Por Noelia Leiva. El mandato de ser delgada y joven guía el deseo, que también es mercancía. ¿Las mujeres somos consumidoras de las propuestas de belleza o nos convertimos en productos para ser ofrecidos? Acerca del mandato heteropatriarcal de ser ‘espléndida’ y la urgencia de romperlo.
“No te lo podés perder ¡Ya llegó lo que tanto habías esperado!”. El anuncio, que se lee en un folleto que reparten en la calle, es la invitación a la apertura de un flamante local de cosméticos en una ciudad cabecera del sur del Conurbano bonaerense. Una torre multicolor de esmaltes de uña y decenas de estanterías con frasquitos antiage y anticelulíticos se postulan a través de las paredes vidriadas del comercio como candidatos a mejorar la vida de las caminantes. Porque qué mejor que una piel tersa y ajustada al esqueleto ¿no? Otro canto al consumo: la mujer como objeto fabricado por la cadena de producción del machismo para ser apetecible al paladar heteropatriarcal.
La historia se repite. Detrás de las mundanidades está la infraestructura, decía Marx, palabras más, palabras menos. Esas relaciones de producción que favorecen a quienes tienen los medios porque someten a quienes sólo cuentan con las fuerzas de trabajo. Un folleto que comenta la inauguración de un comercio de “estética” es capaz de ocultar varias cosas; cómo funcionan cadenas de producción de sentido, por ejemplo. Entonces llegan las usuarias, que incluso sin la plusvalía que el mercado acapara día a día, emplean parte de su sueldo en cremas con seda de caracol o barro de las Indias.
Es una cadena de farmacias (esa que también vende chocolatines y pastillitas) la que es propietaria del novedoso emporio del “make up”, aunque desde ya no el primero de su tipo en el sur del Conurbano. Esa franquicia de locales ya es conocida en la Ciudad de Buenos Aires. “¿Vamos a Look? Tengo ganas de comprarme algo pero no sé… ¡Tampoco sé por qué si casi nunca uso nada de eso!”, le dijo una compañera de trabajo a esta cronista. Según relató al regreso -porque la visita la hizo sola- había esmaltes para uñas cuyos precios alcanzaban las tres cifras, y otros más populares, a veintipico.
El acto reactivo de comprar para maquillarse genera algunas curiosidades. Ahondar en ellas demanda de cierta autocrítica y de sortear algunas complicidades del mundo en el que vivimos. ¿Somos las mujeres consumidoras de esa mercancía o, acaso, eslabones en el proceso de llegada al producto terminado? O bien ¿somos el producto terminado? Y si es así, ¿para ser ‘compradas’ por quién? ¿Qué es lo que opera para que alguien se mire al espejo y se legitime cuando está “producida”, o se deteste cuando el freeze es hasta más fuerte que el amor?
El entramado de la mirada de sí misma no se separa, una vez más, de la fábrica capitalista que reduce las relaciones a vínculos de costo-beneficio. Los estereotipos de belleza que, al menos en Occidente, instauran a la mujerdelgadablancarubia como un todo irrompible para alcanzar el reconocimiento social excluye –otra vez el capitalismo- de ese circuito a quienes tienen otras apariencias.
En esa lógica, admitir que te digan ‘gordi’ queda sólo para la intimidad, el deporte deja de ser una actividad saludable para convertirse en una carrera contra el verano y los cuidados dérmicos asumen la forma de químicos que broncean sin sol. El peligro no es el estereotipo sino que, en tanto tal, está internalizado por la mayoría de las mujeres y se vuelve parámetro de autorización de una misma como persona aceptable para la vida en sociedad. La marca del pertenecer, el requisito para ser alguien.
Una vez abastecida de recursos para ‘ponerse linda’, viene el segundo paso: agradar. El mismo parámetro patriarcal impone la matriz de aceptación. Están allí, maquilladas, peinadas, vestidas a la moda, ‘lookeadas’ ¿Eso está mal? No per sé, sino que lo que inclina la balanza en su propia contra es sincerarse sobre cuánto de eso que cargan sobre sus cuerpos tuvo origen en una inquietud interna y cuánto es un calco de las revistas o las vidrieras. Si un enero amás el naranja y al siguiente das todo por el violeta, sólo por las tendencias en ronda, algo no es tan real.
Ana y Mía
Desde chicas, muchas hijas reciben de sus familias el mandato de festejar los 15 con un vestido vaporoso y una corona de princesa: el paradigma del glamour, más o menos cargado de lujos, que rescata en silencio la tradición ancestral de preparar a la mujer para ingresar a la edad reproductiva. Es decir, para ser consumida. Las presiones sobre verse como el paradigma manda se instalan desde jóvenes y acarrea algunos peligros.
Un poco porque entonces la personalidad aún no está fortalecida y otro poco porque es una etapa en la que ser parte de un grupo vincular es fundamental, la adolescencia es el blanco fácil para las reglas de oro del patriarcado. Es, también, terreno fértil para dos enfermedades que se desprenden del riñón machista porque aspiran a complacer el ‘deber ser’: la bulimia y la anorexia. Según un informe de la Asociación de Lucha contra la Bulimia y la Anorexia (Aluba), el 12 por ciento de las jóvenes sufre algún desorden en la alimentación, tres puntos porcentuales más que hace tres años.
Dar el paso cuesta. Identificar la obsesión por verse ‘bien’ es un camino difícil si se carece de contención, en medio del cotidiano bombardeo televisivo y de las publicidades en la calle donde hay ‘modelos’ que actúan como eso, como ejemplos físicos a seguir. Tan difícil es que incluso hay grupos online que reúnen a quienes conviven con Ana, por la anorexia; o Mía, por la bulimia, para intercambiar secretos sobre cómo evadir a los padres a la hora de comer. Esa misma autoridad que actúa como guía en la socialización en contexto patriarcal es la que, luego, se vuelve necesario eludir.
La salud es entonces rehén del mandato, tanto como la culpa por no ser como se quiere. O como se aprendió a querer.
Fuck me, patriarcado
La sexualidad es como un embudo. Muchas cosas, mezcladas, fáciles de agitar, son cargadas en nuestras cabezas hasta determinar qué nos excita. La mala noticia es que los estímulos, no sólo genitales, también traen el “made in” de la cultura. Las gorditas son –somos- ese objeto curioso diseñado para entretener pero que jamás la varita del mercado del deseo convertiría en piezas para agradar lógicamente a otros. Parece ser eso, una cuestión de lógica, que un cuerpo con más piel de lo estipulado sea capaz de provocar sensaciones. Y, acaso aún más, de tenerlas y vivirlas plenamente.
En el colectivo, en el tren, en la calle, la mención al peso excesivo se vuelve violenta. La palabra aparece como recordatorio del objetivo no cumplido. De que hay un mundo de delgados y delgadas donde está el éxito y vos no estás. Paso a paso, el ‘feminismo gordo’ conquista ese espacio simbólico en lo público, para que más mujeres se desenvuelvan orgullosas de sus ‘rollos’ en lo privado. Y con la luz prendida.
Ser disidente
Hay algo más que el ‘look’, y es la definición ‘ser mujer’, que incluso supera al biologicismo que lo asocia a la presencia de una vagina. Es reunir comportamientos de sumisión que prevé pequeños actos de liberación que, trampa mediante, invitan a participar al varón-deseante, para que rápidamente recupere su rol de domador de bestias. ¿Qué hay de las otras maneras de ser mujer? ¿Qué hay de las otras maneras de ser?
El deseo en el capitalismo también se las juega en el mercado. También para él es crucial ‘crear la necesidad’, regla maestra del marketing. Las tramas de la heternorma aparecen para sermonear sobre qué se debe querer, sobre frente a quién desnudarse, sobre qué cuerpo tener (¿o ser?) para mostrar. En la industria del afecto, hay lugar para una sola fórmula: la del binarismo de lo masculino y lo femenino.
Afuera de esas reglas ortodoxas quedan las chicas que gustan de chicas, de chongos, de trans; que adoran los arneses penianos, que ven porno lésbico. Lejos los chicos que renuncian al poderío del macho para ser sensibles, para amar de otros hombres, para abrazarse, para llorar. Detrás de sus fronteras quedan las corporidades opositoras al régimen de lo que está bien comprar y vender, porque se pelean con la determinación genital u hormonal de su subjetividad. Afuera están del dogma, pero muy adentro de la lucha por romper esa cárcel.
La imagen que nos devuelve el espejo siempre es subjetiva. Su construcción es cultural y obediente. Su deconstrucción tiene que ser rebelde para liberarnos. Y después de entonces, volvernos tan multicolores o despojadas como queramos.