Alberto Ure, los años 60 y 70, y la entrañable amistad que mantuvo con Paco Urondo.
Con una trayectoria de más de 40 años en la actividad artística, Cristina Banegas supo transgredir varios de los límites de la actuación, experimentando e innovando desde la interpretación, la escritura y la dirección
A lo largo de su carrera, plasmó calidad e intensidad artística no solo en los trabajos que realizó dentro del circuito teatral, sino también en cine y televisión. Con sus papeles logró sacudir al público, “darles un patadón”, como ella misma dice. Su actual trabajo en Sonata de otoño no es una excepción.
La obra, dirigida por Daniel Veronese, que se presenta en el Teatro Picadero, es una versión teatral de la película homónima de Ingmar Bergman y narra el tormentoso reencuentro de una famosa pianista y su hija luego de siete años sin verse.
En un verdadero e intensísimo duelo actoral, Banegas y María Onetto (coprotagonista de la puesta), se miden calando en las complejas tramas que encierra la relación madre-hija y problematizan sobre la imposibilidad de amar y ser amado.
Sonata de otoño es una pieza que no puede pasar desapercibida ante el espectador: tanto por su temática como por las descollantes actuaciones, es imposible no conmoverse ante la cruda belleza de los textos y la arrasadora potencia actoral puesta al servicio de cada escena.
Entre tablas y arrabales
Cristina Banegas es hija de Nelly Prince y Oscar Banegas, pioneros del cine, la radio y la tv. Estudió teatro con Augusto Fernández, Lito Cruz y Carlos Gandolfo y mantuvo, luego, una intensa relación de trabajo con Alberto Ure, vínculo que marcó un antes y un después en su oficio: “él revolucionó todo lo que yo había pensado y hecho, produjo en mí un cambio de pensamiento sobre la actuación, sobre las lecturas…” reflexiona.
Cuenta que trabajaron juntos en varias oportunidades, entre ellas, haciendo “algunas experiencias muy particulares, como ensayos públicos de Puesta en Claro, de Griselda Gambaro, de lo más salvaje que hice en teatro en mi vida. Luego, El Padre, de Strimberg, con una puesta en escena muy increíble, representada solo por mujeres, en la que yo era el padre”.
De Ure rescata también la creación de una técnica de improvisación con la que ella sigue trabajando y es, a su modo de ver, revolucionaria en la manera de pensar el teatro: “implica que el director o el maestro acompañe muy de cerca al actor y le habla al oído, lo mueva y vaya construyendo una relación asociativa (en el mejor de los casos), improvisando, investigando, experimentando. Yo trabajo así en mis clases y en las obras que dirijo, y este método estimula mucho a los actores, los incentiva a imaginar, a llegar a lo que se llamaría la construcción de la dramaturgia del actor”.
Es importante señalar que Cristina también se dedica a la docencia (en su espacio teatral El excéntrico de la 18) y que ha desarrollado una carrera como cantante de tangos.
Con varios discos grabados, cuenta que elige para su repertorio tangos de las tres primeras décadas del siglo XX, de las mujeres del tango, pero también de Rivero o Celedonio Flores: “opto por tangos viejos, arrabaleros, reos, de lunfardo; me gustan especialmente; me siento muchos más identificada con esos que con los de los años 50, que también me parecen maravillosos. Hay algunos tangos reos muy patéticos y muy dramáticos y otros muy graciosos, donde aparece algo que después se pierde un poco, ya que el tango se vuelve más melancólico, más triste”.
Existe una tradición entre ese género musical y el teatro que Cristina señala, ya que “el primer tango que se cantó, Mi noche triste, fue en la obra Los Dientes del Perro de José González Castillo (padre de Catulo Castillo), autor también de muchos tangos, un dramaturgo anarquista muy interesante y maravilloso”.
Amor y revolución
Al mirar atrás, es imposible no detenerse en los años 60, intenso periodo de crecimiento, de formación política y artística, momento en el que los debates, lecturas y conversaciones giraban en torno a cómo cambiar el mundo.
Sobre esa época, la actriz cuenta: “me casé muy joven, (a los 16 años) con un actor que hacía teatro con Zulema Katz, quien era la mujer de Paco Urondo; en ese momento éramos vecinos en San Telmo, nosotros vivíamos en Chacabuco y Estados Unidos y ellos tenían una casa en Venezuela y Chacabuco, a muy pocas cuadras. Y realmente esa fue mi entrada al mundo adulto”.
Por esa casa pasaban muchas personalidades de la cultura, el arte, el tango, la poesía, el teatro y la literatura, como Julio Cortázar y Juan Gelman, entre otros. “Allí conocí a mucha gente y compartí noches y días maravillosos. Fue mi llegada a lo que era aquella época, aquella década increíble, donde escuche por primera vez La Banda del Sargento Pepper, de Los Beatles y Madrugada, del Tata Cedrón y Gelman” relata.
Si tuviera que caracterizar ese período, Banegas diría que fue muy conmocionarte pero también muy sangriento “ya que empezaba toda la militancia armada, los primeros grupos y las primeras experiencias de guerrilla en Argentina; fue fundamental el suceso de la Revolución Cubana, donde el mundo era otro mundo y la revolución era algo cercano y posible para todos nosotros”.
En esos años, estudiaba Marxismo con León Rozichner, Literatura Argentina con Noé Jitrik, “teníamos grupos y nos reuníamos en las casas, estudiábamos y nos preparábamos, algunos militaban además, pero no era mi caso: yo nunca fui una militante política, sino más bien una militante social, ahora más vinculada con los Derechos Humanos; siempre fui de compromiso, fui muchas veces a la Plaza, firmé muchas solicitadas y estuve donde había que estar, pero no he formado parte de ninguna organización” dice.
Durante la dictadura, se fue del país por estar en lo que se llamaban “listas grises”, lo que implicaba estar parcialmente prohibida. Pero antes de exiliarse, en el año 76 tuvo que afrontar la dura pérdida de su entrañable amigo Paco Urondo. Cuenta que “cuando lo mataron en Mendoza, y su hermana Beatriz pudo recuperar el cuerpo, traerlo y enterrarlo en Merlo, la familia y un grupo de amigos fuimos al cementerio en plena Dictadura a hacerle un homenaje, en una especie de operativo salvaje y kamikaze total. Leí un poema de él y pusimos una placa, que después la robaron, pero bueno… fuimos…”.
Para ella, aquella “fue una época muy feroz, con muchos amigos que se iban al exilio, que estaban clandestinos, que desaparecían, que estaban presos. Fue una etapa muy dolorosa para todos”.