Por Simon Klemperer. Aprovechando las semifinales de la Champion, hacemos memoria y recorremos tierras ibéricas pobladas de sudamericanos. El cielo es para los creyentes y los poderosos. Los humildes y los herejes nos quedaremos siempre, felizmente, a medio camino. Ahí va la historia en tres partes.
El día más triste del mundo fue el colofón de la etapa futbolera más feliz de mi vida. Y no pienso llorar al contarlo. De no haber sido tan feliz lo feliz, no habría sido tan triste lo triste, obvio. El día más triste del mundo tuvo, como todo lo triste, su momento más triste. Los hechos más tristes tienen una estela de tristeza, una cola más corta o más larga, más efímera o indeleble, pero la tienen. Existe, sin embargo, ese momento en el cual sucede, ese instante. Ese “diminuto instante inmenso en el vivir, y nada más”. El día más triste del mundo tuvo una estela enorme, tuvo una estelota de días, de meses, de años y siglos de dolor, y tuvo, claro, su instante. Duró más o menos 8 minutos. Ocho minutos de indecible silencio.
Todo comenzó con nerviosa alegría cuando el árbitro cobró penal, quedaban 2 minutos de partido y el fuego del infierno nos quemaba de a poco. Se oyó el pito del árbitro y el cielo nos comenzó a tocar los deditos. Estábamos en un bar madrileño llamado Bodegas Rivas, calle La Palma 61, barrio Malasaña, “excelentes cañas con espuma de capuchino”, inigualables tortillas de patatas, bien babé, tapitas, claras y vermús. Yo miraba todo por la tele pero ese penal no era capaz de mirarlo, me faltaba el temple que al pateador le sobraba. Así que salí. Salí del bar y me senté en la vereda a esperar que el grito de gol saliera por las puertas y ventanas hacia la calle y dejara caer el cielo encima nuestro. Corría el miércoles 26 de abril del año 2006 y aquí me detengo y comienzo a contar la historia desde el principio. Siete años antes de ese miércoles, quince años antes, contando desde ahora.
Tenía 19 años y llevaba pocos meses viviendo en Madrid. Era un domingo cualquiera, como son todos los domingos, cualesquieras, indistinguibles entre sí. Estábamos perdiendo el tiempo en casa con mi viejo y se nos ocurrió ir a la cancha. Extranjeros como éramos, carecíamos de club, odiábamos desde siempre al Real Madrid, pero no teníamos un amor, solo un odio. Rápidamente descartamos el Santiago Bernabéu, entre otras tantas cuestiones ideológicas, por el altísimo valor de la entrada, hasta el gallinero costaba tres cifras, y descartamos el Atlético de Madrid por razones que en este momento no logro recordar. El destino y la causalidad nos llevó a estadio Teresa Rivero, la cancha del Rayo Vallecano.
Arribamos un domingo soleado a eso de la tardecita al barrio de Vallecas, barrio obrero por excelencia, barrio proletario donde la gente se viste como gente en un país donde hasta los pobres se visten de Zara. Vallecas era un barrio querible en el que, a diferencia de los barrios de los equipos grandes, donde se respira un nacionalismo españolista bastante fascista, se respira un barrionalismo humilde y terrenal. Amor por el barrio y punto pelota. Entramos a la cancha por un módico precio y adentro estaban, felices y tranquilas, todas las familias como de día de campo, todas con sus bocadillos, sus bocatas envueltos en papel metálico, efecto que producía en todas las gradas una sucesión de brillos plateados, que prendían y apagaban al ritmo del hambre que saciaban. Familias enteras comiendo tortilla de patata y tomando vino. Ni violencia, ni colgados del tablón, ni “canta hijo de puta”, ni hinchadas visitantes, ni locales, ni sistemas de vigilancia para inocentes e inmunizantes de culpables, ni nada. Día soleado y picnic alrededor de una pequeña canchita de fútbol.
Nos enteramos del rival cuando salió a la cancha. Se llamaba Villarreal, un equipo que no conocía ni el tato, ascendido hace pocos meses a primera división. El Rayo, con idéntica vestimenta que River Plate fue el elegido por mi padre, gallina desde chiquito, y el Villarreal, cortos azules y camiseta amarrilla, fue el elegido por mí, no tanto por bostero sino por mantener la histórica costumbre de llevarle la contra a mi viejo, el inigualable Jorge Klemperer. A los pocos segundos de empezado el encuentro y tras un muy breve paneo al campo de juego, le pregunto a mi viejo, “che viejo, ¿ese que está ahí no es Diego Cagna?”, “parece que sí”, responde mi viejo. “¿Y… ese, no es Palermo?”, repito yo segundos después, “mmm… sí, lo es”, dice mi vejo entre sorprendido y teletransportado a tierras sureñas. Pero ahí no terminaba la cosa. “Pero pará un poquito –insisto yo, casi enojado- ¿ese no es Schelotto?”, “sí, sabes que sí”, continua mi viejo, “¿y ese Arruabarrena?”, insisto yo, “¿qué es esto, una joda de Tinelli?” exclama mi viejo, tan atónito como yo. Sucursal bostera en el barrio de Vallecas.
Inmediatamente, esos dos inmigrantes prematuros que éramos mi viejo y yo, supimos cuál era nuestro equipo en ese país. Hicieron falta 50 segundos de partido para que esos dos desarraigados tuvieran un nuevo hogar: Villarreal. Pasados 20 minutos nos dimos cuenta no solo de que ese partido terminaría empatado a cero aunque durara dos años, ahí nadie era capaz de meterle un gol al arcoíris; nos dimos cuenta también de que en el Villareal había también un chileno, un boliviano y algún otro sudamericano expulsado de sus tierras, y nos dimos cuenta, finalmente, que el mellizo no era Guillermo, pareja perfecta de Palermo, sino Gustavo y que Boca Juniors había timado a los dirigentes españoles al venderles la dupla que triunfara en Argentina. Fue, creemos, un cambiazo de último momento.
Durante un par de años fuimos hinchas el Villarreal por ser hinchas de algo. Podríamos decir que los resultados del equipo nos chupaban bastante un huevo, sin embargo teníamos mucho cariño por esa legión sudaca de jugadores medio pelo. A la distancia cualquier pavada que lo acerque a uno a su tierra adquiere un valor inusitado. Tanto a favor como en contra. Ya en el exilio político de la década de los 80´, viviendo en México, habíamos hinchado por todos aquellos desconocidos clubes que tuvieran jugadores argentinos, uruguayos o chilenos. Con cada gol que metía un sudamericano sentíamos que las dictaduras estaban un poco más cerca de su fin, y que podríamos volver al prohibido cono sur. Así las cosas. Los goles eran pequeñas formas caseras de liberación a la distancia. Parece que los chilenos nunca metieron muchos goles porque la dictadura de Pinochet duró 17 años. Los argentinos, menos mal, metieron bastante más. Cuestión que el Villarreal nos daba un poco lo mismo, futbolísticamente, pero lo adoptamos, con su espantosa camiseta amarilla y todo, como nuestro segundo hogar, sin saber lo que estaba por pasar.