Por Rodrigo Ottonello. La publicación reciente de H.P Lovecraft. La disyunción en el Ser es ocasión para conversar con su autor, el filósofo Fabián Ludueña Romandini, acerca de la literatura, el horror y la necesidad de repensar por completo al mundo.
En los trabajos de Fabián Ludueña Romandini (investigador del CONICET y docente universitario), hombres, animales, leyes, mitos y espectros configuran un teatro de ideas riguroso y exuberante en el que la filosofía es enfrentada a la tarea máxima de pensar, de manera conjunta —y contra todas las divisiones que hoy imperan—, a la política y al cosmos. Tras las publicaciones, en 2010, de La comunidad de los espectros I y, en 2012, de Más allá del principio antrópico, la aparición reciente de su último libro, consagrado a H.P. Lovecraft y publicado por la novel editorial Hecho Atómico, ofrece una nueva e inquietante puerta de entrada para conocer algunos de los aspectos centrales de esta obra en progreso que, podemos aventurar, se encuentra entre las más originales y conmovedoras de la filosofía actual.
-H.P. Lovecraft. La disyunción en el Ser es un libro de filosofía que se dedica a pensar, antes que a partir de otros filósofos, a partir de los relatos fantásticos y de horror de un escritor muchas veces ignorado por la propia literatura. Más allá de la importancia de Lovecraft para tu propio trabajo, ¿podrías comentar un poco tu afirmación según la cual “en toda época verdaderamente filosófica podrá detectarse una tensión entre la filosofía y la literatura”?
-La filosofía, a pesar de la imagen que en ocasiones ha querido dar de sí misma, no es una disciplina pacífica. En el amplio conjunto de quienes, ya en el mundo antiguo, utilizaban el lógos con fines diversos, la filosofía intentó dirigir sus fuerzas a desafiar todos los supuestos con el fin de buscar algo que no debemos dudar en llamar, pese al espíritu de nuestro tiempo, la verdad. Para ello, disputó con los artistas, los poetas, los mitógrafos, los sacerdotes y los ascetas. También se nutrió innegablemente de ellos pero con una omnívora intención fagocitadora que significó siempre una especie de “dislocación” de sus formas. Lo que con un nombre moderno podemos llamar la “literatura” (sobre todo la poesía pero, hoy también, por ejemplo, la novela) fue un saber particularmente importante para los filósofos. La materia con la que trata un literato (los entes de ficción, la capacidad de conmoción sensorial, la creación de mundos) es del máximo interés para la filosofía pero, por esta misma razón, ha disputado con la literatura sobre su naturaleza y sentido. Se puede querer reconciliar estos discursos (muchos lo intentan hoy) aunque es inútil: las disputas de fondo terminarán por resurgir y esto, hay que subrayarlo, es algo bueno y necesario. El hecho de que la literatura y la filosofía sean inasimilables es un hecho favorable para ambas disciplinas.
–¿Cuáles son los elementos de la literatura de Lovecraft, en particular, y de la literatura del siglo XX, en general, que considerás que merecen especial atención por parte de la filosofía actual y venidera?
-El libro sobre Lovecraft es una invitación a asumir lo que muchos sospechan: a partir del siglo XX, progresivamente, la literatura superó, con creces, los logros de la filosofía (aunque, en muchas ocasiones, parezca haberse nutrido de ella). Lovecraft intentó pensar las consecuencias teóricas para el homo sapiens de vivir en el universo inédito que la física moderna (desde Newton hasta la cuántica) había establecido como nuevo límite para el pensamiento y la acción. Pero, de manera más interesante aún, Lovecraft invitó a superar esos límites. Él llevó adelante este cometido con la “puesta en literatura” de algunas de sus profundas convicciones en la materia. ¿Podrá la filosofía recoger el guante de este desafío? El libro es una exhortación a hacerlo. Luego, no es posible saber lo que los eventuales filósofos podrían tomar de la literatura del siglo XX o de cualquier época. No hay un canon de problemas que deban ser proclamados. Sólo la idea de que vivimos en un mundo que debemos repensar por completo. Cada uno sabrá dónde encontrar sus inspiraciones (aún si creo que la literatura de ciencia ficción o la llamada literatura fantástica o de horror tienen mucho que aportar por su capacidad distópica).
–Muchas veces la filosofía ha remarcado la inmensidad del universo para decir que la humanidad es insignificante y que debe aprender a vivir en esa condición; Lovecraft, en cambio, aparece en tu libro como la oportunidad de pensar en ese universo más allá de toda humanidad. ¿Por qué la filosofía, práctica que sentimos tan propia a lo humano, ha llegado a la necesidad o interés de pensar en un escenario que es hostil o -tal vez peor- indiferente a nuestras propias vidas?
-La filosofía, diría yo, es una de las prácticas más inhumanas que existen. Por esta razón, tan poco se la ha cultivado y en tan baja estima se la tiene hoy en día. No hay nada menos cercano a las tendencias humanas demasiado humanas que entregarse a una especulación filosófica. Pensar en un escenario hostil o indiferente a la vida humana no debe convertirse en ningún tipo de auto-conmisceración del hombre frente a sí mismo (no son tiempos para entonar lamentos). Es simplemente una constatación de hecho que todo pensar (no sólo el filosófico) debe enfrentar. Lovecraft, ciertamente, respondió a este desafío con la categoría de lo que él denominaba el “horror” (que en su caso constituye, a la vez, un artefacto retórico y un concepto-límite). Sin duda, el horror sigue siendo, en los márgenes o en el centro de nuestras megalópolis globales, una de las “tonalidades fundamentales” de nuestro tiempo (la cual, por cierto, lejos estamos de comprender). No es la única tampoco. Si un sujeto no es cínico o canalla, con sólo observar su propia vida o la de los otros, podrá de inmediato percibir que están emergiendo nuevas pasiones y nuevos afectos que acosan al homo sapiens y que aún ni siquiera hemos sido capaces de nombrar. De nada sirven los catálogos de antiguas pasiones (las cuales, huelga decirlo, tampoco se han extinguido) y mucho menos la guardiana que acalla todas las emociones: la psiquiatría y sus aliados (hoy dominantes). El hombre de a pié intuye mejor que nadie, en cualquier rincón del mundo, la inaudita condición del hombre moderno. Debemos empezar de cero: ni siquiera sabemos, verdaderamente, dar forma a las nuevas pasiones y deseos que podrían ser posibles para el hombre de estos tiempos. El horror es la afección que impone una situación inédita para el homo sapiens. Es sólo el comienzo. La pregunta es si el hombre tendrá el coraje, a pesar de todo, de elevarse por encima de sí mismo una vez más.
–En el libro señalás que hoy “no está en absoluto claro si la filosofía podrá sobrevivir más allá de su instalación como saber organizado del cursus académico”, ¿tal situación implica que estamos ante el mero languidecimiento de la filosofía, o acaso en este peligro es posible encontrar alguna fuerza que sea capaz, o bien de salvarla, o bien de precipitar su fin con un gesto definitivo? Y en este sentido, retomando la primera pregunta. ¿nos encontramos en una “época verdaderamente filosófica”?
-La filosofía irrumpió en las disputas de la polis humana para crear un efecto de disrupción pues sostuvo, en última instancia, que no hay nada más alto que conocer la verdad. En esta osadía se fundaron, durante algunos intermitentes siglos, muchos de los saberes transmisibles de Occidente (dejo de lado, problemas similares, que podrían abordarse en el Oriente, tanto cercano como lejano). La experiencia terminó mucho antes de lo que se cree: con el cierre de la última escuela filosófica de la Antigüedad luego del triunfo del cristianismo. Luego, hubo intentos importantes: la Edad Media, tan interesante e ineludible como resulta, marginó profundamente a la filosofía en manos de la teología (a pesar de notables y bien conocidas excepciones). Sólo basta remitirse, en rigor de verdad, a los textos conservados en las bibliotecas del mundo y la conclusión se impone por sí misma. A partir del Renacimiento se intentaron recrear situaciones propicias para una especie de “despertar filosófico”: resurgimiento de la idea de Escuelas, Academias, mecenazgos de distinta naturaleza. Sin embargo, la situación volvió a normalizarse prontamente en la universidad moderna. En su apogeo fue una institución capaz de albergar una filosofía especulativa cuya coronación fue, seguramente, para Occidente, la universidad de lengua alemana del siglo XIX. Lejos de ser perfecta (hoy lo sabemos bien), el modelo colapsó en el primer tercio del siglo XX. Luego la filosofía no ha cesado de repetir que ha llegado a su final (al menos, como metafísica). Hay quienes no creen en este destino (me incluyo). Los grandes maestros de la crítica inmanente a la especulación metafísica han llevado adelante un trabajo admirable. Sin embargo, los tiempos requieren, ahora, un nuevo esfuerzo hacia la especulación teórica. Si una época es filosófica sólo resulta determinable après coup. Los historiadores del futuro harán sus ponderaciones. Sin embargo, nosotros podemos y debemos hacernos esta pregunta: ¿creemos hoy, verdaderamente, en la pasión de un conocimiento transmisible sin condición ninguna en el marco de algún tipo de institucionalidad? Si no estimamos que sea posible algo así como una experiencia de pensamiento no determinada por la urgencia de la eficiencia o de la acción (de cualquier tipo), entonces, seguramente no podremos construir una época filosófica. Si hay futuro para la filosofía, no será para calcar meramente experiencias del pasado (pero resulta imprescindible conocer ese pasado y transformarlo en un saber transmisible). Sin embargo, el hombre, hoy en día, sabe muchas cosas pero conoce muy pocas, empezando por sí mismo. Mi posición intenta estar, a su vez, lejos de cualquier exaltación de la futilidad humana así como de todo nihilismo de la autocomplacencia en la finitud. También soy un apolegeta de la lentitud: el lugar de cualquier pensamiento, estoy convencido, sólo puede estar regido por el deseo de conocer el mundo (sin prisa pero también sin desaconsejables ilusiones).