Por Jana Martínez. Un nuevo día del niño nos llama a reflexionar acerca de la construcción creada alrededor de los roles de género y la imposición del consumo detrás de la industria del juguete. Cómo pensar nuestras prácticas con nuevas perspectivas.
Nuevamente el calendario nos marca una fecha que, inevitablemente, asociamos a una sola cosa: juguetes. De esta manera, dejamos por fuera inagotables discusiones, aportes y reflexiones que se pueden generar en torno a la niñez y qué tipo de políticas deberían aplicarse para que realmente este sea un “feliz día” para todos los niños del país.
Ahora bien, muy pocas veces la compra de esos juguetes están asociadas a una reflexión sobre el por qué y para qué le damos juguetes a los niños. Una de las respuestas más rápidas sería “para que se diviertan”, sin embargo ignoramos que al momento de ir a una juguetería estamos reviviendo una práctica cultural que nos posiciona en el centro mismo de la trama donde los juguetes funcionan como símbolo, mediadores y atributo de la infancia.
Tanto juguetes como juego son de naturalezas diferentes, siendo los primeros productos de cambios sociales, culturales y económicos producidos en la modernidad. De esta manera, el desarrollo del capitalismo permitió que los juguetes adquieran un estatus cultural que antes no poseían, posibilitando que el negocio en torno a los mismos creciera, posicionando a los adultos como proveedores en lugar de guías/formadores.
Sin embargo, el consumo infantil no puede percibirse solamente como un problema económico, sino que a su vez es un problema cultural, ligado a la construcción de identidad de los más pequeños. El consumo simbólico de los juguetes, entre tantas otras cosas, es compartido por muchos niños sin importar la posibilidad de compra real, la disponibilidad de los recursos o su nivel socioeconómico.
El bombardeo publicitario a través de diferentes soportes comunicacionales, no sólo promueve el consumo de juguetes, sino que transmite otras construcciones culturales en torno los roles de género que se deben asumir dentro de la sociedad.
Como objetos socioculturales complejos que son, los juguetes nos permiten conocer diversos aspectos de la sociedad que los produjo, en las cuales representan mucho más que el juego ya que portan valores, una forma de ver el mundo, como se concibe a los niños y la infancia. A su vez transmiten modelos de sociedad, mensajes; unen, enlazan, promueven un cierto tipo de sociabilización, dan sentido a formas de intercambio, representan un modo de concebir el uso y la circulación de bienes. Funcionan como puente, como un nexo para la transmisión de experiencias y testimonios entre generaciones y culturas.
Debemos ser conscientes que no solamente estamos inmersos en una sociedad de consumo, dentro de un sistema capitalista, sino que el sistema patriarcal (que prepondera lo masculino por sobre femenino y otras identidades de género) encuentra en los juguetes la manera de establecer mandatos y roles definidos a niños y niñas. De esta manera no resulta raro que, desde muy temprana edad, encontremos distinciones sexistas en relación a los colores y tipos de juguetes.
Mientras que el rosa es el color predominante para todos los artículos dirigidos a las niñas, el azul/celeste domina en aquello que apunta a los niños. La elección de los mismos no es azarosa: dentro de los cánones de nuestra cultura, el azul denota inteligencia, seguridad, confianza y profesionalidad; y el rosa es el color del amor, del cariño, protección y está vinculado con la debilidad.
La compra especifica de estos tipos de juguetes está naturalizada y muy pocas veces cuestionada. Sin embargo, los adultos pueden intervenir en la desnaturalización de aquello que promueve el mercado y la cultura patriarcal. Comprender el sentido otorgado a los productos y las prácticas es el primer paso para el reposicionamiento de los adultos en la relación niñxs/mercado/cultura.
El juguete responde a una intención de los adultos, puesto que son quienes lo conciben, lo fabrican y los obsequian a los niños para que jueguen y es en el juego donde se trae aparejada una práctica social. Los niños como destinatarios reciben esa carga simbólica que se les provee, donde la cultura los moldea según costumbres, modos de pensar y de trabajar.
No obstante, señalamos que lo que se cuestiona no es del juguete en sí, sino el uso que se haga del mismo. Los mejores juguetes son aquellos que permiten a los niños realizar la mayor cantidad de operaciones, los que permiten desarrollar su imaginación, inteligencia, ampliar su realidad, desarrollar su ingenio y probar sin temor al error o al fracaso. Pero por sobre todas las cosas, son aquellos que les despiertan las ganas de jugar.
Para romper esta lógica no se trata de imponer un juguete ni mucho menos de prohibirlo. Lo que importa es ofrecer nuevos patrones y modelos de relaciones entre géneros, ya que no son naturales sino que se aprenden. En los juegos de dramatización (casita, maestra, doctor, etc), los niños asumen y reproducen fielmente roles que observan de los adultos en su cotidianidad. Del mismo modo, interiorizan la valoración que estos roles adquieren en la sociedad. La superación de los estereotipos marcados culturalmente no se van a romper haciendo que los niños jueguen con muñecas y las niñas con autos, sino cuando se apunte a que los niños usen indistintamente estos juguetes y que los adultos les posibiliten las diversas formas de interactuar con ellos.
Es por ello que al momento de comprar un juguete, en las diferentes fechas impuestas por el mercado o simplemente cuando sintamos las ganas de hacerlo, debemos pensar en cómo el mismo posiciona a niños frente a nuevas sensaciones y experiencias que abren un abanico de posibilidades.
Los juguetes no están destinados a un sexo/género particular, sino que son herramientas que permitirán a los niños construirse y ser libres mediante el juego.