Por Mariano Pacheco. Segunda de una serie de tres notas sobre Glauber Rocha y el Cinema Novo Brasileño, un cine desde abajo que busca abrirse nuevos caminos para un nuevo arte, en un nuevo país, y un nuevo mundo.
Por un cine del tercer mundo
Ya desde sus momentos inaugurales, durante los primeros años de la década del 60, el Cinema Novo entró en un camino de producción que implicó asumir una doble batalla: con los sectores hegemónicos de la industria cultural, fundamentalmente, pero también con la izquierda del país, que coincidía con la derecha en las críticas estéticas a un movimiento que, podría decirse, si pudo sobrevivir en sus pasos iniciales fue gracias al apoyo de algunos sectores de la izquierda europea y, sobre todo, por el sostén político de los cubanos.
Una de las críticas hacia el CN tuvo que ver con sus intentos por revolucionar la mirada estética y no sólo aportar contenidos críticos desde un arte izquierdista. Por eso sostenían que su cine era político, por más que no hubieran escogido el camino de la demagogia política. Un ejemplo de su compromiso durante los años de la dictadura tuvo que ver con la posición adoptada durante el Festival de Cine de Río de Janeiro de 1969, cuando realizaron la primera manifestación pública de protesta luego del Acta Institucional N° 5, que endurecía las condiciones represivas.
Dos años después, cuando Glauber decide abandonar definitivamente el país para partir hacia Roma y París, le escribe una carta al cubano Alfredo Guevara, donde le dice que se marcha para iniciar un trabajo contra la dictadura desde el extranjero (aunque antes de irse tuvo el gesto de suplantar en sus funciones a los encarcelados directores del semanario carioca Disquim). Entre las muchas cosas que le cuenta a Guevara en esa carta, Glauber destaca que, aunque destruido –puesto que el Acta del 13 de diciembre de 1968 había dispersado a los integrantes del movimiento–, el Cinema Novo continuaba siendo la vanguardia cultural de Brasil, entendiendo lo cultural no como culturalismo sino como un lenguaje que expresó necesidades revolucionarias de una civilización colonizada. “Nuestros films provocan dialécticamente la práctica creativa y la crítica represiva”.
Las diferencias con las concepciones hegemónicas en la izquierda de la época, tal vez, hayan pasado por el lado de que, para ellos, el cine era un instrumento revolucionario, sí, pero que por sí mismo no hace revolución. Un instrumento para nada desjerarquizado, puesto que en su concepción, los artistas son tan necesarios a la sociedad como los ingenieros. Cuando Marx denunció la esclavitud económica del hombre estaba predicando una sociedad donde el hombre no existiera en función de la economía –sostiene Rocha–. Por eso los artistas son ingenieros de un afectivo puente mental. Y los ingenieros son artistas de la comunicación sobre el abismo.
Es en la Estética del sueño (1971), seguramente, donde estas diferencias se expresan de manera más clara y contundente. En ese manifiesto, Rocha plantea que es preciso identificar la diferencia entre un arte revolucionario “útil al activismo político”, de lo que es “arte revolucionario lanzado a la apertura de nuevas discusiones”. También apunta la necesidad de diferenciarse del arte revolucionario de izquierda que es instrumentado por la derecha, como lo es la obra de Jorge Luis Borges. Aunque fundamentalmente, la Estética del sueño propone romper con los racionalismos colonizadores que reprimen la posibilidad de que el arte pueda actuar más allá del modo inmediatamente político. Ese racionalismo –el de la razón dominadora– que califica el misticismo de irracionalismo (tanto al religioso como al político) y “lo reprime a balazos”. Más cerca de las vanguardias artísticas que de la versión cientificista del marxismo, Rocha plantea que “la revolución es una magia porque es el imprevisto dentro de la razón dominadora”.
En fin, que el CN haya pasado a ser odiado por la mayoría de los intelectuales de izquierda de Brasil ha sido realmente, al interior del campo de las izquierdas, un desafortunado desencuentro entre las dimensiones estética y política. Es que para quienes la estética queda reducida a un adorno de la política es muchas veces incomprensible un fenómeno artístico que se intenta abrir pasos desde la audacia y la creatividad. Tal como Glauber le dijo a Guevara: “Estos [los intelectuales de izquierda de Brasil] se pasaron la vida negando la posibilidad de hacer cine en el país. No podían admitir que un grupo de jóvenes pudiera desencadenar una revolución cultural en el tercer mundo a través de la expresión más moderna, el cine”. De allí que los cineastas del CN pregonaran la unidad del cine latinoamericano y tercer mundo, inspirados en la Tricontinental del Che.
Seguramente haya sido ese carácter latinoamericano, tercermundista, el que haya hecho que el CN planteara un cine de creatividad más que de autor (como la Nouvelle Vague en Francia), donde el artista es concebido como un productor –para decirlo con reminiscencias benjaminianas– más que como un inspirado. Productor que promueve un antifascismo en el cual, a diferencia de los cineastas fascistas que reflexionan pasivamente sobre el subdesarrollo, se reflexiona activamente sobre esa situación. En fin, buscando promover una dialéctica que recupere para los cineastas esa vena creativa destruida por mercado televisivo y las concepciones hollywoodenses (esa moral y esa ideología colonialista que pone el foco en la sofisticación, la grandeza y el desarrollo) el Cinema Novo libró una importante batalla durante los primeros años de esa larga noche dictatorial que durante tres décadas ensombreció la producción cultural y política en el Brasil.