Por Tomás Schuliaquer. Hay jugadores que hacen de su comportamiento una teoría. Son los grandes formadores de comportamiento futbolístico de alto nivel, aquellos que llevan a la práctica las mejores ideas.
Son pocos. Los que pueden pensar dentro de una cancha como si estuvieran fuera y pensar fuera con la elegancia que tienen en el rectángulo. Coherencia, que le dicen. Una estructura cohesiva que se sostiene desde hace diecisiete años en el profesionalismo. Desde que pateó una pelota ya tenía en la cabeza lo que quería hacer. Pensó el partido en su casa, tomando mate con su vieja, antes de dormir, en los tan criticados asados con sus amigos o a la hora de la siesta. Entrenó para eso en las canchas de ripio. Hizo de su cuerpo una boca. Una boca gigante, de una estética impecable, con movimientos estilísticos propios de un artista.
Porque eso es lo que es él: un artista que, junto a los grandes de la historia, comparte una metodología de la acción, pero que le puso su propio sello. Pisarla, a ella, como si fuera una caricia. Moverla con suavidad y rapidez, de un lado a otro de su botín derecho. Un contrario se acerca, lo espera para no pasar de largo. Otro viene para apoyarlo y también espera. Un tercero se acerca y decide frenarlo. “Se confundió”, piensan sus compañeros, “a ése no hay que intentar sacársela”. Y tienen razón. Quedó en el piso, pasó de largo. Y él la sigue acariciando. La vista levantada. La pelota nunca quieta, la boca en movimiento, ejecutando la teoría. Esa teoría que armó una cabeza. Una cabeza hecha para el fútbol. Para fútbol como parte del arte. El fútbol como ciencia artística.
Abundan sus documentos en Youtube. Sus amagues ya son conferencias sobre el pensamiento del deporte más lindo del mundo. Sólo queda en nosotros disfrutarlo. Mirarlo y aprender. Nos dejó la práctica que nos enseña a mirar de otra forma, a pensar de otra manera, a jugar a algo que no es lo mismo que aprendimos de chicos. Quedan sus palabras, resabios de un botín inapelable. Sólo podremos confirmar lo que sabemos, lo que ya vimos, lo que ya nos dijo. Lo que nos habló durante estos diecisiete años de carrera. Ahí está el libro, su libro, el compacto más grande de la teoría futbolística del último siglo.
Nos resta verlo. Aprender de las imágenes, de sus movimientos y su precisión. Habrá que sacarle la camiseta azul y amarilla. Pensarlo sin nacionalidad. Él ya trascendió. Ahora no hay más que imitaciones. Algunas serán mejores, otras peores. Se fue, pero tiene que volver; el gran ruptor de la teoría futbolística. Como él ya no habrá uno igual. No habrá que esperar nada nuevo, aunque lo esperemos, aunque nuestras miradas lo sigan y se olviden del resultado, de los otros veintiún jugadores. No es necesario que haya algo nuevo, hay material para largo pero lo necesitamos de vuelta en nuestro juego. Para leer su fútbol, para interpretar su calidad, para disfrutar viéndolo. Ya no en la computadora, sino en la televisión. Tendremos el orgullo de saber que lo vimos jugar, la satisfacción de saber que fuimos contemporáneos del gran teórico del fútbol. Todo será repetido o, quizás, pronto haya un nuevo jugador que quiebre con tanta historia. Por ahora, aplaudamos de pie a su boca, esa que derrocha fútbol y, a la perfección, ejecuta lo que el cerebro dispone. Hace ocho meses se fue un grande.
Se fue y ahora decidió volver. ¿A Boca, dicen? No importa eso, porque no es una camiseta o un club, es la pelota la que está contenta. Porque el fútbol argentino ahora deberá callar. Hará silencio para escuchar esas preciosas caricias de Juan Román Riquelme, el último gran pensador.