Por Gabriela Mitidieri. En junio de 1976 la dictadura militar decidía la prohibición del feriado de carnaval. Una medida que combinaba la anulación de legítimos derechos de los trabajadores/as y el ataque a una tradición popular en las calles porteñas. La historia del festejo en que el orden se subvierte y una celebración que abre grietas de rebeldía.
Es verdad: a esta altura del partido no nos sorprende que el terrorismo de Estado haya creído necesario quitarnos una fiesta.
Lo entendemos incluso como parte de una instalación profunda del miedo, del quedarse en la casa, no molestar, disolver de a poco los valores de organización social dentro de la comunidad, aquello de que “el silencio es salud”. Sin embargo, resulta interesante para trazar genealogías y tender puentes históricos, constatar que los intentos por perseguir el carnaval porteño, reglamentarlo, prohibirlo sin éxito, institucionalizarlo y volverlo a prohibir no sólo no son novedosos sino que comienzan a instalarse con fuerza ya desde que Buenos Aires se convierte en sede virreinal, allá a fines del siglo XVIII.
Si hoy pensamos en Carnaval lo que se nos viene a la cabeza es un corso con mil murgas, lentejuelas y purpurina, pero si leemos el siguiente fragmento de la prohibición del Carnaval, firmada por el Virrey Ceballos en 1778 nos hacemos una idea distinta de lo que este festejo pudo haber significado para las distintas clases sociales que habitaban la ciudad:
“el desorden que en tiempo de Carnaval y especialmente los tres últimos días llamados de Carnestolendas se esperimenta en esta ciudad de que resulta, hacerse fastidiosa su habitación por que en ellos apura la grosería de hechar agua, harina, y afrecho, con otras inmundicias, sin distinción de estados, ni sexos, llegando a tanto el desenfreno que ni aun en su propia casa está el mas recogido ni la Señora mas onesta a cubierto de algún insulto, por que suelen introducirse Quadrllas de hombres y mujeres disfrasados, y muy probeidos de huevos y otras cosas arrojadisas, con que en tono de Grasejo mui despreciable acometen a las Personas mas retiradas, y el concurso de Gente que acompaña á estas Quadrillas, roban y rompen los muebles después de dejar muy maltratadas y tal ves heridas las Personas de los Dueños.”
Muchísimo se ha escrito sobre el Carnaval en la historia. Pensemos que era esta una fiesta pagana que hundía sus raíces en la Edad Media. Una celebración que desde muy temprano intentó ser controlada por la Iglesia, quien, con su característica manera de apropiarse de festejos ajenos y resignificarlos con barniz cristiano, consiguió atarla con alambre a la Cuaresma y a la Semana Santa. Evidentemente no fue un control muy exitoso, porque ya diversos miembros de la jerarquía eclesiástica tardo-medieval sostenían aquello de que Semel in anno licet insanire: “Una vez al año, es lícito volverse loco”. Y a partir de esta sentencia es que autores como Mijail Bajtin nos hablan de ese permiso para el descontrol como una suerte de válvula de escape, una liberación de tensiones que en realidad no ponía en peligro el estado de cosas imperante, sino que en su calidad de inversión excepcional, terminaba por confirmar con más fuerza el lugar que a cada uno le tocaba ocupar en la vida de todos los días.
Volvamos un rato a la Colonia
Las palabras del Virrey referían a una sociedad con jerarquías asentadas en diversas categorías que se reforzaban superponiéndose: clase, etnia y género asignaban lugares, campos de acción posible para esclavos, libertos, funcionarios de la administración virreinal, alto y bajo clero, comerciantes en ascenso… Si seguimos el análisis del historiador del carnaval porteño Romeo César (“El carnaval de Buenos Aires 1770-1850”, 2005) y lo cruzamos con las palabras del Virrey, también podemos pensar en esta fiesta como un momento en el que el tiempo se suspende; el tiempo del carnaval no es el tiempo en que transcurre el vivir y el orden social, político y religioso. Durante los festejos queda suspendida la vida ordinaria y se crea una distinta, extraordinaria, y es posible tener acceso a experiencias de la vida humana que sólo se experimentan carnavalescamante.
Ahí reside quizás la clave del por qué de tanta persecución, intentos de reglamentar y controlar, de prohibir, de uno y otro lado del puente histórico que tendimos, entre un virrey y un dictador: cierto orden de cosas no podía ser puesto en cuestión porque se corría el riesgo de que una grieta se abriera lenta pero inexorablemente.
“Cosa de Negros”
El Carnaval, antes y ahora, no era sólo asunto de risa, juegos de agua y cuestionamiento del orden social. También, o mejor dicho, entremezclándose con todo eso, estaba la música y el baile. La ciudad es (casi) la misma: el barrio del Tambor, o Montserrat, congregaba a esclavos/as y libertos/as, organizados en Naciones, según el territorio africano donde reconocían a sus antepasados. Cada Nación con su toque de tambor y su baile intervenía en el Carnaval y a ese festejo popular también se acercaban peones rurales, marineros, indios/as y mestizos/as de clase baja. Un siglo después del virrey, Miguel Cané, cuyo ilustre colegio de San Carlos (hoy Colegio Nacional de Buenos Aires) estaba a cuadras nomás del circuito del tambor, se convirtió en un testigo asombrado de este espectáculo, al que un abismo de prejuicios raciales y de clase le impedía sumarse:
“El tambor ha cambiado ligeramente de ritmo (…) las mujeres se colocan frente a los hombres y cada pareja empieza a hacer contorsiones lúbricas, movimientos ondulantes. La música y la propia animación los embriaga; el negro del tambor se agita bajo un paroxismo más intenso aún y las mujeres, enloquecidas, pierden todo pudor. (…) Gritan, gruñen, se estremecen y por momentos se cree que esas fieras van a tomarse a mordiscos.”
Cuenta el investigador Néstor Ortiz Orderigo que durante el Carnaval, los afroargentinos, descalzos, vestían pantalones de rayas anchas y blusas color sangre. Al frente marchaban los Reyes del Congo, con sus sombrillas, insignia de la dignidad real. Detrás, los “tatas viejos”, herederos de los magos y sacerdotes africanos, vestidos con colores llamativos y, cruzándoles el pecho, portaban una banda roja –el color de Shangó, el dios africano, señor del rayo, de las tempestades, de la música y el tambor.
Volvamos una vez más al 2013. Carnaval porteño, corsos, murgas y espuma marca “Rey Momo”. El derecho al feriado de carnaval enlaza no sólo con aquella colonia indómita, sino, sobre todo, con un proceso de reorganización y lucha murguera que desde comienzos de los ’90 empezó de a poco a reclamar la necesidad de recuperar el feriado. Y en estos días porteños de plazas enrejadas y de parques asépticos no es menor haber recuperado un par de días locos para pensar históricamente, ocupar con fiesta el espacio público y animarnos a poner en cuestión –aunque sea por un rato- el orden imperante de las cosas.