Por Mariano Pacheco. Personaje histórico controvertido, mito político movilizador de multitudes que bajo su nombre invocaban la necesidad de cambios sociales radicales, fetiche idolatrado por burócratas de toda calaña, María Eva Duarte de Perón.
Evita fue no sólo una figura central de la política argentina durante décadas, sino también personaje dramático, literario y cinematográfico, además de imagen inspiradora de artistas plásticos. La primera de una serie de notas que buscan abordar la importancia de Evita en la política y la cultura nacional, a 60 años de su fallecimiento.
Así como la Revolución libertadora se empecinó en borrar de la escena política nacional al peronismo como movimiento político y social, sus simbologías y hasta sus nombres (recordemos que un decreto del Ejecutivo prohibía nombrar al “tirano depuesto” y su “difunta esposa”), la última dictadura fue mucho más allá, siendo más dura que “La fusiladora” -como llamó Rodolfo Walsh a los golpistas de 1955- y la siguiente dictadura, la autodenominada Revolución Argentina -a quienes algunos, a modo de contraste, llamaron luego la “dictablanda”. Si esto fue así se debe en gran medida a que la Junta de Comandantes no sólo buscó hacer desaparecer los cuerpos de los militantes (peronistas, y de la izquierda en sus distintas variantes), sino también a toda esa memoria de las luchas populares que, de generación en generación y durante varias décadas, se fue reactualizando, manteniendo en jaque a los distintos gobiernos que intentaron en vano “normalizar” al país. De allí su nombre: Proceso de Reorganización Nacional, que logró -en menos de una década- que la Argentina ya no se pareciera en nada a lo que había sido durante 40 años, y que casi no quedaran rastros de aquello que había sido apenas unos años atrás.
El peronismo, por supuesto, no estuvo exento de este proceso. Durante algunos años, y luego de haber perdido las primeras elecciones presidenciales post-dictadura, el peronismo se redujo a un factor de presión contra el nuevo gobierno, y su versión neoliberal pareció enterrar para siempre cualquier posibilidad de sacarlo de ese lugar en el que había caído. De allí en más, las luchas políticas y sociales que emergieron como proceso de resistencia a esa versión neoliberal que fue el peromenemismo de los 90, transitaron por carriles bastante diferentes a los habituales: ni los partidos, ni los sindicatos ni ninguna de las organizaciones conocidas en años y décadas anteriores protagonizaron las luchas que se dieron de allí en más. Por supuesto, las identidades y simbologías políticas estuvieron más ligadas a esa nueva realidad que se vivía en el país que a los viejos moldes del peronismo y aún de las izquierdas, al menos como se las conocía hasta entonces. En este contexto, qué duda cabe, la figura de Evita y todo su potencial transformador quedaron enterrados. Reinaba en el país el justicialismo del mundo del revés: ni socialmente justo, ni económicamente libre, ni políticamente soberano.
En el campo de la cultura, con excepción de la película argentina Eva Perón (estrenada en octubre de 1996, dirigida por Juan Carlos Desanzo, escrita por José Pablo Feinmann y protagonizada por Esther Goris y Victor Laplace, en los papeles de Evita y Perón, respectivamente), de la biografía de Alicia Dujovne Ortiz (Eva Perón. La biografía, 1995) y de las novelas La pasión según Eva, de Abel Posse (1994) y Santa Evita, de Tomás Eloy Martinez (1995), no hubo -como en décadas anteriores- ni cuentos, ni poesías, ni obras de teatro, ni relatos, ni casi ningún otro tipo de producción artística que tomara como eje central al peronismo, en general y a la figura de Eva, en particular. De hecho, cuando en 1994 Martín Kohan y Paola Cortés Rocca publican un libro sobre Evita (Imágenes de vida, relatos de muerte. Eva Perón: cuerpo y política), sostienen que la capacidad que su figura tenía para avivar polémicas crispadas (la “Evitamanía”, según la denominan) parecía haber quedado en el pasado. Y afirman: “Ahora que la euforia parece calmarse, queremos analizar esas estrategias de representación que constituyen, precisamente, la condición de posibilidad de esta moda”. Pasados casi 20 años desde la publicación de aquel libro, cabe preguntarse si en la última década -o al menos en los últimos cinco años- no ha retornado nuevamente esa euforia.
Todo parece indicar que la figura de Evita ha retornado, dispuesta a ocupar, nuevamente, la escena política y cultural de la Argentina. Y no sólo porque Hugo Moyano suele citar a la dupla Perón-Evita como símbolos del momento más próspero de la Argentina, o porque el movimiento social kirchnerista con mayor desarrollo en el país lleve su nombre, sino también, por ejemplo, porque su imagen viene siendo la única simbología política oficial que suele verse en los discursos de la presidente Cristina Fernández de Kirchner trasmitidos en cadena desde el Salón de las Mujeres de la Casa Rosada. Imagen que es una fotografía ampliada de la instalación que el pintor Daniel Santoro -a partir de una idea del escultor Alejandro Marmo- plasmó sobre el edificio donde funciona actualmente el Ministerio de Desarrollo Social de La Nación, sobre la avenida 9 de julio. Obra inaugurada en julio pasado, a un mes de cumplirse el 60 aniversario del clásico Cabildo abierto del Justicialismo, convocado por la Confederación General del Trabajo para el 22 de agosto de 1951, en su intento por promocionar la pre-fórmula presidencial Perón-Eva Perón.
De allí en más, durante los meses de septiembre y octubre de 2011, se estrenaron en Buenos Aires dos películas sobre Evita, con gran repercusión. Juan y Eva, el film en el que Julieta Díaz interpreta a Evita (con guión y dirección de Paula de Luque) y Eva de la argentina, un film animado dirigido por María Seoane (cuyo guión escribió conjuntamente con Carlos Castro y Graciela Maglie). Ambas películas, sumadas al documental español La sombra de Evita (dirigido por Xavier Gassió), vienen a retomar desde el arte a un personaje histórico que, a excepción de los formatos documentales, había permanecido en cierto olvido durante todos estos años.
De alguna manera, estos tres films se inscriben en cierta Evitamanía cultural que llevó a dramaturgos, ensayistas, poetas y novelistas, tanto de Argentina como de otros países (peronistas o antiperonistas), a incorporar Evita en sus obras.
Recordemos que el primero que tiró la piedra no fue un argentino sino un uruguayo: Juan Carlos Onetti, escribiendo, en 1953, el cuento breve titulado “Ella”. Luego lo siguió el acérrimo antiperonista Jorge Luis Borges, cuando en 1957 publicó un breve e injurioso relato titulado “El simulacro”. A partir de allí, Evita fue personaje de teatro en una obra de Copi (Eva Perón) y personaje en los cuentos de varios escritores: “La señora muerta”, de David Viñas; “Esa mujer”, de Rodolfo Walsh; “Evita vive”, de Néstor Perlongher, por nombrar los más reconocidos. También fue voz descarnada en las poesías de Leónidas Lamborghini (“Eva Perón, en la hoguera”) y en las de Néstor Perlongher (“El cadáver” y “El cadáver de la Nación”). Por otra parte, han narrado su vida, entre otros, Marysa Navarro (Evita) y Mario Szichman (A las 20:25 la Señora entró en la inmortalidad); y Tomás Eloy Martínez (La novela de Perón, además de la ya mencionada Santa Evita) y Guillermo Saccomanno (El amor argentino) la han incorporado como personaje en sus novelas. Por último, los polémicos Juan José Sebreli (“Eva Perón: ¿Aventurera o militante?”) y David Viñas (“Catorce hipótesis de trabajo en torno a Eva Perón” y “Catorce nuevas hipótesis de trabajo en torno a Eva Perón”) han hecho de Evita parte temática de sus ensayos.
A los films del nuevo milenio que tienen como personaje central a Evita hay que sumarle la novela de Carlos Gamerro, La aventura de los bustos de Eva (2004) y algunos relatos de Juan Diego Incardona, publicados en sus libros Villa Celina (2008) y El campito (2009).
Así como durante años Evita representó el costado militante y tierno del peronismo, su costado plebeyo y combativo, quedará por ver si en este nuevo retorno logra zafar de las farsescas repeticiones, para pasar a ser algo más que una figura invocada como autoridad, para pasar a ser nuevamente un símbolo que interpela y moviliza a los de abajo. Ya no una estampita o una imagen del pasado, sino un espectro del presente, que invoque esa pasión que lograba exasperar a los conservadores y violentar lo dado.