Por Chiqui Nardone. Nuevo relato inédito del autor, enviado especialmente para Marcha.
¿Cómo paso? Se pregunta Euclides
Cuándo fue el momento exacto en que accedió a su identidad
No puede ser que a sus 65 años recién descubra su descendencia
Euclides eleva lentamente su caja de vino. La mira de refilón con sus ojos pardos,
la ve elevarse entre el cielo gris, los autos infernales, luchando incesantemente en esa autopista
de curvas infinitas
Mientras se euforiza por esa sensación de placer, no puede razonar a su homónimo
Euclides axiomatizó la realidad y escribió uno de los libros fundamentales del pensamiento occidental, murmura, sin reconocer su voz.
¿De dónde provienen esos conocimientos científicos?, se pregunta ensimismado. ¿Acaso es el alma del escritor de Elementos que vagaba por la ciudad en busca de un heredero…?
¿Será que se perdió en el humo, o se coló por los remiendos de sus pantalones, en las cicatrices invisibles de su piel vieja?
Ahora se despereza y vuelve a tragar.
Esa ropa raída y desvencijada, esa porosidad inventada por él, ¿habrá sido culpable de ese acceso, de este agujero abierto a la historia?
Euclides, el verdadero, elaboró las hipótesis, pergeñó teoremas y levantó al mundo con su teoría de la palanca.
Es extraño, no puede convencerse, aunque empieza a sentir que algo inabarcable se hace cuerpo en su conciencia.
¿Dónde entran la gloria matemática y la geometría de su cosmogonía ahora que está sentado fijamente en ese banco de plaza, con su mirada fija, una mirada directa, lineal y que ahora divisa a una mujer, que podría ser su mujer, esa que olvidó en una caja de vino desechada?
Empieza a tomar fuerza su percepción de que algo ha cambiado. Euclides se está transformando. No es el Pibe de sueños simples que entró al ferrocarril en busca de una vida. No es aquel que se levantaba diariamente, se ponía su uniforme, subía al tren. Miraba hacia adelante. Era eso, y ahora tiembla, relaciona las conexiones. Lo despidieron de su trabajo hace 20 años y ahora entiende que no fue por culpa del desguasamiento de la red ferroviaria. Había una razón más arraigada. Quizás los dueños imaginaron que ese motorman llegaría a la perfección en su trabajo, que implicaría un aumento no justificado en su paga… Euclides tenía esa capacidad de una mirada matemática. De estrechar su visión hasta el solo punto de mirar las vías como el único camino posible, la única salvación. Y ahora festeja esa pasión recién descubierta, tomando más y más vino y viendo que ya no es un indigente que vive bajo un puente, que ahora es un subproducto de la excelencia del pensamiento, un sucesor de la escuela Griega. No es el de apellido Villaflor despedido y enviado a la ruina. El de Esos ojos, los mismos que vieron a su mujer olvidada recibiendo la noticia como un desmayo. Reestructuración, achique, me dijeron. Cómo vamos a seguir, se preguntaba, los hijos, explicámelo, no entendés. Y de allí, a ese lugar pasado donde soltó la última lágrima, lágrima y despedida, vuelve. Y se toca la frente, con manchones de humo y entiende. Es hoy el día de su redención definitiva. Euclides Villaflor mira a otra mujer que pasa delante de sus ojos. Cree ver un gesto complaciente. Quizás haya descubierto, cómo él, que no es un vagabundo, un viejo callejero, desgarbado, maloliente, casi mudo que vive por vivir por el solo hecho de recorrer con sus pupilas que siempre desconoció, que al parecer es la ventana de los grandes filósofos. Festejemos, dice, alegre. Alza su caja de vino, toma y asiente. 65 años para entender su creación. Ya no le importa y ahora cierra los ojos, se acurruca sobre su colchón de cartón y mañana olvidará este presentimiento, esta transformación.