Por Manuel Martínez. La lucha del pueblo de Cajamarca contra el proyecto minero Conga ha desnudado el verdadero carácter del gobierno de Ollanta Humala.
La vieja y mítica ciudad de Cajamarca [Kasha-Marca, pueblo de espinas], donde el inca Atahualpa [Ata-Huallpa, gallo o ave exótica, como se quiera] fuera capturado y luego ejecutado por el conquistador español Francisco Pizarro en 1533, es más o menos el punto medio entre Tenochtitlán (México) y el Cusco (Perú), es decir, entre las dos capitales de los mayores cimientos culturales de lo que hoy llamamos Nuestra América. Ahí mismo, en la sierra norte peruana –468 años después de aquella tragedia–, en este siglo XXI se está librando una de las mayores batallas en defensa del agua y de la vida. Se trata de la inmensa lucha popular contra el proyecto minero aurífero Conga.
Cajamarca contiene en todos sus rincones tradiciones y mitos. Atahualpa aceptó una cita pacífica con los conquistadores en la plaza de esa ciudad. Cuando llegó, con su ejército desarmado, fue interpelado por el fraile dominico Vicente de Valverde, quien lo conminó a que aceptara la religión católica y la sumisión al reino de España. Le alcanzó un ejemplar de la Biblia y le dijo: “Este libro te dice la verdad”. El traductor era un indígena conocido como Felipillo, quien reprodujo literalmente la frase de Valverde. El inca se puso la Biblia al oído y no escuchó nada, no le decía nada, por lo cual, sintiéndose ofendido, la tiró al piso. Este habría sido el motivo para que los españoles descargaran su artillería y produjeran una masacre. Se dice que Pizarro evitó que mataran a Atahualpa, porque lo quería vivo, como prenda de negociación. Una vez capturado y encerrado en una habitación de piedra, Atahualpa ofreció entregar varias habitaciones semejantes llenas de plata y oro a cambio de su libertad. Pizarro y los suyos aceptaron de inmediato; cargaron con todo y luego lo traicionaron vilmente, ejecutándolo en la horca. Tal fue el ingreso de la “civilización occidental y cristiana” al Perú, algo muy lejano a la visión ilusoria que presenta a la conquista como un “encuentro de culturas”.
Al finalizar este 2011, otros conquistadores –portadores del neocolonialismo contemporáneo– siguen sedientos de oro (un metal “precioso” inservible) y de otras riquezas naturales. No está de más recordar que el Perú fue y es considerado un territorio de explotación minera desde la llegada de los europeos hasta nuestros días, con todas las consecuencias que ello acarreó y acarrea para la naturaleza y para su pueblo. La literatura peruana –digamos de paso– brinda memorables obras al respecto, por ejemplo, El tungsteno, de César Vallejo, o Redoble por Rancas, de Manuel Scorza. Pero hoy, efectiva y felizmente, el pueblo de Atahualpa ha tomado conciencia de lo que significa esa expoliación y la rechaza luchando en las calles.
Los neocolonizadores ya no piden algunas habitaciones repletas de plata y oro; hace rato que vinieron por mucho más. Ahora quieren abrir una nueva mina para sacar todo el oro posible, con una tecnología de punta, llamada “sustentable”, que sin embargo amenaza con secar cuatro lagunas. Eso implicaría la puesta en marcha del nuevo proyecto Minas Conga, impulsado por la empresa Yanacocha, que lleva el mismo nombre de “la mina de oro más grande de Sudamérica”, según la web institucional de la empresa (que la explota impiadosamente, no por casualidad, desde 1993, es decir, desde los peores tiempos de la dictadura de Fujimori). Yanacocha está constituida por Newmont Mining Corporation (51,35%) –con sede en Denver, Estados Unidos–, Compañía de Minas Buenaventura (43,65%) e International Finance Corporation (5%). Y durante todos estos años ha contado además con un “cuarto socio”: los gobiernos peruanos neoliberales de Fujimori, Toledo y Alan García. Ollanta Humala, que ganó la presidencia el año pasado prometiendo “cambiar” la situación del país, más temprano que tarde mostró ser el Felipillo de los yanquis y algo más. Ante el estallido de las movilizaciones contra el proyecto Conga, primero dijo que era necesario “dialogar” pero luego de más de diez días de protesta y paralización de Cajamarca señaló que se habían “agotado todos los caminos a fin de establecer el diálogo como punto de partida para resolver el conflicto en democracia”. Apeló entonces a implantar el “estado de emergencia” –eufemismo para el estado de sitio– en la región. Yanacocha suspendió el proyecto, pero el pueblo no ha retrocedido y continúa con una lucha de la cual participan incluso autoridades locales y regionales. El reclamo intransigente es el del cierre definitivo del proyecto Minas Conga.
La respuesta del actual gobierno peruano, más allá del envío de varios ministros a la zona del conflicto y de todo el parloteo oficial, ha sido desgraciadamente la de siempre: la militarización de Cajamarca y la represión, que ya cuenta con decenas de heridos. Por si quedaban dudas, el “progresismo” de Humala no pasó la primera prueba de un conflicto socio-ambiental de envergadura, en el que están en juego los derechos de la población y los voraces intereses de las transnacionales mineras.