Por Hugo Heredia. Días atrás, La Gaceta de Tucumán tituló: “La delincuencia los separa y la droga los vuelve a unir”. La crónica negra pretende mostrar un barrio que, en la pintada de una ochava, remite a la película brasileña Ciudad de Dios.
El barrio nació de la reubicación de 128 familias de un par de barriadas aledañas. De allí su nombre, “128 viviendas”. Familias que vivían antes en situación de indigencia, en uno de los territorios más degradados de la ciudad. Ahora las casas pequeñas, sin terminaciones en el techo, piso, paredes, baños, son parte un espacio mucho más amplio donde el gobierno de la provincia no ha avanzado en la “urbanización”. Las familias apenas entran en un poco más de 40 metros cuadrados de construcción. Fuera de esta política de reubicación de asentamientos han quedado cientos de familias de la zona, ha primado el criterio estatal en la selección. Existe una forma de articulación donde las familias, ahora residentes, se van ensamblando como pueden en esta “nueva realidad” que ya lleva más de 2 años.
La ciudad “utópica” integrada: material y simbólicamente simétrica, reflejo isoforme de la igualdad social, se abre paso, en el gran San Miguel de Tucumán, a una cotidianidad descarnadamente real. Una mirada que, en su topografía de la desigualdad, se enfoca en un territorio y deja ver cada uno de sus fragmentos. Y que, en una dinámica más totalizante, entraña un quiebre profundo del lazo entre las clases sociales.
Los de la periferia casi no se entienden con los habitantes del centro. La cronista de La Gaceta dice que 128 viviendas es un barrio “peligroso”, inundado por la criminalidad. Quizás la realidad esté también cargada de otros sentidos, de otros relatos: la ciudad está patas para arriba. Mientras en los centros de poder haya impunidad, habrá que preguntarse dónde está la criminalidad, no sólo desde un punto de vista periodístico, antropológico, del derecho penal, sino en el análisis de los centros políticos, institucionales, policiales y económicos que hacen que en esta realidad configurada como un todo, la ciudad tenga esta mirada tan parcial. Ya no se trata de criticar la crónica negra, sino de proponer otra mirada sobre los sectores que, descriptos así, se vuelven vulnerables para el accionar de múltiples actores asociados muchas veces al vértice de la pirámide del poder y que son un vector de importancia para que tengamos las ciudades y los territorios que hoy y hace mucho tiempo tenemos.
Cuando se va de la periferia al centro se puede circular, pero no desplazarse, porque se vuelve al mismo lugar. Se circula por espacios normativos, en la moto, el colectivo, del trabajo a la casa, al hospital, o las grandes superficies comerciales, accesoriamente a los kioscos y pequeños almacenes de la zona, o a quienes conservan el oficio para reparar los trapos, el calzado. La idea de desplazamiento tiene que ver con un “modelo clásico” cercano a la rebelión o a la insurrección, que modifique la circulación por el desplazamiento material, y este tiene un germen en lo cotidiano. En el querer y poder tener un modo de vida diferente al de la dominación, vigilancia política y social en los territorios. Allí está el peligro para los hacedores de las “crónicas negras”. Y por eso el señalamiento con “testimonios” de la criminalidad en las barriadas populares de Tucumán.
No se trata de curar las heridas con sal. Volvamos a la crónica publicada en La Gaceta.
La muerte es siempre “disruptiva”. Desde el martes 14 de agosto, Alejandro Brito, después de un “accidente” en el barrio, agonizó en el Hospital Padilla de esta ciudad. Este lunes feriado en la mañana la fatalidad fue el desenlace. El adolescente tenía 15 años, vivía en “Ciudad de Dios”. Su padre tiene una panadería artesanal en construcción. El Ale trabajaba en este emprendimiento y estudiaba en una escuela de Campo Norte. En el velatorio estaban los familiares y amigos, los representantes de la salita de salud de la zona, autoridades de la escuela, había gente allegada de todas las edades y sobre todo jóvenes, muchos jóvenes. Los símbolos que rodeaban al improvisado salón donde fue el velatorio eran una bandera enorme del “Santo Tucumano”, una camiseta de los “cirujas” y varias hondas o gomeras, dejadas por los changuitos del barrio. En las manos inertes el Ale tenía un rosario. Una monja, entrada en edad, se acercó y brindó un responso. En la esquina, un grupo de jóvenes fumaba porro. (Sí, esta crónica no es ni rosa ni negra, ¿y qué?).
“La delincuencia los separa y la droga los une”. El velatorio del Ale agrietó esos argumentos, como una más de las otras solidaridades invisibilizadas. Flores y gente de los “barrios calientes y peligrosos” del noroeste de la ciudad se acercaron como una pequeña multitud abigarrada, ya sin fronteras. La familia decidió no hacer uso del servicio de sepelio para indigentes que tiene el gobierno de Tucumán y contrató una empresa fúnebre. En estas situaciones de la vida y la muerte, el “valor de uso” de los afectos, y la solidaridad que se equilibra orgánicamente y hasta a veces circunstancialmente, hace que los vecinos y los de los “otros barrios” puedan juntar los $ 6000 para el servicio y la sepultura. Así, el miércoles 21, en la soleada mañana tucumana el Ale partió de la otra Ciudad de Dios.
Para los vecinos del Ale, y para todos, el desafío parece estar en superar el horizonte material y simbólico de la vida cotidiana, que se estructura desde el poder y se configura en determinadas –y no tan determinadas– prácticas sociales en los territorios; cambiar estos condicionantes, hasta dejar atrás esta “vieja organización social”. Mientras tanto, las preguntas presentes, y sobre todo futuras, rondarán en torno a cómo “desplazarse”.
En medio de la estigmatización periodística, la despedida final del Ale estuvo poblada de emociones.