Por Débora Ruiz. El reconocido dramaturgo argentino Arístides Vargas reflexiona en esta charla sobre política, teatro y exilio.
“si olvidamos lo que nos duele,
posiblemente olvidemos
lo que nos puede hacer felices”
(De Jardín de pulpos, Arístides Vargas)
Considerado uno de los dramaturgos más importantes de América Latina, Arístides Vargas cuenta con una extensa trayectoria como autor, actor y director.
Nació en Córdoba y desde muy pequeño vivió en Mendoza. En su juventud estudió teatro y fue alumno de la Universidad de Cuyo hasta que en 1975 tuvo que exiliarse en Ecuador.
En ese país fundó el Grupo Malayerba y continuó trabajando no solo con muchas de las agrupaciones teatrales más destacados de América Latina (Justo Rufino Garay, de Nicaragua; Compañía Ire, de Puerto Rico, Grupo Taller El Sótano, de México), sino también con grandes maestros y dramaturgos, como Sanchís Sinisterra.
El exilio marcó el conjunto de su obra, la cual repercute en el espectador por su potencia poética y su referencialidad a la memoria y el desarraigo. Sobre ello, supo reflexionar: “El exilio es un lugar que se sitúa en la espera, un lugar perdido al que esperas volver, por lo tanto es idealizado, y por esto mismo no puede existir; puede ser un país pero también puede ser una persona, un afecto, una tarde a la que quisieras volver, que por supuesto no existe más que en la ensoñación de aquella tarde perdida para siempre”.
Los escenarios porteños han ofrecido, a lo largo de los años, diversas puestas sobre muchas de sus piezas más emblemáticas, como La razón blindada, Flores arrancadas a la niebla, Nuestra señora de las nubes y La edad de la ciruela, entre otras.
Esta última obra fue representada recientemente por Las chicas de blanco, dúo teatral integrado por Sandra Posadino y Claudia Quiroga, quienes afirman que la escritura poética de Vargas (poética de la memoria, el tiempo, la muerte, el desarraigo y la marginalidad) no carece de humor ni de cierta amargura ya que “en ella conviven la inocencia suficiente como para creer que el mundo puede ser cambiado y la crueldad de negarse a esa esperanza y caer, por momentos, en la desesperación”.
Agregan que tuvieron la posibilidad de ver en escena a Arístides como autor, actor y director con La razón blindada, y que la experiencia resultó una verdadera fuente de inspiración “por conjugar esos mundos con total lucidez y sensibilidad, con los recursos justos y nutridos al mismo tiempo, aportando multiplicidad de sentidos”.
Los talleres, las charlas y las reposiciones de sus obras, temporada tras temporada, son algunos de los motivos por los cuales Arístides Vargas regresa con asiduidad a la Argentina.
El contacto con la escena local le permite reflexionar sobre el actual panorama y el denominado “fenómeno teatral” que se asocia a la gran cantidad de espectáculos en cartel y a la proliferación de grupos y estudiantes de la disciplina.
Vargas es cauto y sostiene que es importante reconocer las diferentes teatralidades del país, ya que aquí existen muchas: la de Buenos Aires, la de Mendoza, la de Córdoba, cada una con sus particularidades y referencialidades.
“Hay mucho teatro y no somos los mejores. Debemos ser más analíticos a la hora de pensarnos y repensarnos como teatralidad. Por ejemplo, en el Teatro El Baldío se hace un tipo de teatro que no es el de los grupos del centro de Buenos Aires, y la diferencia enriquece; el teatro argentino se enriquece con eso y no con repetir que hay mucho teatro, porque eso también puede ser visto como signo de carencia”, sostiene
Insiste en que esta reflexión debe conducir a repensarse como teatralidad: “personalmente no creo en la nacionalidad, es frágil como pensamiento. Pienso en un tipo de teatralidad que conlleve una preocupación ética, una preocupación por el ser humano, por la comunidad, en un teatro que dé identidad. Y en ese sentido el teatro argentino es más que un lugar”.
Si bien encuentra autores jóvenes muy interesantes, para él existen otros tantos que habría que reinventar, como Eduardo “Tato” Pavlovsky, Roberto “Tito” Cosa y Griselda Gambaro: “ellos son anteriores a mi generación, y tienen una gran cultura teatral. Con estos autores ha pasado algo similar al parricidio, por eso hay que reivindicarlos: por su compromiso ético, por el lugar de debate y crisis que generaron con sus obras. Hay jóvenes muy buenos, pero pienso que no hay que hacer un culto a la novedad y a la juventud. Los autores que nombré antes son muy importantes para la construcción del presente teatral”.
Sin estar ajeno a los acontecimientos de su tiempo, Arístides también se permite realizar un análisis de la actualidad política y social de Argentina, el cual, opina, no puede hacerse aislado de lo que sucede en el resto del continente.
Piensa que América Latina está atravesando un momento muy particular y que es necesario entender la actualidad nacional dentro del contexto latinoamericano y en relación a lo que pasa en otros países, como Venezuela o Bolivia.
“Hay que entender esa dimensión para poder sacar conclusiones. Reitero que es un momento muy especial, en el que veo un riesgo y es el de la polarización, el de creer que todo es blanco o negro y si se pierde el sentido crítico, la democracia no es posible. Hay que asentir y apoyar lo que está bien y, aunque cueste, pienso que no se debe perder la capacidad de disentir, es un principio democrático y revolucionario”
Y agrega que para él “no hay cambios, no hay progreso, sin acuerdos pero tampoco sin críticas, las que no deben satanizarse. La crítica es un ejercicio dentro de la franja democrática, no por hacerlo uno es de derecha o gorila. Las realidades invitan a criticar de manera no destructiva, no para echar todo abajo sino porque sin disenso no hay democracia”.