Por Gabriel Montali, desde España. Luis de Azcárate es uno de los últimos testigos del conflicto que sirvió de ensayo a la Segunda Guerra Mundial. Nacido en 1921, tenía 17 años cuando se proclamó la victoria fascista en abril de 1939. En diálogo con Marcha, repasa las peripecias de su vida y su militancia contra el franquismo.
La primera vez que lo vio, no supo quién era. Luis estaba jugando con una compañera de colegio cuando el señor de sombrero grande y aire distraído se acercó y les preguntó a qué jugaban, cómo llevaban el estudio y otras cosas que ya no recuerda. Tiempo después supo que aquél hombre era el poeta Antonio Machado, autor de los versos que aprendía en la Institución Libre de Enseñanza, la escuela modelo de la ilustración liberal fundada por Francisco Giner de los Ríos junto a Nicolás Salmerón y Gumersindo de Azcárate, tío abuelo de Luis.
Aquella era una España nueva, un país que acababa de abolir la monarquía y pujaba por romper su atraso en cuestiones de política social, cultural y económica. Pronto los vientos de época conspirarían contra el naciente sistema democrático. El ascenso pujante y difícil de gestionar de las masas trabajadoras, sumadas a la victoria socialista en las elecciones de 1936, abrieron terreno al choque entre los ideales comunistas y fascistas en auge, con lo que el conflicto se hizo imposible de evitar. España se trasformó en el escenario de una parodia mayor: Alemania e Italia ensayaron sus planes ante la mirada impasible de Inglaterra y Francia, para quienes el comunismo era el verdadero enemigo; y la península quedó a merced de la barbarie.
Luis cuenta que tuvo una infancia feliz en aquél Madrid todavía un tanto rural, con sus carros tirados por burros, sus lecheras, titiriteros y afiladores de cuchillos. Pertenecía a una reconocida familia de la burguesía liberal en la que sobraban políticos e intelectuales, como su tío, el diplomático Pablo de Azcárate, a quien Winston Churchill se negó a saludar en una reunión por considerarlo comunista.
Luis también relata que de niño le gustaba jugar al frontón y al fútbol, y que le faltaba poco para terminar el bachillerato cuando los militares se sublevaron. Ahí comienza otra historia: la de la enorme fractura que supuso la derrota de la República en la Guerra Civil, con sus millares de muertos durante el conflicto y la posterior represión franquista; con la pérdida de todas las ilusiones de justicia y progreso social y con su medio millón de exiliados, de los cuales unos 25 mil acabaron en Sudamérica.
Comenzaba entonces, al filo de los años 40´, la etapa más cruda de la pesadilla fascista. Europa se hundía en la oscuridad, o como escribe el ensayista español Jordi Gracia: “retrocedía de golpe a las tinieblas medievales” (1).
A Luis esos años lo encontraron militando en las juventudes Socialistas y colaborando en distintas actividades contra el régimen, desde enseñar a leer y escribir a adultos analfabetos hasta remover los escombros de los edificios bombardeados. Más tarde, en el exilio, se recibiría de ingeniero y se haría militante comunista. Vivió en México y Francia, y en varios países del bloque soviético: Alemania, Checoslovaquia, Hungría y Cuba.
En ese periplo se enamoró de Miggie, la hija de José Robles, un conocido intelectual republicano que fue asesinado por la policía secreta de Joseph Stalin en circunstancias nunca esclarecidas del todo; se cree que su trabajo de traductor en la embajada soviética le permitió acceder a información que los rusos querían mantener en secreto. Y en la vida de Luis, aquella tragedia marcaría un antecedente de su propia disidencia con el personalismo estalinista y sus derivados en las distintas experiencias comunistas del siglo pasado.
Luis tuvo dos hijos y una hija, no con Miggie, sino con María, su segundo gran amor. En su camino conoció a algunos de los nombres más importantes de la España del siglo XX: Juan Negrín, Fernando de los Ríos, Manuel Bartolomé Cossío, el guitarrista Andrés Segovia, la emblemática Dolores Ibárruri (más conocida como “Pasionaria”) y el escritor Jorge Semprún; de estos dos últimos fue amigo personal.
Actualmente vive en un pueblo pegado a Madrid. Tiene 93 años y cree que no hay socialismo posible sin libertad ni respeto a los derechos humanos. Y esta es su historia.
-¿En dónde y en qué momento comenzó para usted el exilio?
-Salí de Barcelona con mi padre al final de la guerra, que es cuando también salieron los jefes del Estado Mayor. Recuerdo que estábamos durmiendo en casa cuando un cañón comenzó a disparar desde el Monte Carmelo, entonces mi padre, Patricio de Azcárate, que era Jefe de Ingenieros en el Ejército, me dijo: “Vámonos inmediatamente al Estado Mayor”. Allá fuimos y vimos que todos se estaban yendo. De ahí salimos hasta Gerona y luego tuvimos que ir caminando hasta Figueras, a unos 50 kilómetros. Lo hicimos por la noche, para evitar los bombardeos que en esa zona eran muy fuertes. Al día siguiente, en la Guayana, al lado de El Pertús, el gobierno decidió finalmente la salida a Francia, así que cruzamos la frontera desde ahí. Luego fuimos a Perpignan y de ahí, cuando estaba comenzando la Segunda Guerra, fuimos a México, donde estuve siete años y me recibí de ingeniero.
-¿Cómo fue su estancia en México, tan lejos de su tierra?
-Hombre… México fue un exilio dorado, porque allí llegaron unos 30 mil exiliados, de modo que era seguir viviendo entre compatriotas y dentro de la misma actividad, o de las mismas preocupaciones que teníamos en España. Claro que con los años pensábamos en volver, aunque, cuando al final de la Segunda Guerra se ve que los países occidentales van a respaldar a (Francisco) Franco y no van a restituir los derechos de la República, ahí la gente se echó para abajo. Creo que entonces cada cual comenzó a pensar en planificar su vida fuera de España.
-Imagino que la posición de Inglaterra y Francia, durante y después de la Guerra Civil, les habrá generado mucho resentimiento a los exiliados.
-Uno escucha que ahora se habla en España de los indignados. ¡Pero, joder, si yo indignado he estado toda mi vida! Vivía en Londres a principios de la Guerra Civil, allí funcionaba el Comité de No Intervención, y te aseguro que por más datos y documentos que se les diera, demostrando la intervención de la Alemania y la Italia fascistas en apoyo de Franco, ellos como si nada. Y después, a pesar de que miles de maquis españoles lucharon en Francia y en África contra los nazis, a pesar de todo ese esfuerzo, las potencias Aliadas reconocen y negocian con Franco. O sea: a la resistencia y a la República Española le dieron un portazo. ¿Por qué? Porque les interesaba tomar posiciones para la Guerra Fría, ya que querían acabar a todo trance con la Unión Soviética.
-De México vuelve a Francia a finales de los 40 para sumarse a la lucha estudiantil en contra de Franco, ahí lo detienen y lo deportan a la Alemania soviética, ¿pero luego pudo volver a España entre 1955 y 1956?
-Sí, y ahí me detienen por segunda vez.
-¿Cómo fue esa segunda detención?
-Nomás al entrar ya me vigilaron. De hecho, me enteré que estaba en lo que se conocía como libertad vigilada. Ya me habían buscado en una pensión donde me había alojado, y me llamaba la atención que cada mañana, cuando salía a trabajar, había un hombre parado en la acera de enfrente. Un día, después de comer, se presentaron unos policías en mi casa de la calle Maldonado; registraron el piso, claro que no encontraron nada porque a los documentos lógicamente los tenía en otro sitio, y me llevaron a la Dirección General de Seguridad, donde me sentaron y me hicieron un interrogatorio pesadísimo.
-¿Lo maltrataron?
-No, por suerte a mí no. Yo le había dicho al portero de mi piso, que era amigo mío, que si me veía salir “acompañado” le avisase a otra persona. Esa otra persona le avisó a un coronel retirado que había sido compañero y amigo de mi padre. Entonces fue él quien va a la policía a interceder; primero le dicen que yo no estaba allí, pero más tarde me soltaron.
-Para ese momento, unos años antes de su viaje a Cuba, se producen los discursos de Kruschev en contra del personalismo de la URSS y los crímenes de la etapa estalinista. ¿Cómo lo tomó usted como militante comunista?
-¡Hombre! Eso fue una gran sorpresa. Stalin jugó un papel nefasto para el movimiento comunista. Mira, en una ocasión, cuando estaba en Cuba, me mandaron a la URSS a obtener información sobre unas tecnologías para fundir determinadas piezas. Ahí fui con un amigo que era un técnico en fundición muy formado, muy capaz, y nos encontramos con unos técnicos soviéticos que habían estado trabajando con nosotros en Cuba en distintas actividades. Uno de ellos era el jefe de una fábrica que producía piezas para aviones a reacción, y nos dice: “Venid por casa antes de iros”. Resulta que cuando nos reunimos estaba presente otra persona que había estado en Cuba y con la que yo había tenido unas discusiones.
Cuando ya nos teníamos que ir, nuestros amigos nos dicen: “Esperad un rato, esperad”. Total que este tipo con el que había discutido finalmente se fue, y recién entonces nos dieron, pues, una botella de Vodka y unos regalitos para mandar a sus amigos en Cuba. Y decían: “Tenía que irse esta persona, porque si veía que os dábamos esos regalos nos podía acusar y perjudicar”. Ése era de la KGB, ¿entiendes? Todos los grupos de técnicos soviéticos tenían alguien de la KGB que les vigilaba y todo eso. ¡Date cuenta! Imagínate: un jefe militar del partido bolchevique, que tenía un altísimo cargo militar en una fábrica de alta confianza de la industria de armamento de la URSS, temía lo que podía decir un piernas por mandar, a través nuestro, cuatro chucherías a sus amiguitos de Cuba. “¡Es increíble! ¡Qué vigilancia! ¿En qué país vivimos?”, ésa fue mi reacción.