Por Ezequiel Adamovsky*. Con esta entrega retomamos los Fragmentos de historia popular que solemos publicar mensualmente en Marcha. En esta ocasión: “Industrialización, taylorismo y mundo obrero en las primeras décadas del siglo XX”.
El cambio más notable que se produjo en el mundo del trabajo urbano desde fines del siglo XIX fue sin dudas el de la expansión de la producción de manufacturas. Todavía en la década de 1860, casi toda la que había se realizaba en pequeños talleres (carpinterías, herrerías, caldererías, sastrerías, etc.) que solían combinar la fabricación con la reparación y la venta al público. Habitualmente reunían a un grupo reducido de artesanos calificados y estaban escasamente mecanizados. En general eran propiedad de un maestro artesano que trabajaba él mismo con sus propias manos junto al resto. El reclutamiento de nuevos artesanos muchas veces se realizaba mediante el sistema de “aprendices”, niños o jóvenes que percibían un ingreso muy bajo mientras se iban formando lentamente en las técnicas del oficio.
Hacia mediados del siglo sólo existía en Buenos Aires un puñado de establecimientos grandes: los saladeros y curtiembres, una fábrica de cerveza, un aserradero mecánico, una fundición y varios molinos de vapor. Al calor del aumento poblacional y del auge agroexportador, desde 1880 la producción manufacturera comenzó a crecer rápidamente. La mayor demanda de productos estándar estimuló la creación de establecimientos de mayor tamaño y la introducción de maquinarias en una diversidad de rubros, entre otros la producción de galletitas y cigarrillos, las imprentas y las herrerías. El trabajo a domicilio también creció. El uso de máquinas de coser, que había comenzado incipientemente a mediados de los años cincuenta, se extendió enormemente, de modo que hubo menos costureras, pero produjeron cantidades mucho mayores. Aunque siguieron predominando los talleres pequeños y medianos, para fines de la década del ’80 la ciudad de Buenos Aires ya estaba poblada de fábricas y chimeneas humeantes, en las que trabajaban millares de obreros.
Desde 1914 la producción fabril creció a pasos más acelerados y en los años treinta, gracias a medidas arancelarias favorables, se consolidó una industria nacional de dimensiones importantes. Para mediados de la década siguiente casi un cuarto de la población económicamente activa de todo el país estaba empleada en el sector industrial, la gran mayoría como obreros. Las ramas que más peso tenían por entonces eran la de alimentación y bebidas (que ocupaba un 22,8% del total de los asalariados industriales), la textil (12,5%) y las de madera y muebles y metal-mecánicas (alrededor de 10% cada una). Del total de la población ocupada en actividades manufactureras, el 84% residía en las zonas de Buenos Aires y el litoral.
El crecimiento de la industria vino acompañado de un cambio muy profundo en el modo en que se organizaba el trabajo. El mayor tamaño de los establecimientos, la mecanización y la producción en serie modificaron hondamente las relaciones de los trabajadores entre sí y con su labor. Incluso en muchos establecimientos de tamaño modesto, la figura del maestro-patrón fue dando paso a la del patrón-empresario que ya no trabajaba con sus propias manos. Su distancia respecto del mundo del trabajo se hizo mayor.
Al mismo tiempo, desde principios del siglo algunas empresas grandes, como los frigoríficos, los ingenios, las fábricas textiles y de calzado, comenzaron a introducir nuevas formas de organizar el trabajo según el método “taylorista” (por Frederick Taylor, el ingeniero que las difundió en Estados Unidos). Lo que se buscaba era la administración “científica” de la producción de la siguiente manera. Supongamos una fábrica de calzado de principios de siglo, antes de estas innovaciones. El empresario contrataba, digamos, a veinte oficiales zapateros que se ocupaban de todo el proceso productivo desde el principio hasta el final. Cada obrero cortaba el cuero, daba forma a la suela, cosía y pegaba, teñía y enceraba, hasta tener el zapato listo para vender. No cualquiera podía realizar ese trabajo: había que tener gran conocimiento y experiencia. Los oficiales zapateros controlaban todo el proceso de trabajo, de principio a fin, y eso les daba un poder de negociación muy fuerte frente al patrón.
El taylorismo estuvo orientado tanto a aumentar la productividad, como a cambiar esa relación de fuerzas. El principio era simple: por una parte, se trataba de fragmentar el proceso productivo en una serie de operaciones más sencillas, para contratar trabajadores que sólo realizaran una tarea. Por ejemplo, habría obreros que sólo se ocuparían de cortar el cuero, otros que solamente coserían, etc. Mediante observaciones y cálculos, se podría de esa manera hacer que cada uno trabajara de la forma más eficiente posible, sin perder tiempo. Se los organizaría entonces en una “rueda” o “línea de montaje” de modo que cada cual realice una parte del trabajo en el tiempo justo. Y no se pagaría a todos lo mismo, sino dependiendo de su productividad, como para estimularlos a trabajar rápido y a competir unos con otros.
El efecto de este nuevo sistema es que “descalifica” a la mano de obra y ahorra trabajadores. En lugar de veinte oficiales zapateros, el empresario podría ahora contratar, digamos, a dos oficiales y a ocho trabajadores poco calificados. Podría pagar mejor o igual que antes a los oficiales, y bastante menos a los que carecían de calificación. Y si alguno era “revoltoso”, era mucho más sencillo reemplazarlo por otro. De este modo conseguían no sólo producir más sino también separar y dividir la mano de obra, haciendo más difícil que desarrolle lazos de solidaridad.
Pero al mismo tiempo el taylorismo tenía otro efecto. Como era necesario planificar y controlar “científicamente” las tareas, analizar cada movimiento que los trabajadores realizaban, calcular sus remuneraciones de acuerdo a la productividad y supervisar más de cerca que cada cual hiciera lo necesario en el tiempo justo, se multiplicó la necesidad de toda una nueva gama de trabajadores. Hubo más puestos para ingenieros, técnicos, supervisores, capataces y administrativos.
En resumen, lo que antes realizaba un grupo de oficiales zapateros que desempeñaban más o menos la misma función y ganaban más o menos igual, ahora quedaba en manos de un conjunto de asalariados mucho más jerarquizado y fragmentado. Aunque en muchos establecimientos, sea por su tamaño o por sus características, el taylorismo no pudo introducirse, las nuevas formas del trabajo fueron desplazando a las que predominaban anteriormente. El estilo disciplinado y jerarquizado de la condición fabril tiñó la totalidad del mundo laboral urbano.
La irrupción del trabajo fabril no acabó con las formas previas del trabajo manual, sino que se combinó con ellas. Siguió existiendo una gran demanda de peones para cantidad de actividades, en particular el transporte, la construcción, la carga y descarga de bultos, etc. Sus condiciones de vida y de trabajo eran particularmente duras y precarias. Aunque la proporción de personas empleadas en el servicio doméstico disminuyó de cerca del 14% de la población económicamente activa a comienzos del siglo XX a alrededor del 6% a comienzos de los años cuarenta, numéricamente seguía siendo una presencia importante. Y lo mismo vale para el trabajo precario por cuenta propia. Una cantidad sensible de zapateros, vendedores ambulantes, planchadoras, lavanderas, albañiles, etc. poblaban las ciudades, subsistiendo muchas veces al borde de la miseria. Los límites entre esta forma de trabajo y el salariado eran difusos: la costurera que cosía en su casa por encargo para un único fabricante estaba en verdad bajo relación de dependencia, sólo que de manera encubierta; un albañil podía en ciertos momentos trabajar autónomamente e incluso contratar uno o dos peones, pero en otros podía transformarse él mismo en peón al servicio de un colega.
* Historiador UBA. Fragmento del libro Historia de las clases populares en la Argentina: desde 1880 hasta 2003, Buenos Aires, Sudamericana, 2012, enviado especialmente para ser publicado en Marcha.