Por Ariel Hendler*. Un colaborador de Marcha evoca el mal trago que le tocó pasar junto al héroe nacional del blues, a ocho años de su muerte. Un episodio desconocido que, sin embargo, tuvo una importancia crucial en la carrera del Carpo.
De repente, la yuta estaba subida al escenario y lo tenía a Pappo agarrado con las manos en la espalda. Fue en un recital de Pappo’s Blues en el cine Gran Gesell, de Villa Gesell, en el verano de 1980. Al principio pareció un número preparado, pero eran canas de verdad. Pappo acababa de anunciar un bis, y al toque lo vimos parado de espaldas, las manos levantadas, con los polis de paisano y de uniforme palpándolo por todos lados.
Menos mal que los ratis llegaron recién para los bises, porque el recital fue impresionante. Irrepetible. Ese verano Pappo había formado por primera vez en su vida una banda con más pretensiones, aunque sólo duró ese verano. Con un tecladista: Luis Valenti, ex El Reloj; además de otro ex relojero, Juan “Locomotora” Espósito, en batería, y el bajista Daniel “Fanta” Beaudoux (típico apodo de pelirrojo). Tocaban temas largos, con partes instrumentales que eran algo más que un solo. Con improvisación, pero también con mucho ensayo. En el lenguaje de entonces: rock elaborado. Y también con emoción, como cuando el Carpo se descolgó la Gibson SG Special y cantó “Todo el día me pregunto”, de Manal, sin la guitarra y acompañado por el órgano; las piernas bien abiertas, un faso (careta) en la mano. Le faltaba el funyi.
Lástima que la cana estropeó el final. Se llevaron a todos los músicos, plomos y asistentes. Después empezaron a “cazar faloperos” entre el público. Muy bizarro: apuntaban a los ojos con una linterna para ver si las pupilas se te dilataban. Ciencia pura. Así que me levantaron a mí también, entre otros, bajo el improbable cargo de “pupilas dilatadas” (¿o era al revés?). Y me llevaron en el mismo celular que a los músicos y algunos del público, con mis dulces dieciséis años vírgenes de sustancias prohibidas. Los escuchaba hablar en jerga entre los tabiques y no entendía nada. Salvo cuando Pappo, ídolo, se corrió de la situación y preguntó en voz alta para que escuchara todo el camión qué tal había sonado la banda. Lo digo ahora: fuimos testigos de un momento único en la carrera del Carpo, ojalá hubiesen durado un tiempo más y grabado un disco.
Nos bajaron en la taquería, donde nos tuvieron hasta la mañana siguiente. A mí, por ser menor, no me pegaron. Lo máximo que me hicieron fue darme para firmar una confesión en la que admitía haber consumido drogas, comercializado drogas e incitado a terceros a consumir drogas. ¿Y si me negaba? Mejor no cebarlos. Ya había visto el aspecto que tenía Valenti después que lo molieran a trompadas. Con Pappo no se animaron a tanto, vaya uno a saber por qué. Después llegaron mis padres y les dijeron que yo había confesado participar en una especie de orgía báquica con hombres besándose revolcados por el suelo y no sé qué más. Y nos llevaron esposados en un micro a la comisaría de General Madariaga, porque en la de Gesell no había lugar para tantos faloperos.
Allá en Madariaga pasé tres de los días más divertidos de mi vida gracias a Pappo, que como compañero de calabozo era un fenómeno. Cualquier cosa le daba tela para cagarse de risa. Por ejemplo, la radio de la comisaría se la pasaba repitiendo “Villa Gesell, Villa Gesell, Villa Gesell, Madariaga, Madariaga, Madariaga”, y a él le parecía lo más gracioso del mundo. Le ponía música de milonga y se ponía a bailarlo, y se imaginaba un futuro show con ese tema. Además, había otro tipo divertidísimo: Román “Rulo” Rodríguez, percusionista, uno de esos personajes que estuvieron en La Cueva y La Perla de Once, o casi, y contaba que hacía poco en Europa había tocado con Gong y Peter Gabriel. Él era el único que se animaba a sobrar a los canas cuando nos hablaban; después, al escucharlo contar historias, nos dimos cuenta de que, con su experiencia en cárceles, ya no lo asustaba nada. Ese mismo año o el siguiente iba a tocar como invitado en esa rareza del rock nacional que es el disco Reunión, de Manal. A las dos o tres chicas que habían llevado las tenían aparte, las veíamos lavando ropa en el patio; una de ellas, bailarina y veterana de El Bolsón, aparece mencionada en la tapa del disco Miguel Cantilo y Grupo Sur.
A nosotros nos tenían en tres calabozos (uno para los dos menores) con un patiecito cubierto en común que daba al típico pasillo de los calabozos, rejas de por medio. De día, nos pasábamos el día en el patio, era como estar en el recreo del cole. “¿Hacemo’ un vóley?”, preguntó Pappo una mañana. Entonces, jugamos al vóley con una pelota hecha de medias y remeras. Y la red con una toalla, creo. Había que pasarla por arriba, nomás. Después jugamos al fútbol con la misma pelota. Locomotora Espósito dijo una frase playera para el bronce: “Curtimos vóley, curtimos fulbo… nos falta curtir paleta”. Pappo tuvo otra idea: pedir que nos dejaran “curtir televisión” a través de las rejas. Pero no nos dejaron curtir. Cuando nos cansábamos del deporte, Pappo hablaba hasta por los codos. Decía que las violas son como los vinos: cuanto más viejas, más valiosas. Inventaba apodos: le batía “Loco Chávez” a uno que tenía bigotes.
También recomendaba pizzerías en La Paternal; contaba películas de terror que había visto por tele y se enredaba en los argumentos. Y sobre todo, contaba anécdotas. Por ejemplo, el día en que Nacho Smilari le metió un frasco entero de pastillas a una torta y después se la tuvo que comer él solo. “Se agarró un mambo que le duró tres meses. Era buen pibe pero estaba muy loco”, coincidieron los que lo conocían. También contó que tocó en un pub de Londres en el mismo programa que Peter Green… claro que Pappo además lavaba copas. Cuando llegaba su turno se sacaba el delantal, salía de la cocina y subía al escenario a darle a la acústica y a la armónica. Sonaba muy gracioso contado por él, con las mímicas incluidas. También reveló una inédita amplitud de gustos musicales: en Inglaterra fue a escuchar a King Crimson, y cuando estaba en España con Los Gatos, a otro “Gato”: Leandro Barbieri. Chúpense esa mandarina.
Los que daban pena, pobrecitos, eran los ex El Reloj, incluido un plomo que ahora cargaba los equipos de Pappo: lo que se dice un viejo laburante del rock. Que me perdonen si leen esto, pero en ese momento de sus vidas eran unas ruinas humanas. Hombres suburbanos de San Justo pasados de todo, cuasi compañeros de pabellón de Tanguito en el Borda. No les quedaba un poquito así de bohemia, ni de chispa, ni sentido del humor. Contaban que un cura manosanta de La Matanza curaba lisiados. Una vez, en la cancha de Deportivo Morón, habían visto cómo se iban con las muletas al hombro. “Dios está haciendo milagros todo el tiempo y no nos damos cuenta”, decía Valenti. Las que habrá pasado para llegar a eso.
Después de la tercera noche, yo me fui. Era el único de los presentes que tenía una familia bien constituida y que podía conseguir un abogado y todo eso. Después me encontré con algunos de mis compañeros de encierro en la Villa; me contaron que los llevaron a todos a un juzgado en Mar del Plata y los largaron por falta de mérito. Pero el episodio pegó fuerte. De hecho, marcó el final de Pappo’s Blues en la década del 70. Después de esta historia, el Carpo se guardó todo el año 1980 sin salir a la luz. Un año de taller, chapa y pintura. Hasta que en la segunda mitad de 1981 volvió renovado. Con grupo nuevo, Riff, y con nueva estética de cuero y tachas que, no nos engañemos, al lado de la marginalidad impresentable de aquella otra banda, parecían una pandilla de villanos del Cartoon Network. Ahí empezó la segunda historia de Pappo, ídolo inofensivo de adolescentes metaleros. Así que, más que un recuerdo personal, esta es la historia jamás contada de cómo y por qué Norberto Napolitano terminó los años 70 de una forma y empezó los 80 de otra.
* Periodista / Autor de La guerrilla invisible. Historia de las FAL (2010) y coautor de Darío Santillán. El militante que puso el cuerpo (2012).